DE BRUJAS, ESPADAS Y MAGOS.
John Boorman arrancó a Excalibur de la piedra cuando la revolución del cine murió con la década que la engendró.
Lo hizo al otro lado del mundo, de aquellos días salvajes, cuando parecía que todos los géneros habían tenido su oportunidad, pero en realidad faltaba uno: el fantástico.
Tras el ocaso de los dioses en la década prodigiosa, Boorman voló la fantasía por los aires con Excalibur.
La generación que cambió Hollywood se centró —incluso en sus incursiones en el campo del terror— en todo aquello que ocurre en el mundo que habitamos. Pero Boorman —tras las magníficas Point Blank y Deliverance, la arriesgada y delirante Zardoz y su estrepitoso fracaso con la secuela de El exorcista— abandonó el mundo que conocemos para alcanzar la cima del fantástico cine de aventuras.
Excalibur es una ilusión, un hechizo inquietante, un sueño intangible que flota de forma hipnótica y enigmática en un aire extraño, enrarecido por la mágica sensación de los colores que impregnan un mundo situado entre el sueño y la realidad. Boorman nos presenta a Camelot y sus criaturas moviéndose en un terreno que no pertenece a ningún lugar conocido. Es el relevo generacional y colorista de lo que el irrepetible C.T. Dreyer hizo en Vampyr.
Excalibur tiene absolutamente todos los elementos del cine clásico americano de caballeros andantes con los que aquellas películas entretenidas, inocentes y coloristas alimentaron la infancia de varias generaciones.
Los héroes limpios, nobles y sus grandes hazañas que Michael Curtiz, George Sidney, Richard Thorpe, Henry King y compañía llevaron a cabo como relevo generacional de los días de Douglas Fairbanks y sus correrías, vieron en Excalibur el ataque definitivo a sus formas, su fondo y todo aquello que el Hollywood tradicional había construido para sus aventuras.
Aquellas películas eran en su mayor parte magníficas, pero Boorman sacó a Excalibur de la piedra para reinar sobre el género. Y para reinar fue necesario destruir las viejas formas.
Excalibur es una ópera cinematográfica. Es mágica, poderosa, enigmática y ante todo, es una mujer. El arma definitiva con la que Boorman venció para siempre al mundo antiguo.
EXCALIBUR.
WAGNER, MORGANA, Y LA CAÍDA DE LOS DIOSES.
Hay en Excalibur un montón de claves que la convierten en una película literalmente irrepetible, además de las ya mencionadas referentes a su aspecto y narrativa visual —la utilización del color verde como símbolo de lo terrenal, y el rojo como vehículo del mundo mágico es única en su especie—, encontramos en este viaje al interior del dragón tres elementos definitivos.
El género femenino ostentando el poder, la música como un poderoso personaje y la suciedad física y emocional que impregna el mundo de los hombres.
A lo largo del primer tramo de la película, Boorman divide claramente la narrativa en dos tonos. El verde nos acompaña en la juventud de Arturo (Nigel Terry), en su discreto e inesperado logro y en su relación con Excalibur.
Pero antes, el rojo tiñe el inicio de la película. Durante la era oscura, antes de la llegada del rey, la guerra, la destrucción y las antiguas costumbres dan color al mundo de los hombres.
En su tramo medio —traiciones mundanas incluidas, en las que la vida se abre camino—, los verdes destellos de Excalibur, la pureza del agua de la que surge la Dama del lago (Hilary Joyalle), como madre de la espada, el bosque donde reposa ignorando los deseos de los hombres y la tramposa sensación de paz, son el tono predominante.
Sin embargo, hay algo que Boorman mantiene intacto a lo largo de toda la película y que ninguna de las aventuras clásicas nos había mostrado jamás: los hombres son —debido a sus armaduras— sucios, lentos y torpes. No hay en Excalibur ni un solo personaje que responda al arquetipo masculino que se muestre limpio, atractivo y ágil. El mundo de los hombres es sucio y tosco.
Así viven, así se relacionan y así mueren.
Gritando y retorciéndose entre mierda, tierra y sangre. El poder, el sexo y el fracaso de los arquetipos masculinos en Excalibur se muestra como algo profundamente desagradable.
Jugando a la contra, Boorman sitúa con una habilidad narrativa pasmosa los personajes masculinos que no comparten la condición de los hombres: Merlín (Nicol Williamson) y Lanzarote (Nicholas Clay) son elegantes, discretos y sutiles. Sus caminos, apariencia y objetivos discurren totalmente aparte de los hombres.
El mago es sabio y prudente, busca el conocimiento como refugio para el día en que los hombres pierdan lo que no les pertenece. Por su parte, el caballero blanco es un hombre, sí, pero su camino discurre por la senda del pensamiento.
Hay un tercer hombre al margen del mundo masculino, pero antes hablaremos de la segunda clave. La condición femenina de Excalibur.
El destino de todo lo que Excalibur encierra en su onírica apariencia es ansiado por los hombres y sus armas. Pero pertenece a las brujas, los magos y la espada.
Arturo y Lanzarote son representados por Boorman como la esencia de la virtud, pero todas sus ilusiones, su fortaleza y su voluntad se diluyen en brazos de los elementos femeninos de la película.
La roca alberga la espada en su interior, la Dama del lago la oculta y la revela, Excalibur es la fuente de la sabiduría y la fortaleza, Morgana (Helen Mirren), es el poder oscuro de las profundidades de la tierra, Ginebra (Cherie Lunghi), es la luz del día que ilumina el camino a la victoria, y Merlín, el eterno caminante entre todos los mundos que existen, no es un hombre. Esa es otra de las claves de la película.
En su tramo final, Excalibur revela su tercera clave.
Esta especie de grupo salvaje artúrico que nos regaló a todos John Boorman, está lleno de momentos impagables, pero es aquí, en el ocaso de los dioses, bajo un sol rojo y agonizante cuando Ginebra, Merlín, Lanzarote, Mordred, Morgana y el propio Arturo —hastiado todo y sobre todo de sí mismo— alcanzan la cima a la par que el ocaso definitivo.
Y lo hacen como los dioses disponen, con la puesta de sol más bonita que puedan imaginarse y Wagner haciendo de la música otro más de los personajes femeninos que gobiernan la película.
Boorman da el golpe de gracia a las antiguas formas, reforzando el aspecto futurista y cercano a la ciencia-ficción con el que la película juega, recurriendo con una precisa contradicción a las costumbres más antiguas del mundo: la ambición y la muerte.
Tras engañar a Merlín y Arturo, Morgana se adentra en las profundidades de la tierra, del espacio y el tiempo, y en un lugar imposible que refleja luces de extraños e hipnóticos colores, envuelta en el aliento del dragón, encuentra el conocimiento que persigue sin cesar, desafiando las fuerzas que el hombre había sepultado en el olvido. En ese mundo ancestral, vestigio de la juventud del mundo, Excalibur alcanza su punto de inflexión.
Tras la derrota de la hechicera a manos del dragón, Mordred (Robert Addie), ese tercer hombre con rasgos y armadura marcadamente femeninas, surge de las tinieblas resucitado de entre los restos de Morgana. Desafía al rey a un duelo al sol por última vez, y como no puede ser de otra forma, Arturo responde.
La agonía y el éxtasis son demasiado atractivos como para rechazarlos antes de la última puesta de sol.
Ese «Ven, padre. Dame un abrazo de paz», con el que Mordred decide acabar con todo es una cima en cuanto a guion se refiere. El ocaso de los dioses es así, un espectáculo abrumador y grotesco repleto de belleza, mierda, sangre y dolor.
Wagner suena, el sol se desangra, Excalibur regresa a manos de la Dama del lago y el espectador se desmaya ante la cima de la épica. Así, la aventura salvaje de Boorman se rebeló por primera y última vez contra las andanzas del cine de aventuras. Después, las aventuras de espadas y guerreros tomarían una nueva senda durante la década de los ochenta, pero esa, como diría el epílogo de Conan el bárbaro (John Milius, 1982), es otra historia…
Excalibur es la cima del género. Es una mujer. Es cosa de brujas, espadas y magos.
https://www.primevideo.com/detail/Excalibur/0L00ZJPCV36WMLJNO3WGU1LL8B
Feliz viaje de vuelta hacia la noche. #SHADOWSRULES
David Salgado.
©24 sombras por segundo. Noviembre 2022.