POWELL-PRESSBURGER-CARDIFF.
TRÍO DE ASES EN TECHNICOLOR.
Narciso negro, esa flor de enigmático nombre, impregna de misterio la película del poderoso dúo británico formado por Michael Powell y Emeric Pressburger, desde el inicio mismo.
Como si el número tres padeciese algún tipo de hechizo, las tres películas que alzaron el Technicolor a su máxima expresión en manos de esta especie de Power-trío cinematográfico compuesto por ambos directores y el irrepetible director de fotografía Jack Cardiff, fueron realizadas entre 1946 y 1948 — A matter of life and death en 1946, Narciso negro en 1947 y Las zapatillas rojas en 1948— la que ocupa el lugar intermedio es la más cercana al mundo espectral de las tres.
No la mejor —me resulta imposible determinar cuál es la cima de estos gigantes, incluida la (ya sin Cardiff en la ecuación) gigantesca Los cuentos de Hoffmann— ni la más bonita (aquí mi corazón está con Las zapatillas rojas), es sencillamente, la más espiritual, incluso teniendo en cuenta el argumento de su antecesora, lo es. Sin duda.
Narciso negro es, ante todo, contradictoria con respecto a sus formas y su desarrollo. Al inicio, el aire es cálido y denso, dotado de una textura casi palpable, Cardiff muestra las intenciones de los directores de la película, transmitiendo el agobiante calor que parece flotar a la deriva en las colonias británicas de la india.
Tras esa breve presentación no exenta de un crítico mensaje hacia el imperialismo colonial y las atrocidades británicas allí donde se expandiesen, oculto tras engañosas formas sensibleras dignas de estudio, la película sufre una tétrica metamorfosis, adoptando una apariencia lúgubre e inquietante que no abandonará en ningún momento.
Cardiff mantendrá intacta la fuerza habitual con la que muestra los colores, pero los fantasmas que deambulan por la película se apoderan de su aspecto y el de sus protagonistas. Así, en una especie de vuelta de tuerca, el aire cálido que flotaba pesado como un cadáver se vuelve frío y ligero como un espectro. Pero no es esta la única contradicción de la película, el guión es una trampa, un reto para la paciencia, disposición y agudeza del espectador.
Narciso negro es mucho más de lo que parece, su aroma es profundo y doloroso, como los fantasmas vivos que arrastran sus cadenas por los pasadizos emocionales de la película.
NARCISO NEGRO.
ESPECTROS DE CARNE Y HUESO.
Sobre el papel —y ante todo vista sin la adecuada perspectiva temporal— la película parece simple en cuanto al fondo y acartonada por remilgada en las formas.
Un grupo de monjas encabezado por la siempre excepcional Deborah Kerr, es enviado por la madre superiora de su convento a un antiguo templo situado en lo alto del Himalaya. Su misión oficial será construir un colegio y un hospital, su misión tácita —en un paralelismo con la colonización hábilmente trazado— será evangelizar al pueblo a cambio de su ayuda.
Aquí encontramos la primera muestra que desmiente la docilidad de la película. Las armas de Powell y Pressburger son sutiles, adaptadas al medio de una época en la que ninguna verdad se contaba sin tapujos, pero son tan afiladas como las de cualquiera que pueda escupir sin temor. No olvidemos que estamos ante una producción británica que, en 1947, habla de la colonización cristiana, imperial y, ante todo, de la sumisión sexual y emocional de las mujeres ante dios y los hombres. He aquí la dinamita del dúo dinámico, remilgos los justos.
A partir de aquí, tras la presentación de los personajes y sus aparentes objetivos, la película explota y expande sus contrastes y su incontenible belleza sostenida en tres puntos clave: una dirección portentosa, un guion profundo e inteligente a partir de la novela de Rumer Godden y las poderosas e hipnóticas imágenes de Jack Cardiff.
Ese contraste fluye parejo al avance de la película, la ironía de los directores se plasma en el guión a cada paso. En su ascenso a la montaña, las monjas se acercan al cielo, pero curiosamente, al entrar en el ancestral templo, su dios está más lejos que nunca. Allí, en esas viejas paredes tan cercanas al reino del dios cristiano, sus siervas contemplan pinturas que ilustran escenas eróticas, vestigios de lo que fue en su día un harén.
Esas pinturas son ecos del pasado que despiertan las voces más profundas de las siervas de un dios que, por más cerca que este el cielo, más alejado se encuentra de sus espíritus, los cuales, removidos por esas voces que llevaban muertas mucho tiempo, suponen el resurgir de un fuego que ni la nieve de la montaña más alta, ni ese frío espectral que ya no abandonará la película, lograrán sofocar.
El aroma del narciso negro es sensual y profundo. Sugerente como las pasiones que inexorablemente despiertan los fantasmas que convertirán el escenario de un melodrama, en un territorio sobrenatural poblado por seres humanos.
Esa es la magia de la película. Ahí reside su verdadero poder.
Una vez alcanzado su punto de inflexión, la película adquiere velocidad, y ante todo, una fuerza descomunal basada en la fotografía de Cardiff. Rodada completamente en estudio, las perspectivas, encuadres y ángulos de la cámara son vertiginosas, sabemos en todo momento que no estamos ante una naturaleza real, y al mismo tiempo sucumbimos a su fuerza, hipnotizados ante la intensidad narrativa de unos colores que, literalmente, nos aplastan.
El guión sigue su curso, y apoyándose en la impecable dirección y las impresionantes interpretaciones del duelo que mantendrán Deborah Kerr y Kathleen Byron —amenazadas por el personaje de una genial y desconocida Jean Simmons— el deseo se vuelve tangible y la pasión que generan los recuerdos de sus vidas pasadas se alía con la presencia del —inteligente e intencionadamente estereotipado David Farrar— para desbordarse y arrasar con todo.
De la misión inicial, del dios que había llegado a través de sus siervas para instaurar el progreso y la civilización a base de dogma, sangre y colonización, no queda nada. El contraste marca de nuevo las reglas de la película, las fuerzas primitivas que habitan en el templo arrastran consigo el falso progreso de un dios que —por muy cerca que se encuentre del cielo— no juega en casa.
El viento que no cesa se cuela por las rendijas del templo como la sangre brota de las heridas, mueve las llamas de las velas y aviva en todo momento el fuego oculto bajo los hábitos de las monjas que ondulan sin cesar.
Pero eso no es todo, ese viento grita. Muy lejos, en la distancia y el tiempo, grita viejos lamentos y deseos con una voz débil, pero inagotable.
Sin absolutamente ningún elemento sobrenatural, los monstruos irrumpen en la película, transformando —especialmente en el personaje de Kathleen Byron— las hijas de dios en demonios con rostros enmarcados en los cada vez más cerrados cuadros del cine pintado de Cardiff, Powell y Pressburger.
Mientras tanto, allí fuera, en esa naturaleza poderosamente artificial, el frío del infierno se mezcla con los colores del ocaso que anuncia la noche y sus secretos más profundos.
Hay, precisamente en este sentido, una singular anticipación narrativa que eleva —aun más si cabe— el mérito de la película. Conforme las pasiones crecen y los fantasmas se asientan en cada una de las monjas, asistimos a un parecido asombroso entre esta película y las futuras obsesiones que Hitchcock mostrará en la todopoderosa Vértigo, y es que —sin establecer comparaciones de ningún tipo— el dúo británico no desmerece en nada con respecto a ningún genio, pues aquí, de genios hablamos.
Con el fuego fuera de control, la película avanza imparable hacia un final hermoso, tétrico y —como los deseos que devuelven a las monjas a los días de sus fantasmas pasados— secreto. Pues, aunque lo conozca, mantendré oculto el final de este cuento de fantasmas protagonizado exclusivamente por pasiones humanas prisioneras de un dios que, en el mejor de los casos, las olvidó.
Ese es el verdadero espíritu de la película.
Feliz viaje de vuelta hacia la noche. #SHADOWSRULES
https://www.filmin.es/pelicula/narciso-negro
David Salgado.
©24 sombras por segundo. Septiembre 2021.