MARTIN KOOLHOVEN Y LA SOMBRA DEL CAZADOR.
Con Brimstone, el director flamenco Martin Koolhoven se adentra en la todopoderosa La noche del cazador, demostrando que todas las leyendas son viejas historias, es el tiempo lo que alimenta el mito, haciendo que la mayor parte de las veces parezcan —de tan poderosas—, intocables. Pero a veces, aparece alguien, un holandés errante tal vez, y desafía a los gigantes.
Sin embargo, ese desafío a los mitos —no solo a La noche del cazador, pues la película también bebe (y mucho) de la obra maestra de Sergio Leone, Once Upon a Time in the West—, es más un sentido homenaje que desborda amor por el cine en general y el Western en concreto, lo cual, sumado a un dominio del oficio, el tiempo y la narrativa abrumadores, y a un reparto en estado de gracia, cristaliza en una película capaz de desafiar con su calidad a los mitos, incluso a las obras maestras de las que nace.
Obviamente, Koolhoven no es Laughton, y ni mucho menos Leone, su carrera no forma parte de la historia del cine, y el reparto de Brimstone no puede medirse con el de las obras de las que proviene.
Pero, afortunadamente, esa no es su intención.
Así, del tributo nace una obra que, aunque se mueve en el peligroso terreno del, digamos, plagio, se alza como una sorprendente película con personalidad y lenguaje propios, demostrando una vez más que el cine es inagotable, y que por muchas épocas y obras irrepetibles que el mundo haya dejado atrás, siempre habrá aire fresco que respirar. Un aire —en este caso—, gélido y espectral que hace del Western una bonita balada acerca del valor y la venganza.
En Brimstone, la hija de un predicador oscuro recorre las sendas tradicionales del Western, pero lo hace a su manera, de una forma que reclama justicia para su película. Y justicia es lo que merece.
BRIMSTONE. EL ÁNGEL PÁLIDO VS EL ÁNGEL EXTERMINADOR.
La munición con la que Koolhoven carga su película es peligrosa, pero cuando dispara resulta completamente eficaz.
Esa munición resulta peligrosa porque la película se mueve demasiado cerca de terrenos reservados a los dioses; al igual que el cine de Brian de Palma debe defender que, lejos de limitarse a producir burdas copias, transforma la influencia de Hitchcock en un lenguaje propio, Brimstone rinde culto al mismo tiempo que construye su propia firma, algo que requiere, además de pericia y sensibilidad, valor.
Es el valor, precisamente, el eje sobre el que pivota la película.
Por razones obvias de ambientación y contexto histórico, todo Western —independientemente de la dirección que tome su camino—, tiene un componente religioso.
Koolhoven se sirve de este contexto para impregnar su película de miedo, locura y opresión religiosa. El invierno y el silencio, más propios del cine de otras latitudes y filosofías (C.T. Dreyer o Ingmar Bergman, salvando las distancias, claro), parecen envolver con su aliento esta producción que rompe las fronteras tradicionales del género estadounidense por excelencia.
Como si de una lectura bíblica se tratase, Brimstone se divide en capítulos que, avanzando y retrocediendo en el tiempo, narran la persecución y la lucha entre el cazador y la presa, representados en sus diferentes etapas vitales por las sorprendentes, sobrias y magníficas interpretaciones de un trío totalmente entregado a la película.
Joanna (Emilia Jones), sufre la represión y los abusos amparados en el fanatismo religioso de su padre, un personaje cuyo nombre se oculta tras el frío e impenetrable semblante de «El reverendo» (Guy Pierce), un predicador enloquecido e implacable que persigue a Joanna a través de las dos etapas de su vida narradas en la película.
La primera etapa (que forma el capítulo intermedio de la película), en la que Joanna deja atrás la infancia para entrar en la adolescencia, una etapa en la que Jones y Pierce comparten sus excelentes interpretaciones con la notable aportación de Carice van Houten, en el papel de su madre, Anna, quien también sufre el castigo infringido por el predicador.
En ese segmento intermedio de la película que narra la primera etapa vital de Joanna, Brimstone vuelca todo su peso en el ambiente represivo e insano con el que la religión —utilizada a modo de arma contra las mujeres por el predicador— impone su voluntad y desata la maldición que marcará para siempre a los protagonistas.
Anna sucumbe a la condena que supone su propia vida, y Joanna, fiel a su naturaleza salvaje y valerosa, se enfrenta al cazador con su arma más poderosa: la huída.
Esta huída supone para Joanna un enfrentamiento al lado más amargo y cruel del mundo que hay más allá del infierno en el que, a cambio de la supuesta salvación, habitó con el predicador. Un mundo en el que deberá pagar su huida mediante la prostitución, tras ser vendida por unos mercaderes ambulantes.
Allí, en el salvaje y genuino oeste americano, Joanna se reencontrará con el ángel exterminador, y tras pagar su tributo y vencerlo, huirá de nuevo hacia el inicio de la película.
La segunda etapa de la vida de Joanna, muestra, a modo de génesis bíblico en el primer capítulo de la película —tras un breve y bonito prólogo—, la implacable y oscura persecución por parte del reverendo a Liz (Dakota Fanning), una mujer muda que trabaja como matrona en un pueblo, madre de una niña, Sam (Ivy George), y casada con Eli (William Houston), padre de un hijo fruto de otro matrimonio, Matthew (Jack Hollington).
Tal y como revela el capítulo intermedio, Liz no es otra que Joanna, convertida ya en una mujer adulta y dotada con el instinto de supervivencia de la presa que, siempre con valor y determinación, se enfrenta al cazador.
Tras vencer a la muerte, el ángel exterminador regresa del abismo, marcado por el odio y la ira, como una especie de antepasado de Scarface al servicio de Dios. Regresa para enfrentarse al ángel pálido, y, como la palabra de Dios, expandir su venganza como una maldición que desatará el infierno, matará todo aquello que forma la vida actual de Liz, y culminará en los dos últimos capítulos con el duelo definitivo entre el cazador y la presa.
La narrativa de Brimstone basa gran parte de su eficacia —además de en las interpretaciones— en la estupenda fotografía de Rogier Stoffers, quien aprovecha al máximo los recursos clásicos del Western y sus exteriores, pero se transforma en algo realmente magnífico cuando se alía por completo con otra de las armas definitivas de la película: la música de Junkie XL.
Juntos, ambos elementos narrativos disparan la película hacia un tramo final en el que el calor y la luz del fuego del infierno combinan y contrastan sus fuerzas, perfilando la sombra del predicador en la nieve y el silencio que se apodera de todo. Llegado el día de la venganza, del duelo entre el ángel pálido y el ángel exterminador enviado por su dios, la visión del espectador ocupa el puesto subjetivo de la deidad, mediante una serie recurrente de planos que muestran la acción desde el cielo, como si la película siguiese los designios de un ojo invisible.
La narrativa de Brimstone es magnífica, deudora de grandes obras maestras, y ante todo, propia.
Tras la batalla entre el fuego y el invierno, el valor y la justicia que las diferentes etapas vitales de la protagonista persiguen, alcanzan el fin por medio de una acción fiel al espíritu de la película: la serenidad y el valor ante el destino inevitable.
Después, sencillamente, Brimstone vuelve a empezar. Al fin y al cabo, las grandes historias, como el propio cine, nunca terminan.
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Feliz viaje de vuelta hacia la noche. #SHADOWSRULES
David Salgado.
©24 sombras por segundo. Diciembre 2022.