JOHN GILLING. HAMMER IN & OUT.
John Gilling -tanto en The flesh and the fiends– como en el resto de sus películas, fue dos cosas: un gran director y un tipo británico afín a la Hammer y la serie B en general hasta la médula.
También es uno de los cuatro pilares sobre los que el género a este lado del Atlántico se sustenta: Terence Fisher, Roy Ward Baker, Freddie Francis y John Gilling son -tanto dentro como fuera de la Hammer, por libre o en la otra gran productora británica de los horrores, la muy noble casa Amicus– las cimas de los dos períodos de esplendor del género: de 1956 a 1967 primero y de 1967 a 1974 después, el terror debe su fuerza vital y supervivencia a estos nombres.
Pero eso no significa que su camino, su legado y especialmente su memoria, estén todo lo ligados que deberían a la grandeza del terror británico de la segunda mitad del siglo pasado.
The flesh and the fiends, es posiblemente su mejor película, y como buena genialidad, ofrece una interesante contradicción, pues nos encontramos con uno de los títulos más representativos del modelo hammeriano, que, simultáneamente se opone a los cánones de la reina madre de los horrores.
Y es que Gilling escupe con toda la fuerza del demonio contra la carne que se asa en el imperio.
Veamos dónde empezó todo esto.
La película con la que Gilling abrió la década de los sesenta, se enmarca como decía, en los preceptos de la Hammer, pero ni es una producción de la firma británica, ni su vehemencia en el retrato de la sociedad victoriana se ajusta a la sutileza hammeriana a la hora de mostrar las sombras del imperio.
Tanto en su origen como en su intención, la película se mueve fuera de los designios de la reina del terror imperial. Pero aun fuera de la casa materna, Gilling firmó su película de la mano de dos productores con una gran visión y talento cinematográfico.
Robert S. Baker y Monty Berman crearon en 1948 su sello Tempean Films -para el que el propio Gilling dirigió en 1952 la película The Voice of Merrill– después, bajo la misma firma, pero sin Gilling a los mandos, la modesta compañía de Baker y Berman llevó a cabo en pleno apogeo de la Hammer y el renacido cine de terror, las nada desdeñables Blood of the Vampire y Jack the Ripper, en 1958 y 1959, respectivamente.
Así, la modesta productora que a la postre habría de ser la responsable de la mítica serie de televisión, El santo, cerró la década en la que el terror abrió de nuevo los ojos del mundo, para entrar en la nueva era por una puerta que resultó ser tan ajena a la nueva reina del terror, como grande y decisiva para el género, la propia Hammer y sus magníficas y futuras alianzas con John Gilling en películas tan notables como The Shadow of the Cat, The Plague of the Zombies, The Reptile y The Mummy’s Shroud, realizadas entre 1961 y 1967, época en la que la Hammer consolidó su reinado por méritos propios.
Pero volvamos al origen de la extraña relación de Gilling y su película para la Tempean Films -también conocida por Triad Productions– con el universo de la todopoderosa Hammer.
THE FLESH AND THE FIENDS.
LA REINA MADRE AL DESNUDO.
Los primeros compases de la película de Gilling traen la contradicción bajo el brazo, pues nos sumergen en un ambiente tan clásico como hermoso y atractivo gracias a la estupenda fotografía del también productor de la criatura, Monty Berman.
Bruma, ambiente denso y húmedo plasmados en un bonito y elegante decorado heredado de las formas de los monstruos de la Universal, pero sobre esas formas clásicas, leemos una inusual y vanguardista advertencia: “esta es la historia de hombres perdidos y de almas perdidas. Es una historia de inmoralidad y asesinato. No le pedimos perdón a los muertos. Todo es verdad.”
Estas sacrílegas y en cierto modo arrogantes e innovadoras palabras nos conducen a un cementerio en el que de nuevo se imponen las formas clásicas del terror decimonónico.
Dos sombras vagan por un cementerio oscuro y envuelto en una niebla densa, la tierra y el aire que se respira son húmedos, pero de pronto, sin haber visto todavía el rostro de esos fantasmas vivos a la deriva por la tierra de los muertos, un gesto vuela el clasicismo por los aires.
La cámara nos guía hacia la cruz que encabeza una de las tumbas, y uno de esos todavía misteriosos personajes, le da una patada. El primer golpe de Gilling a la reina madre retiene nuestra atención. Las formas clásicas lo acercan al nuevo reinado del terror hammeriano, el fondo desde el que se alzará para atacar, lo aleja.
Gilling está dentro y se mantiene fuera.
Los créditos irrumpen al compás de la música de Stanley Black, trasladándonos de nuevo al ambiente propio de los Frankenstein de James Whale, una línea que la película parece mantener en la presentación del Doctor Knox, un personaje aparentemente extraído de los moldes del mad doctor, perfectamente adaptado en teoría a las británicas y siempre maravillosas interpretaciones de Peter Cushing.
Pero esta película es una trampa.
Hay algo que flota en la película de Gilling desde el primer momento -irreverencias y advertencias sacrílegas aparte- algo que nos desvía levemente del camino clásico que parece adoptar. Ese algo es terrorífico, pero no sobrenatural, lo es precisamente por humano.
Está ahí, desde el cementerio que revela las formas humanas robando un cadáver, está ahí desde que la sombra de la novela del impagable R.L. Stevenson, El ladrón de cadáveres y la adaptación que en 1945 el no menos gigantesco Robert Wise llevó a cabo, planea sobre la película.
Pero a esas alturas de la visión de Gilling, esto es solo un esbozo, una atractiva sensación. Algo que en principio no aleja la película de los mandatos de una Hammer, a la que demostrará engrandecer desde el género, pero de la que, efectivamente, se alejará irremediablemente.
Tras la presentación de la situación y los personajes, Gilling retira el velo y descubre sus intenciones sin pausa ni sutileza. Una vez que hemos visto al personaje de Cushing desempeñar sus protocolarios y victorianos modos, la película adquiere velocidad y una terrible fuerza nacida de la realidad.
Cushing, mediante su magnífica y convenientemente camuflada interpretación tras un guión hábil e inteligente, sale a campo abierto, y conforme los personajes que harán de esta película una obra de terror visceral e irreverente van irrumpiendo en la trama, el Doctor Knox muestra su naturaleza y sus verdaderos objetivos.
No se trata de un desafío a dios como en Frankenstein, ni de un mad doctor como en Jekyll y Hyde, que desciende al infierno en busca del monstruo que podría ser.
Gilling reduce las motivaciones de Cushing a un pragmático afán por el avance de la ciencia, de un maquiavélico fin sin querer saber cuáles son los medios. Mejorar la vida sirviéndose de la muerte, tanto para sus pacientes, como para el otro mito de las miserias humanas en que se basa -ahora ya abiertamente- la película: Burke y Hare, los ladrones de cadáveres que, interpretados de forma magistral por Donald Pleasence y George Rose, forman una conveniente y tétrica sociedad que opera bajo los iluminados y decentes salones victorianos.
Sin dios participando en la partida, solo crimen, progreso y una tercera fuerza que vuela la película y las encorsetadas mentiras acerca de la impoluta sociedad británica por los aires: la arrolladora y magnífica Billie Whitelaw.
Ese tercer elemento en que Gilling se basa para mostrar los horrores de la realidad victoriana, supone además de una radiografía de lo que ocurría en las sucias, húmedas y asoladas por el hambre, la enfermedad y la crueldad surgida de la maldad y la desesperación, calles de la reina madre, el golpe definitivo en cuanto a la anticipación, a un lenguaje salvaje que -si bien la Hammer acabaría adoptando más de una década después en la maravillosa Dr. Jekyll and sister Hyde– en aquel 1960, resultaba todavía inconcebible para las clásicas formas del terror sobrenatural y elegante de la Hammer.
Gilling, mediante el afán enfermizo de Cushing, la ambición y miserable crueldad de Pleasence y Rose y la salvaje y desenfrenada tristeza con la que Billie Whitelaw entrega su carne a los demonios -los desnudos que Gilling muestra abiertamente son un adelanto considerable en la línea temporal del género- forman una irreverente, anticipada y vanguardista película del mayor terror imaginable.
El que puede causar el ser humano en su propio entorno sin inmutarse.
Ese terror que la película hace tangible mediante el aliento viciado de un monstruo que no es más que la realidad. Las calles oscuras y frías por las que deambulan los cadáveres vivos de la película, son -siguiendo la contradictoria naturaleza de la película- armas con las que los personajes se matan, en lugar de refugios donde vivir.
The flesh and the fiends no es solo la puerta de entrada por la que Gilling se alejó de la Hammer que habría de acogerlo, es un todo maestro compuesto -como Frankenstein o esos cadáveres condenados a servir a una humanidad que los olvidó en vida- por una miscelánea de influencias maravillosas y clásicas que forman la vanguardia -hoy ya clásica aunque siempre vigente- del cine de terror.
Una miscelánea que se sirve incluso de la inmortal novela de Víctor Hugo, Nuestra señora de París, reflejada brevemente en la relación entre el personaje de Billie Whitelaw como una metafórica Esmeralda y el desgraciado del pueblo del que todos se burlan, como un nuevo Quasimodo.
Al fin y al cabo, la carne con la que alimentar a los demonios es el paradigma del terror. Un terror que se alimenta de este cuento acerca de la verdad.
Feliz viaje de vuelta hacia la noche. #SHADOWSRULES
https://www.filmin.es/pelicula/la-carne-y-el-demonio
David Salgado.
©24 sombras por segundo. Octubre 2021.