MADRE JUANA DE LOS ÁNGELES.
LAS FUERZAS OPUESTAS, POR JERZY KAWALEROWICZ .
Madre Juana de los Ángeles no responde a prácticamente ningún precepto del cine de terror, y sin embargo su capacidad para inquietar es inmensa.

Este poder para atrapar al espectador en una especie de hipnosis que divide su fuerza entre la fascinación y la inquietud se extendió a lo largo del cine realizado en la década de los sesenta, una era en la que el descontento centró la atención cinematográfica en el drama, algo que si bien se exportó a Estados Unidos, fue especialmente notorio en Europa.
El cine del viejo continente ha desarrollado desde siempre la capacidad que la filosofía y las tribulaciones del ser humano tienen para servir como fuerza motriz del fantástico, desplegado como un gabinete en el que el drama recorre escenarios sugestivos e insólitos que, lejos de servir a modo de oráculo, incitan al espectador a entrar de lleno en la confusión.
Estos extraños parajes son una de las características principales del halo fantástico que el cine mudo legó a la narrativa, parajes de lejanas y singulares geografías cinematográficas, concretamente al norte y el este de Europa, lugares donde —con permiso del cine oriental— el sueño se apodera de todos los géneros.
Así, como surgido de las imágenes del cine fronterizo entre este y otros mundos de C.T. Dreyer, y de las pasiones encerradas en celdas de pensamientos, carne y deseos de las crónicas de Ingmar Bergman o Andréi Tarkovski, el cuento de Kawalerowicz se convierte en cine sobre el suelo que durante los años sesenta hizo de las películas retratos del misterio en movimiento: el suelo que se extendió por Checoslovaquia y Polonia.
Si bien es cierto que el cine fantástico en el este europeo tiene su capital en Checoslovaquia —tanto dentro como fuera de la Nueva ola—, parte de sus rasgos se extendieron por el territorio cercano, y tanto la obra de Kawalerowicz como el cine de su país en general no no son una excepción.
Andrzej Wajda, Roman Polanski, Jerzy Skolimowski, Andrzej Munk, Walerian Borowczyk, Krzysztof Zanussi, Wojciech Has, Aleksander Ford, Tadeusz Konwicki… una larga lista de nombres que abordaron sus películas desde una óptica dramática y filosófica, pero siempre expuestas a través de un velo fantástico que hace de la realidad algo mucho más atractivo.
Jerzy Kawalerowicz llevó todos estos preceptos a su terreno. En sus películas los personajes cargan con pesares y dudas en ambientes que parecen irreales, y el interior oprimido del individuo contrasta en todo momento con largas distancias, grandes espacios abiertos o vidas destinadas a gobernar imperios legendarios.
En Pociag (Tren de noche, 1959), el largo camino a recorrer por el tren desaparece de la escena mientras una atmósfera extraña cerca y oprime al protagonista, atrapado en la oscuridad y reducido al espacio de un pequeño compartimento en un tren que avanza mientras la película parece detener el tiempo.
En Faraón (1966), el elemento fantástico es inherente al espacio temporal, social y mitológico en el que se desarrolla la película, y ahí precisamente es donde Kawalerowicz incide con más empeño en el contraste. Tanto Roma como el antiguo Egipto auspician épica y un despliegue colosal en el terreno visual, pero ante la eternidad del misterio del Nilo, el desierto y el territorio custodiado por la muerte, Faraón cierra filas sobre el rostro y los pensamientos de un personaje dispuesto a exponer su soledad ante la inmensidad, cuya fuerza en esta película no tiene poder.
Así, con las fuerzas opuestas como identidad narrativa, Kawalerowicz eleva su teoría cinematográfica al máximo exponente. Madre Juana de los Ángeles enfrenta el poder infinito del mal con la naturaleza humana sometida a la mínima expresión.
LAS FLORES DEL MAL.
No hay teoría que pueda establecer relación entre la película de Kawalerowicz y la obra de Charles Baudelaire, Las flores del mal, y en contraste a esta realidad, no existe ninguna teoría que logre romper el vínculo entre los versos desesperados del poeta y la prosa sobre tierra quemada y deseos prisioneros del cineasta, pues efectivamente, de este suelo yermo dividido por un muro brotan las flores del mal.
En Madre Juana de los Ángeles, crónica cinematográfica del suceso histórico conocido como «Las endemoniadas de Loudun» narrado en la literatura por Aldous Huxley en Los demonios de Loudun, subido a las tablas del teatro por John Whiting con Los demonios, abordado indirectamente por Prokófiev en su ópera El ángel de fuego, y prologado por Ken Russell en su desmedida The Devils, Kawalerowicz reduce la inmensidad del mal y la naturaleza de la especie a un juego de espejos, una luz y una sombra que ejecutan un baile agónico.



La luz busca liberar a la sombra, la sombra pretende someter a la luz. El castigo se impone a un crimen que nadie ha cometido pero que todos desean cometer. Aquellos que han venido a ofrecer respuestas y salvación no traen más que preguntas y muerte, y quienes esperaban preguntar ofrecen ahora las respuestas.
Todo se reduce a las fuerzas opuestas.
En un lugar sin nombre cuyo suelo se extiende yermo y pálido, dos personajes preguntan y responden acerca del sonido de una campana: «Suena por los viajeros perdidos en el bosque», concluyen mientras se dirigen al interior de una miserable posada.
Pero no hay bosque, no hay espesura, solo la oscuridad del interior de un convento rompe la llanura blanca de la que brota poco más que muerte. Tras los muros del convento aguardan las flores del mal.
En el interior de la posada, las palabras y pensamientos del padre Jozef Suryn (Mieczyslaw Voit) contrastan con la actitud vital de un grupo de seres más olvidados que humanos, una suerte de pequeños demonios dispuestos a rebatir la doctrina del padre, cuya pretendida frugalidad contrasta con la ansiada abundancia de los habitantes de ese pequeño e irreal universo.
Los campesinos tienen sus bolsas vacías porque la tierra no da nada de comer, pero comen, ríen y beben, sus rostros se burlan del destino. El padre tiene pan y recursos, pero apenas come un bocado de la pequeña rebanada que corta, y su rostro medita con un gesto severo, como si el destino se burlase de él.



El contraste domina la película.
El padre proviene de un templo de oración y sumisión a los mandatos de su fe. Atraviesa la posada a modo de limbo donde se permite pecar, topa con un hacha en su camino y de pronto, como si de una ensoñación se tratase, una extraña oscuridad envuelve la herramienta.
No es algo inocente, parece pensar el sacerdote, tal vez se trate de una especie de oráculo. Tal vez es el diablo, pero el diablo no atormenta a la gente como el padre, reflexiona. Sin embargo la cámara observa la escena desde sus ojos, que ahora contemplan la posibilidad de un arma…
El padre sale a la inmensa llanura inerte que separa el limbo del infierno, y mientras recorre el camino la muerte se alza de la tierra blanca como la sombra de un fuego no del todo extinto.
Los restos del árbol en el que su antecesor —y protagonista del posterior prólogo de Russell— murió quemado, víctima (o tal vez instigador) de las flores del mal que aguardan al otro lado del muro, contrastan con la blancura impuesta por la luz del sol bajo el que el padre Suryn mantiene una conversación en la que la filosofía pone a prueba la fe en la misión del padre: Llevar a cabo un exorcismo que libere de los demonios a las monjas que aguardan tras los muros, y cuya posesión prendió el fuego que consumió a su antecesor.
La luz que guía los pasos de Suryn contrasta con la sombra erguida de la muerte en el fuego, su soledad y contención contrastan con las figuras de los hijos del sacerdote caído en las llamas, que ahora juegan inocentes y se mueven de forma extraña en el desierto que rodea a Suryn, se mueven como ensoñaciones, como animales salvajes que bien podrían ser una ilusión.
Un apunte que William Friedkin no desperdició en absoluto cuando sometió al padre Merrin a la visión de los perros combatiendo en el desierto de El exorcista, que tomó no pocas referencias de esta Madre Juana de los Ángeles, y de aquella pieza maldita y maestra de Brunello Rondi, Il demonio (1963).
Tres ángeles caídos sobre el diablo que habita en el ser humano se alimentan entre sí.
Incapaz de responder a las cuestiones que la lógica plantea, el padre Suryn cruza el umbral del convento, y el preámbulo que ha vislumbrado el desenlace concluye. Tras los muros aguardan las flores del mal, monjas poseídas por deseos humanos. Kawalerowicz acentúa el contraste, en el interior del convento la carne es blanca y adopta la forma de los hábitos, y el espíritu se alza negro y adusto como la sombra de la virtud. Fuera, el árbol mantiene las cenizas del pecado sobre la tierra pálida, dentro, la carne danza en torno al espíritu quebrantado a partes iguales por la fe y la lógica.
La hermana Malgorzata (Anna Ciepielewska) recibe al padre Suryn, que anticipa la llegada de un séquito de exorcistas. La monja guía al sacerdote y se expone a sus ojos como un nexo entre el exterior —libre y a salvo del diablo— y el interior, cautivo de los deseos. Sin embargo, Malgorzata parece carecer de interés a ojos del mal. «Los demonios no se me acercan. Debo tener un alma fuerte y un cuerpo poco apetecible», se confiesa ante el padre al mismo tiempo que oculta sus verdaderos deseos: ser parte de la carne y dar la espalda al espíritu.




El contraste persiste y marca el avance de la película. Tras la confesión velada llega la revelación. Suryn se encuentra al fin con Madre Juana de los Ángeles (Lucyna Winnicka), y Kawalerowicz carga todo el peso en las descomunales interpretaciones de ambos personajes. La sombra de la virtud se enfrenta al espectro blanco de la carne que danza y habla, propagando la provocación por el templo, mientras la lucha interna entre la fe, la tentación y la razón forjan y la vez consumen el espíritu del padre.
Blanco sobre negro, crimen sobre castigo. El rostro y el cuerpo de Lucyna Winnica se hacen con el control de la película, Kawalerowicz siembra la semilla en la piedra del templo, y las flores del mal se rebelan y revelan su verdadera identidad. Los ocho demonios con los que Madre Juana de los Ángeles juega con su propio físico, el lenguaje, la ambigüedad de la situación y la voluntad del padre, hacen de esta segunda escena de la película un espectáculo portentoso. Jamás una posesión en el cine fue tan elocuente con tan pocos elementos.






Tras la batalla en el templo, Kawalerowicz incide todavía más en la mínima expresión, y encierra a Suryn con su reflejo sesgado en una estancia reducida al espacio necesario para que la sombra del padre se dibuje en la forma de un simple orador, un sosias judío del sacerdote que mediante la palabra quebranta con su fe el espíritu del padre, sometido definitivamente a los demonios.
Suryn y la hermana Malgorzata no son carne para los demonios, por eso ambos deben abandonar sus respectivas luchas en el templo. Ella huye al mundo exterior en busca de los deseos que el diablo le niega. Él debe regresar a su visión, aquella insignificante herramienta que, antes en su visión y ahora en sus manos, se erige como el arma con la que ha de liberar el mal. Suryn asesina a dos inocentes para poder cargar con la culpa que los demonios cargaron sobre su espíritu, ahora definitivamente derrotado.
Malgorzata regresa al templo para renunciar a la posibilidad de ser poseída, sus demonios no tienen poder en la tierra en la que arden los hombres. Hay un mensaje, un último sacrificio por parte del hombre al diablo que debe transmitir a Madre Juana de los Ángeles antes de que la campana que suena para guiar a quienes se pierden en el bosque se mueva en silencio. Ya no hay nadie a quien salvar.

Al otro lado del muro, en la tierra pálida y yerma, la sombra del padre se consume en el fuego. Y en el campo brotan las flores del mal. Esta es una película de Jerzy Kawalerowicz, una película de contrastes sobre la inmensidad de los demonios en el reducido espacio de la carne.
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Feliz viaje de vuelta hacia la noche. #SHADOWSRULES
David Salgado.
©24 sombras por segundo. Octubre 2024.
