WILLIAM FRIEDKIN.
LA SENDA DEL DIABLO.
Hay cosas en los primeros compases que William Friedkin entonó en Sorcerer, su incontenible remake de la impagable El salario del miedo de H.G. Clouzot —aquí llamada Carga maldita y autorizada por el maestro francés a petición del propio Friedkin—, que no dejan lugar a duda.
La estela de su película anterior, la irrepetible y mítica El exorcista, irrumpe en los títulos de crédito con un rostro ancestral esculpido en piedra —sucesor de Pazuzu, la figura que aparece en las excavaciones en Irak del film anterior— que sobrecoge al espectador, inquietándolo con un terror atávico, como si el diablo que dio vida al exorcista se hubiese repuesto de su aparente derrota, poseyendo desde el inicio la nueva aventura de Friedkin, y por extensión, al espectador.
A continuación, la película muestra su naturaleza.
Hija predilecta de su época y su autor, abre con cuatro secuencias que muestran otros tantos personajes cuyas vidas no son más que rutas suicidas condenadas al fracaso, y lo hace con el aspecto crudo, sucio y desencantando que la época del cine salvaje adoptó como razón de ser.
Friedkin no es el director más recurrido de aquella época gloriosa, es cierto que los nombres de Scorsese, Coppola e incluso Michael Cimino tienen más reconocimiento, pero lo cierto es que para mí, Friedkin y su obertura en esta película suponen la muestra más clara de la carrera contra absolutamente todo que supuso el cine de los años setenta.
En esas cuatro secuencias iniciales, Friedkin desata —con una identidad propia tan reconocible como las de sus maestros contemporáneos— la furia contundente de aquellos días, pero lo hace con un marcado propósito que mantendrá hasta el final de la película. Un ataque frontal y suicida hacia todos los poderes establecidos, hacia los pilares básicos del funcionamiento del mundo pretendidamente moderno.
Así, mediante esta abierta carta de presentación, vemos un asesinato a sueldo en Veracruz (el plano que muestra el recorrido de la plaza al interior de la habitación reclama a gritos a los exteriores urbanos del exorcista), un atentado terrorista en Jerusalén, un banquero implicado en un escándalo financiero en París y un golpe fallido en Nueva Jersey contra la asociación entre la iglesia y la mafia local.
Cuatro fugitivos al servicio de los grandes poderes que operan al margen de la ley establecida, cuatro perdedores a la deriva que han puesto en su contra tanto a quienes hacen la ley como a quienes hacen la trampa. Cuatro destinos malditos que confluyen en un lugar sin nombre, regido por una dictadura basada en la explotación de petróleo controlada por los Yankees (y custodiada por los caciques locales que tan bien hacen de perros guardianes del tío Sam), que pone de manifiesto las relaciones gubernamentales que Estados Unidos estableció con Sudamérica tras la segunda guerra mundial, durante la guerra fría y la —en aquel momento actual— crisis del petróleo.
A los quince minutos escasos de metraje, Friedkin ya ha escupido a la cara de todos los amos del mundo, ya ha condenado su película a llevar una carga maldita para siempre. Y todo esto mediante una narrativa visual sucia, salvaje y sin tregua para un espectador que apenas logra dar crédito a la magnitud de lo que ha visto. Lo que Friedkin mete en nuestras retinas en su primer ataque es una bomba que mezcla su propio estilo con el rechazo físico y tangible que impregnaban en sus películas Sam Peckinpah o John Boorman.
La violencia y el deterioro físico, psicológico y moral de los personajes, el sudor desesperado, la suciedad ambiente y ese calor desprendido por un petróleo que —igual que el mundo al que alimenta— arde sin cesar, son palpables, inundan nuestros sentidos y la sensación de repulsa se pega a nuestra piel. A estas alturas, la película embrujada de Friedkin no ha hecho más que empezar, tras ver de nuevo la cara del diablo y la breve y frenética presentación de los desgraciados harapientos que van a la deriva en la jungla de asfalto, tendremos que sumergirnos con ellos en la jungla natural que se rebela contra su invasor.
Sorcerer no nació para dar tregua, no hará prisioneros.
SORCERER.
EL DIABLO SOBRE RUEDAS.
Dice el arte casi siempre menor de la «traducción» de los títulos de las películas, que fue Steven Spielberg quien en 1971 puso con Duel al diablo sobre ruedas, pero lo cierto es que quien en realidad situó al ángel caído al volante fue William Friedkin, y por derecho propio, además.
Superado el tramo urbano de la película, Friedkin carga de nuevo su película maldita, y lo hace sobre los hombros de un reparto impagable, mimetizado hasta la última célula con sus personajes y más entregado a la causa perdida que nunca.
Roy Scheider, Francisco Rabal, Bruno Cremer y Hamidou Benmessaoud «Amidou» son los cuatro jinetes de uno de los dos mejores apocalipsis en la jungla que el cine haya visto jamás. A diferencia del viaje bélico-existencial hacia el corazón de las tinieblas que Coppola llevó a cabo en su Apocalypse now, aquí cada uno de esos cuatro cabrones desgraciados bien podría representar el rol de los jinetes bíblicos al servicio del diablo.
Conquista, guerra, hambre y muerte a lomos de dos bestias de la vida moderna, dos camiones al servicio del diablo con los que los amos del mundo conquistan, combaten, explotan y matan todo aquello que tocan. Unos camiones bautizados por Friedkin con los místicos nombres de Lázaro y Sorcerer, ambos con la mueca trágica y burlona del diablo labrada en sus formas mediante la sonrisa siniestra y amenazadora de sus partes delanteras, y que de nuevo, nos llevan de cabeza al rostro de piedra de los créditos iniciales y las reliquias vistas en El exorcista.
A partir de ese momento, la situación es tan sencilla como sórdida, cruel y suicida. Esos cuatro jinetes del nuevo apocalipsis, esos cuatro cabrones sin escrúpulos que sobreviven ocultos bajo identidades falsas en una dictadura sumergida en la jungla conquistada por el mismo mundo del que han huido y al que pretenden regresar, solo tienen un camino de huida.
Un camino que implica el traslado por las profundidades de la selva de unos explosivos con un solo propósito: apagar el fuego de la industria con fuego. El diablo y sus cuatro jinetes a lomos de dos camiones sobre caminos llenos de trampas mortales con las que la naturaleza intentará vengarse de la condición salvaje de los humanos.
Sobrevivir al trabajo y huir, o morir. Sorcerer no nació para dar tregua, no hará prisioneros.
La fatalidad que sobrevuela la película en todo momento se hace especialmente patente desde el inicio de la odisea a través de la jungla. Esa ruta suicida trazada por un camino sin retorno retrata con exactitud la naturaleza de unos personajes que, —si bien pueden llegar a despertar algo de empatía a lo largo de su misión— no son más que unos cabrones capaces de cualquier cosa.
Hay dos secuencias en Sorcerer que suponen en mi opinión la cima del espíritu suicida y salvaje de Friedkin en general y la película y sus personajes en concreto. El paso del camión a través del puente colgante bajo la lluvia y el peso de la noche azul —en esa secuencia la sonrisa diabólica del camión es hipnótica— y el árbol caído en el camino.
El desafío técnico y el desprecio por la reglas del juego que mostró la película en ambas secuencias —tanto en la historia como en el rodaje— hace de Sorcerer algo que no fue en su momento y tampoco termina de ser hoy en día, pero sí debería ser, uno de los referentes indiscutibles de la última era dorada del cine americano.
El viaje imposible a lomos del diablo sobre ruedas al que Friedkin sometió a los cuatro jinetes del apocalipsis moderno, no podría ser la experiencia tangible y densa que es sin la acertada por inclusiva y magnífica banda sonora de Tangerine dream, una música extraña que nos sumerge en la atmósfera sórdida de la película, especialmente en su onírico y alucinado tramo final.
Un tramo que trasciende los límites de la realidad y resistencia del ser humano para, una vez de regreso a la realidad, dar el golpe de gracia al último de esos cabrones desgraciados que, después de todo, no pueden regresar a un mundo del que también son culpables.
Hay muchos detractores de esta película, lo sé. Es obvio que la adaptación de la novela de Georges Arnaud por parte del gigantesco H.G. Clouzot es una obra maestra incontestable que refleja de la forma más hermosa imaginable la lucha honesta contra la adversidad y la desesperación, lo sé. La película fue un fracaso total en taquilla —no en vano tuvo que competir con el estreno de Star Wars—, y su rodaje una empresa faraónica con todos los elementos, naturales y humanos, en contra, lo sé.
Pero, con toda sinceridad, me entrego totalmente y sin dudar a esta salvajada indomable.
Al fin y al cabo, Sorcerer no nació para dar tregua, no hará prisioneros. Además, el verdadero diablo sobre ruedas bien vale mi entrega incondicional.
Feliz viaje de vuelta hacia la noche. #SHADOWSRULES
https://www.filmin.es/pelicula/carga-maldita
David Salgado.
©24 sombras por segundo. Agosto 2021.