KEN RUSSELL.
EL CINE GROTESCO Y FASCINANTE.
Los demonios es —por título, contenido y estética— la película del siempre controvertido director británico Ken Russell que mejor define el retorcido universo que puebla su mente.
La filmografía de Russell es extremadamente irregular, de hecho, los más de setenta títulos (entre cortometrajes, televisión y cine) que ha firmado cuentan con muchos más detractores que adeptos. Sin embargo, la tendencia al juicio condescendiente y el olvido gratuito hacia este cineasta suicida no es justa, pues en no pocas de sus películas hay momentos brillantes a reivindicar, además de una obra magistral que se alza desde el Underground más irreverente y grotesco hasta la cima que puede (y debe) ocupar sin complejos.
Más de cincuenta años de recorrido suponen la carrera de Russell, en la que se metió sin tregua hacia sí mismo y el espectador en jardines de los que nadie habría logrado salir con vida, jardines que incluyen delirantes incursiones en la literatura con Faust (1985), Gothic (1988) y La guarida del gusano blanco (1988), en la escultura con El Mesías salvaje (1972), y la forma de expresión que más ha mezclado con el cine: la música.
De la música surgieron películas tan imposibles como The Music Lovers (1971), Mahler (un extraño Biopic rodado en 1974 sobre la vida del compositor aquí conocida por Una sombra en el pasado), la basada en la Ópera-Rock de The Who, Tommy (1975) —esta es la más delirante visualmente y la más cercana a Los demonios—, o Lisztomania (1975), una no menos extravagante historia entre Franz Liszt y Richard Wagner…
Esto, más las alucinadas visiones de Altered States (1980) y la muy arriesgada adaptación de Mujeres enamoradas (1969) hacen de Russell un cineasta mucho menos reconocido de lo que merece.
Fiel a su nombre, Los demonios surge de lo más profundo del Underground para poseer al espectador, y se alza como una película armada con una belleza extraña y enigmática.
LOS DEMONIOS.
LA SUBVERSIÓN DE LAS IMÁGENES.
Delirante, grotesca, salvaje, iconoclasta, blasfema, sucia, sensual, altiva, invencible, fascinante, hermosa, inquietante, terrorífica, elocuente… existen incontables formas de referirse a la que para el que suscribe es la mejor película de Russell y una de las más adictivas que existen.
Al margen de la miscelánea de calificativos que admite, Los demonios sigue una línea evolutiva en la que cada paso es una consecuencia lógica del anterior. La película parte de un hecho real histórico, un caso de posesión colectiva ocurrido en el siglo XVII en Loudun, en el que todas las monjas de un convento de Ursulinas y un párroco se vieron implicados.
Este hecho —además de pasar a la tradición oral del lugar— dio su siguiente paso hacia la literatura, inspirando la novela de Aldous Huxley, Los demonios de Loudun, que a su vez inspiró la obra de teatro de John Whiting, Los demonios. De allí surgió —para rematar este pequeño árbol genealógico— la ópera de Krzysztof Penderecki que compartió el título original de la novela de Huxley, y la magistral y sobria versión cinematográfica de Jerzy Kawalerowicz que precedió a los fascinantes excesos de Russell, Madre Juana de los Ángeles (1961).
Así, la evolución de esta película pasa de la realidad histórica surgida de un mito religioso, a su representación en varias disciplinas artísticas que desembocan en este ejercicio de paroxismo arquitectónico, físico y espiritual.
«El infierno está vacío y todos los demonios están aquí». Como buena historia que parte del siglo XVII y se alimenta de fuentes literarias, la célebre sentencia de William Shakespeare sirve a las elocuentes y provocadoras intenciones de Russell en su lisérgica disertación acerca de la eterna unión —disfrazada a veces de separación— entre religión y estado, pues como el maestro inglés afirmó, todos los demonios inventados para someter al ser humano a los dictados del estado mediante seres mitológicos creados por la sumisión a la devoción, están aquí.
Así, el fuego del infierno desatado en Los demonios aparece en escena desde el primer instante, en una magnífica división de los créditos iniciales que enmarcan los rostros de dos personajes históricos cuya alianza y rivalidad ha trascendido la realidad para alimentar la ficción: el rey Luis XIII y el Cardenal Richelieu.
A poco que el espectador se adentre en las turbulentas sendas de la película, podrá apreciar las conexiones literarias (tanto las del hecho real que engendró las páginas de Huxley y Whiting, como las de la muy oportuna sentencia de Shakespeare y el dúo protagonista de los inmortales mosqueteros de Alexandre Dumas).
Sin embargo, hay más conexiones en esta alucinada y mordaz visión de la realidad que las que el cine establece con la historia y la literatura; pues estos demonios de Russell viajan en la secuencia de introducción a los oscuros y paganos antepasados del arte maldito por excelencia. Justo antes de esos elocuentes títulos de crédito que mencionaba antes, Russell orquesta unos primeros compases de esta danza impía ejecutada entre decorados fantásticos que representan lugares imposibles y rincones del universo prohibidos; elementos característicos del teatro de sombras, magos e ilusionistas que en recintos oscuros y clandestinos sentaron la base del cine como punto de inflexión e impulso definitivo de la fantasía nacida en las tinieblas.
Tras esta fantástica introducción que reclama al cine de Méliès, Segundo de Chomón o Ferdinand Zecca y con la que el rey Luis XIII (Graham Armitage) emula a Venus y desafía, irrita y excita a partes iguales a su rival y aliado Cardenal Richelieu (Christopher Logue), Russell abandona ese mundo de placeres para mostrar a las víctimas —a la par que instigadores— de los demonios; el pueblo aparece tras una elocuente imagen de la muerte, la decadencia y la corrupción de la carne, factor común de todos los humanos y privilegio de solo unos pocos que pueden utilizar el destino como modo de vida.
Si hay algo que esta confusa fantasía de Russell deja claro es que los demonios no tienen absolutamente nada de sobrenatural. En este intrincado recorrido por la agonía y el éxtasis todas las fuerzas (primero contenidas y después liberadas) son humanas. Tras los muros de la ciudad de Loudun —reinventada por el imaginario lisérgico de Russell y edificada por las extravagancias arquitectónicas del también incontenible Derek Jarman— el fuego del infierno arde exclusivamente en el interior de la mente y el cuerpo, manifestándose sobre la tierra.
Observada con atención, Los demonios rompe las barreras de la fama de artefacto visual que la visión purista y condescendiente le ha otorgado, y llega lo bastante lejos como para despertar una extraña e incómoda fascinación, incluso una especie de devoción. Y es que la fuerza narrativa de esta película no radica solo en la furia irreverente de sus imágenes; el guion y las interpretaciones son abrumadoras.
De los demonios que rigen los destinos del mundo, Russell pasa a los que disponen el orden (o el caos) interno del individuo. Para esta compleja labor recurre a dos de los Enfants Terribles de la interpretación británica de los años setenta: Vanessa Redgrave y Oliver Reed. El padre Urbain Grandier (Reed), un sacerdote apasionado y elocuente, entregado a su propia fe y las pasiones humanas, predica, seduce y práctica sexo de forma libre, despertando pasiones y odios tan humanos como el dios inventado por aquellos que apenas logran contener sus demonios.
La hermana Jeanne (Redgrave), vive encerrada con un grupo de monjas entre dos jaulas: las fabricadas de piedra blanca y aséptica —las cuales por gracia de Derek Jarman y la cruda y sombría fotografía de David Watkin, adquieren un aspecto minimalista propio de la ciencia-ficción y los delirios carcelarios de Giovanni Piranesi— y la prisión en la que sus frustraciones emocionales y sexuales cumplen condena: su deformado cuerpo.
Tras los barrotes de sus celdas (emocionales, sociales, físicas y anatómicas), Jeanne y las monjas que con ella cumplen condena se retuercen como criaturas grotescas sometidas a la agonía que siempre aguarda en vano el éxtasis, esquivo en forma de Grandier, quien protagoniza las visiones en las que Jeanne reescribe los pasajes bíblicos para transfigurarse junto al sacerdote en unos nuevos Jesucristo y María Magdalena, entregados a la pulsión de los demonios, al paroxismo del dolor y la pasión. Hay mucho más que provocación visual en esta película…
Una vez que todos los demonios han salido a escena, los factores humanos desencadenan y desarrollan el resto de vehementes y pérfidos acontecimientos que caerán sobre Grandier y sus escasos adeptos, acontecimientos propiciados por sus enemigos y, paradójicamente, por Jeanne, su mayor devota y causa de la perdición de ambos.
Las acciones de guerra y religión de Richelieu llegan ante los muros de Loudun, derribados por el avance imparable del retroceso, siempre triunfante a lomos de la bajeza cristalizada en la turba social que ahora, frustrada y envilecida, acusa a su benefactor de haber conspirado en la oscuridad con el diablo, mientras los demonios salen una vez más airosos y triunfantes de la devastación.
El fuego de la pasión y la razón palidece ante las sombras de la devoción y la destrucción, y Russell refuerza las desbordantes interpretaciones de Redgrave y Reed con secundarios que se alzan como figuras tétricas y enloquecidas dando vida a dos personajes fundamentales:
El Padre Barre (Michael Gothard), una suerte de cazador de brujas con aspecto de gurú Hippie, y la sombra terrible e implacable de los demonios: Mignon (Murray Melvin), una silueta enjuta y ladina que emite y provoca secretos confesados mediante susurros, un personaje que bien podría haberse escapado de una de las obras maestras de Dreyer, o el cine nórdico en general, acerca de la represión —de hecho no es casual en absoluto la similitud entre el tramo final de Grandier y La pasión de Juana de Arco filmada por el maestro danés—, un personaje clave en el triunfo de los demonios.
Tras un recorrido frenético y agotador para los sentidos, el espectador llega al fin de la ciudad, la razón, Grandier, Jeanne y los demonios, completamente rendido ante la belleza enrarecida de la fantasía desbordante de realidad que Russell llevó a cabo en su obra maestra definitiva.
Y es que en realidad, la verdad siempre se encuentra en la ficción, al fin y al cabo… «El infierno está vacío y todos los demonios están aquí».
Los demonios es una de las películas más fascinantes que he visto en mi vida. Esa es la fantástica realidad de un mundo hecho solo para destruirse a sí mismo.
https://www.filmin.es/pelicula/los-demonios-1971
Feliz viaje de vuelta hacia la noche. #SHADOWSRULES
David Salgado.
©24 sombras por segundo. Junio 2023.