MARCEL BLUWAL.
EL HOMBRE CATÓDICO.
El montacargas fue la primera la de las tres únicas ocasiones en que el prolífico Marcel Bluwal salió del marco de la televisión para adentrarse en la inmensidad del cine.
Su debut en 1962 con la maravillosa y olvidada pieza de cine negro —o Polar francés en este caso—, precedió a su colaboración con el gigantesco Louis de Funès en Carambolas (1963), y a su testamento el mundo del cine con El país más bello del mundo (1999). El resto de su carrera, compuesta de unos setenta títulos de diversa consideración, se desarrolló exclusivamente en la televisión.
De esas tres incursiones, El montacargas me parece no solo la mejor, sino una de las grandes bazas del cine francés de la época, por muy perjudicada que haya salido históricamente con respecto a otras obras —maestras, por supuesto—, con mucho más calado.
EL MONTACARGAS.
PERDIDOS EN LA NAVIDAD.
La película de Bluwal basa la complejidad de su eficacia en una serie de sencillas y certeras decisiones.
Partiendo de la novela homónima de Frédéric Darc —quien asumió la adaptación junto a Bluwal—, los elementos que componen la trama son clásicos y, a priori, predecibles.
Sin embargo, el engaño al que el excelente guion somete al espectador, pese a intuir por dónde transitará la historia —es un placer dejarse atrapar por los vericuetos que el breve metraje nos ofrece (la película no llega a los noventa minutos)—, no es la mejor baza de la obra. Sus puntos fuertes son el reparto, entregado a la triste resignación y la serena fatalidad; y la ambientación que, aliada con la preciosa y a ratos tenebrista y fuertemente contrastada fotografía de Andre Bac, entroncan la película con dos grandes obras maestras que, curiosamente, comparten nacionalidad con los dos países en que se produjo esta película: Francia e Italia.
Noches Blancas y Ascensor para el cadalso guardan grandes similitudes con la triste aventura navideña de Bluwal, quien obviamente, no es ni de lejos un gigante como Visconti o Malle, pero su película no recurre al plagio —ni con la italiana ni con su compatriota—, y tampoco se amilana ante dos películas de semejante calado y envergadura. Al contrario, se alimenta de la grandeza de los maestros, y logra aportar a su modesta película la suficiente impronta como para convertirla en una pieza maldita, una de esas películas condenadas a ser admiradas desde las sombras, suerte que comparte, irónicamente, con sus protagonistas.
Como en Noches blancas, hay dos protagonistas en El montacargas que deambulan por las zonas olvidadas de una ciudad.
Robert Herbin (Robert Hossein), — el maestro de la composición cinematográfica en la época de los Enfants Terribles del cine, que curiosamente, también se asociaría con Frédéric Darc para rodar en 1955 su primera pieza maestra, Les salauds vont en enfer—, y Marthe Dravet (Lea Massari), —la eterna intérprete de la aristocracia italiana durante la década del descontento, de mirada felina y voz ronca y fascinante—, se mimetizan a la perfección con este cuento de Navidad moderno en el que la tristeza vence a una pasión que, durante un breve encuentro (con permiso de David Lean, claro), parece reunir fuerzas para derrotar a un invierno que no cesa.
Herbin y Dravet deambulan por la cara triste y sombría de una ciudad de cuyo nombre nadie quiere acordarse, en la que las calles se extienden bajo luces mortecinas que no parecen albergar esperanza, y donde todo se ve sometido a un constante y acertado contraste marcado por Bluwal.
Mientras —como en aquellas Noches blancas— ambos personajes van en busca de sus respectivas esperanzas, perdidos en sus tristezas particulares y aplastados por el ambiente sucio y húmedo de una Navidad desesperada, el silencio introspectivo de los dos (marcados hábilmente por la muerte y la necesidad de amar), contrasta con el bullicio ocasional de los bajos fondos, habitados por seres peligrosos y ruidosos, siempre dispuestos a pelear contra la soledad silenciosa de Dravet y Herbin.
Finalmente, tras ese primer acto inspirado en las Noches blancas de Visconti, con marcados tintes tintes del cine navideño de Frank Capra y la literatura de Charles Dickens, Bluwal muestra nuevas cartas, y el juego deriva hacia el Noir más puro. Es entonces cuando las maneras «Hitchcockianas» aparecen en escena, y de la influencia italiana de la tristeza neorrealista, la película pasa a introducirse de lleno en la balada moderna que fue el Ascensor para el cadalso de Louis Malle.
Así, Bluwal pone en marcha su montacargas y la trama que conducirá a Hossein y Vasari hacia la perdición en su camino, en su búsqueda serena y desesperada del amor, y por qué no, de la fortuna y la felicidad que el destino siempre les ha negado, y que tal vez, en esa noche eterna de una Navidad cruel y fría como los cánones del cine negro, les sea concedida.
La trama sube y baja a bordo de ese montacargas, y Bluwal introduce en la historia varios elementos clave en forma de personajes secundarios que contribuyen notablemente a trazar este laberinto de pasiones frías y desesperadas. La aparición y desaparición misteriosa del cadáver del esposo de Marthe Dravet enreda la atracción que había surgido entre ella y el ex-convicto Herbin en su ascenso en el montacargas instalado en la vivienda de los Dravet.
Así, la repentina e intermitente presencia del cadáver del Señor Dravet (y de una desconcertante pista surgida involuntariamente de las manos de Herbin), refuerza el papel de la pequeña hija de los Dravet, Nicole (Pascale Brouillard), y provoca la aparición de Adolphe Ferry (Maurice Biraud), un entusiasta vendedor de coches americanos que, en una insólita noche de Navidad, recorre los bajos fondos en busca de algo que, a la postre, resultará ser mucho más de lo que buscaba.
El montacargas sube y baja mientras Bluwal cierra progresivamente los planos sobre los rostros cada vez más hieráticos de Hossein y Vasari, perfilando las sombras que se moverán por ese laberinto que —insisto, si bien no es el punto fuerte de la película—, si es suficiente para dejarse atrapar como espectador, mostrarse cómplice, y participar de un «Plot Twist» lo bastante arriesgado y elaborado como para evadirse durante un breve espacio de tiempo del epicentro de la mejor película de un hombre catódico, que, una vez, hizo historia del cine a la sombra.
Hay además, en el estupendo guion, hallazgos impagables de los que surgen —en base a las maravillosas interpretaciones de Vasari y Hossein—, instantes que hacen del cine el arte definitivo de la expresión. Cuando ambos personajes han de buscar una explicación para la unión de sus tristezas en su trayecto común hacia la fatalidad —justo antes de que el elemento destructor de sus esperanzas se materialice en forma de «El inspector» (Robert Dalban)—, Vasari, ante el silencio elocuente del adiós, le pregunta a Hossein: «¿Por qué has hecho todo esto?», y él, mediante un bonito juego de primeros planos, antes de que el destino se cierna sobre sus vidas, le responde: «Porque Italia es hermosa».
Lo es, en efecto, como lo es la mirada triste y endurecida de Vasari cuando se despide de la esperanza. Como lo es El montacargas, una película hermosa y magistral.
El montacargas es, pese a la sombra del olvido que la envuelve, una magnífica y bonita película en forma de cuento de Navidad.
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Feliz viaje de vuelta hacia la noche. #SHADOWSRULES
David Salgado.
©24 sombras por segundo. Diciembre 2022.