YASUZÔ MASUMURA. EL FRÍO CAMINO DE LA NŪBERU BĀGU.
Môjû —más conocida por su título anglosajón, Blind beast— puede considerarse un título polémico en la Nūberu Bagū, el equivalente relativo a la Nouvelle Vague francesa.

De hecho, rigurosamente hablando no pertenece al movimiento más allá de estar firmada por Yasuzô Masumura, miembro a su vez polémico por no pertenecer al movimiento original, a la nueva ola en su sentido más estricto, enmarcando su cine en un reflejo estilístico, en una <<nueva ola de la nueva de la nueva ola>>.
Si bien esta vertiente se desarrolló al mismo tiempo que el movimiento oficial, mostró un afán todavía más rompedor con los cánones establecidos por los grandes maestros que el original. De hecho, los nombres más representativos de esta variante son el propio Masumura y el sí más reconocido Seijun Suzuki.
En cualquier caso —y polémicas aparte— lo cierto es que nos encontramos ante un magnífico cineasta con un lenguaje y estilo propios.

Dentro de la ruptura que la Nūberu Bagū supuso con los titanes del cine japonés, con los viejos samuráis Ozu, Kurosawa o Mizoguchi, Masumura tiene un rasgo particular que lo distingue de las sendas trazadas por Suzuki o Imamura: la ausencia total de sentimentalismo.
Esto no quiere decir que Masumura carezca de sensibilidad, talento o sentido narrativo, al contrario, el azar que lo llevó a estudiar en Italia bajo la supervisión de nada menos que Antonioni, Visconti y Fellini, y su trabajo como ayudante de dirección para Mizoguchi, Daisuke Itō y Kon Ichikawa, forjó una personalidad cinematográfica propia que demostró a partir de la oportunidad que los estudios Daiei le brindaron en 1957.
A medida que iba rodando películas —aun a pesar de que el grueso de su producción fue por encargo, alejándose de sus verdaderos intereses artísticos— su estilo se mostraba cada vez más frío y alejado de la carga sentimental que sí tenían las obras de los viejos maestros orientales, acercándose más a sus maestros neorrealistas, y, en cierto sentido, al drama desprovisto de carga sentimental propio del cine de Howard Hawks.
Este cisma entre sensibilidad, talento y sentimentalismo empieza a manifestarse ya en su segunda película, Aozora musume (La joven de azul, o La joven bajo el cielo azul, según la traducción) algo que —como todo gran narrador— mantendrá a lo largo de su carrera, pero añadiendo matices a su frío camino en la Nūberu Bagū hasta alcanzar la que casi por unanimidad se considera su cima, su obra maestra definitiva: Akai tenshi (El ángel rojo, 1966).
Sin embargo, hay un desvío en ese camino que nos lleva a uno de sus títulos más alejados de la corriente, pero novedoso y rompedor en sí mismo.
MÔJÛ. KAFKA Y EDIPO EN EL REINO DE LOS SENTIDOS.
Sobre el papel, los elementos que componen Môjû no cuentan nada nuevo —ni hoy ni en 1969— de hecho, la figura de un artista atormentado que secuestra a su musa era ya un clásico en la literatura y el cine —El fantasma de la ópera o el propio Caligari—y en el por aquel entonces cine actual, tenía un referente reciente en la excelente El coleccionista de William Wyler.


En cuanto a Kafka y Edipo, las gigantescas y también relativamente contemporáneas El proceso y Psicosis, habían dejado poco que añadir al respecto.
Pero no olvidemos que Masumura sigue su propio camino.
El planteamiento parece sencillo, a la par que muy interesante por más veces que ya haya sido contado. Basada en un guión de Rampo Edogawa, Môjû cuenta la historia de Michio (Eiji Funakoshi), un escultor ciego que vive recluido con su madre (Noriko Sengoku).
Rodeado de sus propias esculturas que no son mas que intentos frustrados para lograr su obra maestra, decide secuestrar a Aki (Mako Midori), una joven modelo, hedonista y superficial que se verá retenida por el escultor hasta que acepte posar para él y convertirse en su ansiada escultura perfecta.



Lo previsible de la historia contrasta desde el primer momento con la puesta en escena y el ambiente creados por Masumura, la excelente —y no por casualidad fría— fotografía de Setsuo Kobayashi y el onírico e inquietante trabajo en los decorados de Shigeo Mano.
Todo al servicio de la narrativa extraña, dramática y totalmente carente de sentimentalismo del autor.
Môjû se adentra en el cine de terror a través de la profundidad de un drama psicológico, de un complejo laberinto mental y emocional donde los sentidos —desarrollados hasta el paroxismo por la ceguera del protagonista— se doblegan al servicio de la sensualidad, del instinto y la necesidad sexual, y, finalmente, a la empática sugestión de la modelo entregada a las necesidades del artista.
Es aquí donde Masumura se desliga totalmente del cualquier sentimentalismo.



En esta especie de reino de los sentidos, la sensibilidad se desborda, pero la narrativa fría y libre de lastres melodramáticos del autor mezcla a la perfección los ingredientes emocionales y psicológicos para elaborar su receta.
El resultado es tan inquietante como malsano y abrumador.
A medida que avanza la película, el complejo de Edipo entre la sexualidad frustrada del escultor y su madre, retuerce cada vez más la ya de por sí compleja situación con respecto a la modelo secuestrada, quien por su parte se dedica durante el primer tramo de la película a intentar huir, comprender y seducir al escultor, irritar a su madre y caer bajo el hechizo de las esculturas sensuales, oníricas y desagradables que pueblan la celda en la que los tres personajes cumplen condena.



Todo esto ocurre as partes iguales hasta que la trayectoria de la película se precipita al abismo. Masumura guarda un punto de inflexión con el que dinamitar la película.
Seducida por el poderoso y delirante reino de los sentidos en que vive ahora, la modelo se entrega a la causa del escultor, y tras varios intentos de engañarlo y fugarse —uno de ellos planeado por su madre, celosa de su relación— se entrega como musa y amante.



La muerte irrumpe en la película, los libera a los dos de la madre del escultor, uniéndolos en un viaje delirante y frenético hacia las profundidades del deseo, a un mundo sensorial donde el tacto, el más sensible y sensual de los sentidos se convierte en la única forma de comunicación y satisfacción posible.


En su descenso al abismo del placer, la modelo entra de lleno en el universo de Kafka, sufriendo una metamorfosis que le arrebatará la vista para desarrollar el tacto hasta los límites más extremos.
Ambos amantes emprenden un viaje hacia el reino de los sentidos, hacia la agonía y el éxtasis que hace de la razón sueño y de la muerte y el dolor, el más intenso de los placeres.


Môjû muestra una bestia ciega entrega prisionera en el reino de los sentidos. Lo hace son sensibilidad y la mejor sensibilidad narrativa, pero sin sentimentalismo de ninguna clase.
Como un samurái que recorre solitario el frío camino de la Nûberu Bagû hacia la oscuridad.
https://m.ok.ru/video/1298972215898
Feliz viaje de vuelta hacia la noche. #SHADOWSRULES
David Salgado.
©24 sombras por segundo. Enero de 2022.