DE LA IGLESIA. ELOY Y ALEX, ALEX Y ELOY. LOS TEMPLOS SALVAJES DEL CINE ESPAÑOL.
Antes de profundizar en La semana del asesino que Eloy de la Iglesia nos regaló a todos en 1972, hablemos un poco acerca de dos tipos en concreto y el cine español en general.
¿Por qué?, porque hay dos tipos en el largo y magnífico recorrido del cine patrio que comparten cosas muy significativas, tanto es así que cuesta creer en una simple casualidad.
Eloy y Álex de la Iglesia comparten apellido, fondo, forma y actitud. Lo hacen hasta tal punto que el segundo es posiblemente el alumno más aventajado del primero, y con toda seguridad el único que ha superado al maestro. El cine español tiene muchas cimas, películas y directores irrepetibles capaces de mirar a la cara a mitos universales sin pestañear, pero hay dos templos en el sentido más estricto de la palabra, dos iglesias a las que acudir para ver el camino.
Hoy es el turno de la primera.
La sensibilidad en cuanto al contenido de las historias de Eloy de la Iglesia se hace indiscutible con solo asomarse a su obra. Desde la ambigüedad sexual, la pobreza miserable y la tortura solitaria de los personajes con los que impregnó sus películas durante la década de los setenta, a la delincuencia vertiginosa y sin edulcorar con la que repartió a mano abierta durante los ochenta, todas sus películas son un retrato de la desesperación, el miedo y la bajeza a la que la miseria y el olvido conducen —antes o después— al ser humano.
Nadie puede huir de aquello en que el hambre y la marginación nos convierte, el monstruo que todos podemos llegar a ser solo duerme bajo ciertas condiciones. Si esas condiciones desaparecen, el monstruo despertará.
Eloy de la Iglesia nos habla en todas sus películas de nosotros mismos, de lo que somos como espectadores de un mundo lleno de mierda y de lo que podríamos llegar a ser como víctimas de nuestra propia invención. Ese es el fondo de Eloy de la Iglesia, un fondo que comparte con los tipos que han hecho del cine español una grandeza.
Buñuel, Berlanga, Fernán-Gomez, Vicente Escrivá, Rafael Gil, Segundo de Chomón, Manuel Mur Oti, Víctor Erice, Jorge Grau, Mario Camus, Pilar Miró, Antonio Giménez-Rico, Carlos Saura, Ibáñez Serrador, Jesús Franco, Álex de la Iglesia, Alberto Rodríguez, Rodrigo Sorogoyen y un largo etc, nos han hablado de nosotros mismos, pero en sus formas —debido a motivos generacionales, necesidades prácticas y decisiones inherentes al carácter e ideología de cada uno— todos han eludido la censura a base de trucos e ingenio.
Todos son salvajes y están dispuestos a contar la verdad, todos han hecho de la burla al imbécil censor y el público idiotizado, un arte. Todos han trazado un camino que rodea el enemigo y se burla de él mientras la película alcanza la meta.
Todos menos Eloy de la Iglesia.
Sus formas no dan rodeos, no eluden la mirada del verdugo. No hacen concesiones al público masivamente estúpido. De todos los poetas cinematográficos malditos, de la Iglesia es el más salvaje, el más insensato y el más valiente. Todos aquellos que han tenido valor, talento y honestidad para contar la verdad, han hecho siempre lo que han querido, pero se han preocupado del resultado final.
De la Iglesia es un mihura al frente de la película, y como tal, va directo al trapo. Le importa un carajo dónde acabe la película, lo que importa es hacerla. Su espíritu es una mezcla entre el salvajismo poético de Orson Welles y Sam Peckinpah con el toque más cañí que he visto en mi vida.
Eloy de la Iglesia no oculta sus cartas, cada película suya es un duelo al sol frente a la censura, un duelo que perderá ese día pero ganará con el tiempo.
Ese tiempo transcurrió, y efectivamente, Eloy de la Iglesia se convirtió en un templo bajo el que la censura está enterrada. Por eso, a nivel visceral, me parece el director español más reivindicable. Hay muchos directores españoles superiores, especialmente a nivel técnico, pero muy pocos más sensibles.
Y ninguno más valiente. De todas sus películas, creo que la mejor recoge su esencia es La semana del asesino.
LA SEMANA DEL ASESINO. EL TERROR COSTUMBRISTA.
En 1972, al igual que hoy en día, España era un descampado estéril, regado más con sangre que con agua, un descampado que había que ocultar tras la sombra de un falso progreso edificado sobre pisos que mantenían sus lujos artificiales y las bajezas naturales de sus propietarios en las alturas, lejos del alcance de las manos y mentes sucias y embrutecidas de los olvidados, de aquellos seres que deambulan por el barro, seres a los que conviene utilizar, pero a los que es obligatorio ocultar.
En 1972, Eloy de la Iglesia era perfectamente consciente de todo esto, y decidió manifestarlo mediante una película de terror, una película que finalmente se enmarcó en el género Slasher y/o Psycho-Killer mediante su versión internacional titulada The Cannibal Man, (curiosamente con más recortes en sangre que en sexo), y en el género Fantaterror mediante su versión nacional.
En cualquier caso, y etiquetas aparte, La semana del asesino es una película totalmente fiel a su autor. Es visceral, indiscreta, incómoda, áspera, honesta y dura como el sol, el alma y el suelo que retrata.
Vista desde el fondo de sus personajes, La semana del asesino es intachable. Nos encontramos en ese sentido una película tremendamente deudora del Pasolini más nihilista y el Buñuel de Nazarín, Los olvidados y El discreto encanto de la burguesía.
Es decir, Eloy de la Iglesia sitúa las piezas sobre el tablero y lo divide en dos: los miserables empobrecidos y los miserables pervertidos. A partir de esa división deja claro a todo el mundo que no se harán prisioneros ni concesiones y deja los personajes en manos de uno de los pilares de la película: el reparto.
Con un irrepetible Vicente Parra que jamás soñó con verse en esas, (de hecho, su empeño en el papel le llevó a producir la película), Emma Cohen, Eusebio Poncela, Vicky Pardo, (aquella hija de los sobrenaturales Vittorio de Sica y Mimí Muñoz), Lola Herrera y una serie de secundarios que reinventan la palabra Casting, la película abre las heridas y los personajes empiezan a sangrar.
Por una parte, Vicente Parra deambula por la película como un fantasma que apenas puede arrastrar sus cadenas. Su personaje, tanto a nivel interpretativo como desde el punto de vista del director, es una herida abierta andante.
Parra se mimetiza con un tipo de mente simple y consecuencias complejas, de la Iglesia le dice que su personaje no sabe sufrir ni soñar, no sabe manejar sus emociones, no sabe qué carajo hacer con la tristeza y el dolor derivadas de su enorme frustración.
No sabe relacionarse y tampoco sabe estar solo.
Y ahí vuelve la artillería de Eloy de la Iglesia, mediante un reparto femenino extremadamente hábil e inteligente: Cohen, Pardo y Lola Herrera caricaturizan y escupen a la cara de la censura y el arquetipo del macho ibérico la situación de la mujer. Mediante una vuelta de tuerca, los personajes femeninos tiran por tierra su impuesta culpabilidad y descubren al culpable.
El personaje de Parra está solo, frustrado y vive olvidado e incomprendido más allá del telón de un progreso basado en los caprichos y la bajeza superficial de la pretendida aristocracia.
Podemos comprender su dolor, pero no justificar sus actos. Esa es otra de las cimas de la película y su maravilloso guion.
El personaje de Parra no enloquece de pronto, pero tampoco lleva a cabo una venganza planeada a lo largo de los años de olvido y sufrimiento.
Todos los personajes de la película sufren: Parra y los personajes femeninos por defecto, por la desesperación de quienes jamás podrán huir de la miseria, sufren como los personajes de Pasolini. El personaje de Eusebio Poncela, sufre como los aristócratas de Buñuel o Antonioni, por hastío y degeneración, por el exceso que deforma la visión de la existencia propia y ajena.
Todos los personajes son siluetas errantes perfiladas por un sol implacable que dibuja oasis en forma de objetivos imposibles.
Parra y los miserables no pueden cruzar el telón. Por eso matan y mueren, porque se dejan llevar por la calma que precede a todas las tormentas, porque hacen lo único que pueden hacer, ser ellos mismos, sin pasiones súbitas ni objetivos calculados. Esa es la mayor grandeza de la película, la sucesión natural de los acontecimientos.
Al otro lado del telón, Poncela no puede descender al barro, como todo Voyeur aristocrático, es vicioso, egocéntrico y se siente atraído por la capa novelesca con la que los malvados revisten a los miserables. Y eso es lo que de la Iglesia aprovecha para llevárselo todo por delante.
Ni censura ni hostias. Parra se tira y asesina todo lo que pilla por delante, porque ya que lo único que puede hacer es dejar que su existencia transcurra, lo hará sin ofrecer resistencia.
Dejará libre su naturaleza, y lo hará con la contención propia de quienes sencillamente, no pueden ser felices. Y Poncela da rienda suelta a lo que su condición le ha hecho creer que puede obtener, es decir, todo lo que quiera.
De la Iglesia, Parra y Poncela juntan el hambre con las ganas de comer y fusilan a la censura con la homosexualidad, la sangre y el vicio como defensa natural ante una sociedad totalmente artificial.
Y todo esto con una fotografía y un sonido ásperos, crudos e implacables. Densos e irrespirables como la razón de ser de la película. La desesperación. El terror por definición.
Finalmente, de la Iglesia, fiel a sí mismo, embistió a la censura, y ella, fiel a sí misma, recortó la película hasta el absurdo.
Pero los poetas malditos sobreviven a cualquier enemigo.
Esta película es una hostia a mano abierta.
Cañí, visceral, magnífica, valiente, invencible e imprescindible a más no poder.
Feliz viaje de vuelta hacia la noche. #SHADOWSRULES
https://ver.flixole.com/watch/bfe758ed-0ed2-4fb5-972c-b08a16a95a40
David Salgado.
©24 sombras por segundo. Mayo 2021.