CHARLES LAUGHTON.
EL HÉROE DEL TIEMPO.
En 1955, antes de que La noche del cazador cayese sobre él, Charles Laughton ya había demostrado casi todo lo que podía hacer como actor. Solo como actor.
Sin embargo, todavía no había conseguido la oportunidad que el lado oscuro del cine brinda a sólo unos pocos: dirigir una grandeza incomprendida que ha de vengarse mucho tiempo después de su creación, situándose en la cima más inalcanzable que pueda imaginarse.
La noche del cazador ha hecho suyas la venganza, la justicia y la victoria, además se ha metido el imaginario y las referencias culturales surgidas desde su nacimiento en adelante en el bolsillo.
Han sido muchos los actores que una vez consagrados, se han situado tras la cámara para ofrecer sus visiones al mundo, obteniendo en en el mismo espacio de tiempo que ocupan sus vidas, el éxito o el fracaso.
Pero el caso de Laughton es único, como única es su película y lo fue su oportunidad. Como si de una analogía del amor y odio que su protagonista llevaba inscritos en sus manos se tratase, el tiempo convirtió el odio en amor hacia su película, dando a Laughton la razón que solo tienen los héroes del tiempo.
Quien se adentra en esta noche, se enfrenta a una obra maestra.
LA NOCHE DEL CAZADOR.
EL PREDICADOR OSCURO.
En 1955, Laughton no sólo le regaló a la humanidad una de las venganzas más hermosas desde El conde de Montecristo, también construyó uno de los pilares sobre los que se sostendría la iconografía del siglo XX.
Partiendo de las páginas de Davis Grubb, y a través de las luces y sombras de Stanley Cortez —uno de los mejores directores de fotografía que veremos jamás— Laughton establece un duelo cíclico, una división en dos fuerzas que luchan a lo largo de toda la película.
Así se establece una dualidad que va más allá de esa lucha entre las manos diestra y siniestra del predicador, el combate entre el amor y el odio que muestran sus puños se refleja en dos partes bien diferenciadas de la película.
Durante el primer tramo, más sometido a la luz, pero con las intenciones ocultas en las sombras, el predicador Harry Powell (Robert Mitchum), deja indiferentes —o directamente provoca su rechazo— a los hombres, hacia los que él mismo (a pesar de los continuos pecados cometidos por aquellos que salen a su paso), también nuestra una indiferencia total.
Sin embargo, la otra cara de la moneda muestra a un Powell irresistible para las mujeres, hacia las que sí siente —a pesar de aprovechar su atractivo— un rechazo que va desde lo visceral y dogmático, hasta lo criminal.
Esta dualidad marca la película en más aspectos, pues Laughton divide las fuerzas en dos bandos; de un lado milita la desidia criminal de Powell y su puritano mundo adulto, del otro, la resistencia limpia e inocente propia de la infancia representada por Pearl y John Harper (Sally Jane Bruce y Billy Chapin), respectivamente.
A medida que avanza la película, el genio de Laughton reduce los términos del duelo entre la razón para el crimen y la imaginación al servicio de la bondad.
Mientras Powell —fiel a su filosofía— se acerca a Pearl y ataca a John, el cerco se estrecha, el verdadero carácter del predicador sale de la oscuridad a la luz, y una vez que Laughton ha invertido los términos de la película, lo que antes estaba expuesto a la luz desparece en la oscuridad, y lo que aguardaba oculto en las sombras, sale a la luz.
Desde ese momento todo se transforma en un teatro de sombras en el que las siluetas se preparan para el duelo final.
La película en general muestra exactamente lo que Laughton quiso ocultar en su tétrico cuento de hadas, vemos el bien e intuimos el mal, pero donde este duelo a la sombra brilla con más intensidad es en todo lo que ocurre entre los impagables Lillian Gish y Robert Mitchum.
La noche en la que Laughton sumió al cine obliga a jugar al cazador y la presa con las mismas cartas, ambos huyen de la luz, ambos temen lo único que puede revelar su posición, si salen de las sombras los dos fracasarán, la presa morirá y el cazador perderá su oportunidad.
Blanco y negro, así es el tablero que Laughton creó y la maravillosa fotografía de Stanley Cortez llenó de luces y sombras tras las que las piezas se mueven. A lo largo de la película, el duelo entre la luz y las tinieblas propuesto por Laughton viaja hacia su punto álgido, la noche del cazador nos impide ver, pero no oír. Hay una secuencia en la que todo esto se convierte en una maravilla irrepetible (aquí dejo un enlace): https://www.youtube.com/watch?v=8t-konY4cHE
Laughton le dice a Robert Mitchum que aúlle en la oscuridad, que se confíe y espere paciente, pues la ventaja es aparentemente suya. Al cazador le basta con acechar y esperar, la presa no verá la luz del día.
Pero sin avisar al cazador, Laughton arma a la presa, le dice a Lillian Gish que aproveche la oscuridad y juegue sus cartas. Ella también sabe aullar y esperar pacientemente, como un centinela que vela por la seguridad de las presas.
Cuando la luz irrumpe desvelando los secretos de los jugadores, el cazador se ve obligado a huir.
A partir de ese momento Laughton cambia el juego y Gish se hace con la partida, Mitchum pierde la oportunidad, el juego y finalmente el pellejo. Como si el destino de ese extraño blues que la luz y la oscuridad cantan a dúo mientras se preparan para matarse estuviese marcado por el diablo, la película irrumpe en su tramo final en el Western y el cine de terror.
Laughton se venga de la misma humanidad que tras darle la espalda se desmaya ante la tétrica belleza de la película que mejor define el origen del noir americano: el expresionismo.
Después de ver de nuevo una de las películas que sostienen el mundo, con la que yo especialmente tengo una deuda impagable en cuanto a inspiración se refiere, solo queda pedir perdón y rendirse a una evidencia que siempre estuvo ahí, entre la luz y la sombra, entre el amor y el odio de esas manos irrepetibles.
Gracias, Señor Laughton.
Feliz viaje de vuelta hacia la noche. #SHADOWSRULES
David Salgado.
©24 sombras por segundo. Noviembre 2021.
©24 sombras por segundo. Noviembre 2021.