El epílogo de la soledad.

La noche del 24 de diciembre de 1626, Soledad Alfaro rompió el silencio y la oscuridad con la luz de las llamas y el sonido de sus gritos. Cercada por sus enemigos, Soledad ardió con las páginas de sus libros, que aquella noche alimentaron el fuego al que, en nombre de un dios perdido en la superstición y el miedo, sus siervos la habían condenado.

Las palabras que Soledad había vertido sobre el papel, redactaron la sentencia que aquellos jueces, tan irónicamente recelosos de su literatura, firmaron para ella.

El fuego y la voz de Soledad se unieron aquella noche, alzándose y retorciéndose como una poderosa ilusión que desafió el poder de la oscuridad y la altitud del cielo oculto tras las estrellas. Rendida al éxtasis agónico de la muerte, Soledad entregó sus cenizas y las de sus libros al viento, que irrumpió como un viajero errante desde lo más recóndito del invierno, dispuesto a llevarse con su aliento el cuerpo y las palabras que aquel tribunal de miserables condenó.

Pero algo ocurrió más allá de la voluntad del fuego. Extinguido ya su poder, la oscuridad regresó, y en secreto, oculto a los ojos de dios y su ejército, el último hilo de sangre de Soledad Alfaro surgió de sus cenizas, y como un agónico reguero de agua en el infierno, se deslizó hasta alcanzar los vestigios de sus palabras, para —como si de dos amantes amparados por la oscuridad se tratase—, unirse de nuevo.

La sangre se vertió por última vez sobre el papel, el aliento del invierno templó el vínculo y selló la que habría de ser la maldición de aquel pueblo de cobardes miserables en un retazo de papel. Como una página más de la historia que ha de enfrentarse al olvido, Soledad Alfaro —aunque nadie lo supo aquella noche—, logró sobrevivir.

Estaba escrito.

La mañana del día de Navidad de 1627, Soledad Alfaro profanó su propia tumba. Sentada en el montículo que las antiguas cenizas de su cadalso habían formado, pensó que la vida como un fantasma no sería algo a desperdiciar. Al contrario, esta renovada existencia espectral resultaría de lo más interesante. Además —reflexionó sobre los restos de su agonía—, desde aquí venceré a estos malditos puercos con mi venganza.

La tierra había desempeñado sus oscuras labores desde que Soledad no recorría sus caminos. Con ayuda de la lluvia, los restos de la hoguera ocultaron el papel en que la vida de Soledad había quedado escrita, y como todo elemento vivo, brotó de la tierra que el espectro removió al revolver la tumba sin cadáver en la que burló a la muerte y sus esbirros.

El fantasma de Soledad Alfaro recogió de entre los restos de su muerte su testamento, y como una enfermedad, avanzó implacable hacia el pueblo para obtener la victoria.
Después de todo, estaba escrito.

La mañana del día de Navidad de 1627, todos los habitantes de aquel reducto anclado en la estupidez, la crueldad y la superstición, encontraron clavada en las puertas de sus hogares una página de papel en la que una bonita, elegante y un tanto infantil caligrafía, escribió sus respectivos epitafios. Según el edicto común, todos aquellos hijos de perra compartían ese día de Navidad de 1627 como fecha de su muerte.

No fue precisamente porque aquellos cerdos supiesen leer ni su maldito nombre, la razón por la que desvelaron el secreto oculto tras el papel. Pero todo ejército necesita un general, un líder.

Así fue, en manos del escribano que irónicamente se negó a condenar a Soledad por escrito, como el pueblo conoció su destino. Ante los frustados intentos por arrancar los papeles de sus puertas, el escribano se vio obligado a recorrer todo el pueblo, informando a sus habitantes del contenido de aquellas extrañas cartas. Un contenido que, incluso sumidos en la más profunda ignorancia y superchería, no despertó demasiado su atención más allá de un leve recelo.
Sin embargo, estaba escrito.

Soledad Alfaro era un fantasma que, haciendo honor a su nombre, habría de vagar en solitario por la tierra que le sirvió de sepultura. Semejante destino requería una labor considerable. Tenía todo un pueblo que exterminar.

A lo largo de aquel día de Navidad en el que Soledad intentaba comprender los misterios más profundos de la naturaleza, cayó en la cuenta de que resultaba invisible a los ojos de quienes sí veían a dioses y santos en las colinas, pero estaban ciegos ante la muerte y la venganza. Esto impedía cualquier tipo de actividad sobrenatural tradicional —pensó con una mezcla de humor y resignación—, pues si aquellos imbéciles no podían verla, ella no podría sembrar el terror.

Semejantes reflexiones avivaron en Soledad el recuerdo de su padre.

Fue la sangre de un poeta salvaje, guerrero y huidizo la que se expandió como una maldición por las venas de su hija. Sebastián Alfaro era un hombre sabio, pero condenado por sí mismo a revelarse contra los poderes humanos, vivir huyendo y, un día, morir peleando sin la menor esperanza de victoria.

El día en el que sus destinos hubieron de separarse, Soledad no esperó a despertarse una mañana en la que su padre hubiese huido, y sencillamente, le habló.

—Debo partir, ¿tienes algún consejo que darme?

Sebastián esbozó una sonrisa que, de haberla conocido, habría inspirado todo un siglo de literatura, y desde lo más profundo de aquella mirada que parecía haberlo visto todo al menos una vez, respondió.

—Aléjate de la violencia, pero mantén cerca la espada con la que afilas la pluma. Tarde o temprano la necesitarás.

Nadie supo jamás que fue de Sebastián, pero aquella mañana de Navidad, surgido de la muerte de su hija mientras caminaba en soledad hacia su venganza, Sebastián y Soledad Alfaro saldaron sus cuentas pendientes.

Al atardecer del día de Navidad de 1627, Soledad Alfaro descendió de su tumba al mismo tiempo que el sol caminaba hacia el ocaso, coordinando sus pasos invisibles con la noche que, al fin, regresaba para derrotar a la luz. Ninguno de los habitantes de aquel pueblo maldito pudo explicar los motivos por los que el aire se volvió tangible, dificultando la respiración.

Como si se hubiese convertido en el aliento denso y letal de un mal invisible, de la muerte. Tal vez de la venganza…

Nadie lo supo jamás, a pesar de estar escrito.

Una a una, las páginas fijadas en las puertas cayeron, como segadas por la acción de un filo invisible que reclamase el tiempo de la cosecha. En su caída, uno a uno, los condenados abandonaron el mundo que conocían, sepultados por el aire del atardecer; espeso e irrespirable como el aliento del fuego que convirtió a Soledad Alfaro en un espectro guerrero y poeta, condenado a vagar. A expandir la muerte y la venganza.

Al fin y al cabo, el epílogo de la soledad estaba escrito.

Feliz viaje de vuelta hacia la noche. #SHADOWSRULES

David Salgado.

©24 sombras por segundo. 2022.

 

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