JACK CLAYTON.
LA INOCENCIA LETAL.
The Innocents no fue la única película con la que Jack Clayton utilizó la inocencia infantil —tanto la que se protege como la que se pierde— como arma arrojadiza en su cine.
Clayton abrió la década de los sesenta con la película que voló el terror y su narrativa por los aires, y llegó al ocaso de aquellos años en los que el descontento era el idioma principal del cine con otra inquietante y estupenda película: Our Mother’s House, en la que la unión infantil hace la fuerza.
Pero de eso, hablaremos otro día.
Resulta llamativo como durante la era de esplendor de la que sin duda fue la reina del cine británico de terror —la Hammer y su primer ministro, Amicus— hubo dos tipos con sus dos respectivas películas, que, jugando con las reglas clásicas y elevando el género a lo más alto, se quedaron con su vanguardia totalmente al margen de los cánones. John Gilling con su maravillosa The Flesh and the Fiends, y Jack Clayton con su irrepetible obra maestra, The Innocents.
Totalmente ajeno a los mandatos «hammerianos» y con un camino trazado por él mismo, Clayton se armó irónicamente de uno de los mejores directores de fotografía que ha dado este invento, amén del director de algunos de los mejores títulos de la productora Amicus. El excelente, hermoso y preciso trabajo de Freddie Francis disparó la bala visual con la que esta película nos vuela la cabeza a todos.
Y es que, si bien el poder de The Innocents reside en su narrativa y en la dirección por parte de Clayton de lo que resultó ser un reparto que bien podría suponer el paradigma de la interpretación, el trabajo de Francis puesto al servicio de la causa, rompe absolutamente todos los moldes.
Esa sutil habilidad narrativa, sumada a esos paradigmas de la interpretación, otorgan a la película su irreductible grandeza. Pasen años, siglos o milenios, lo que Clayton hizo aquí es demoledor.
Es, además, una de las madres de la palabra casting.
Deborah Kerr, Martin Stephens y Pamela Franklin, en las pieles de Miss Giddens, Miles y Flora, los protagonistas de este tétrico y ambiguo triángulo amoroso de ultratumba, suponen la cima del oficio, pero no están solos.
Las excelentes aportaciones de Michael Redgrave, Peter Wyngarde, Clytie Jessop y Megs Jenkins, dan forma a los otros pilares de la historia: el tío de los niños, Quint, Miss Jessel y Mrs. Grose.
Todos son piezas fundamentales de la película, que —además de asumir el enorme reto que supone amoldar a Henry James al cine— alcanzó desde una premisa, aparentemente sencilla por clásica, la cima no ya de la vanguardia del terror que resurgía en aquellos días, sino del cine en general.
The Innocents es —vista desde el ángulo que sea— una obra maestra incontestable.
Veamos sus motivos.
THE INNOCENTS.
EL SUEÑO DE LA RAZÓN.
SER Y NO SER, TODO VALE, AL PARECER…
Clayton ofrece desde el primer momento un doble juego que refuerza la inquietante ambigüedad que se desatará y llevará la película donde nadie ha vuelto a llegar jamás.
Así, encontramos esta serie de contradicciones: De un lado, del lado clásico, vemos a Miss Giddens (Deborah Kerr), una institutriz cortada por el patrón tradicional y encorsetado de la alta sociedad victoriana.
Para conseguir su nuevo empleo debe entrevistarse con el tío de dos niños huérfanos (Michael Redgrave), Miles (Martin Stephens) y Flora (Pamela Franklin), a los que deberá cuidar en una enorme y solitaria mansión alejada de la vida social en la viven solos con el ama de llaves, Mrs. Grose (Megs Jenkins).
La única condición para obtener el trabajo es que el familiar de los niños debe permanecer al margen de lo que ocurra allí, sencillamente, esos niños no son su responsabilidad.
Huérfanos abandonados, familiar adinerado y vividor, mansión solitaria y alejada, institutriz y ama de llaves… el aroma clásico de la más ceñida a las normas de las producciones británicas imaginable impregna el planteamiento inicial.
Pero estamos ante la unión entre Henry James y el cine de Jack Clayton, a la reina madre le temblarán los palos del imperio…
En la entrevista inicial entre el aristócrata que tiene a los niños prisioneros en su ostentosa celda gigante en forma de mansión campestre, y la recatada y sometida a la costumbre y el silencio Miss Giddens, Clayton rompe el molde con un pequeño gesto aparentemente insignificante, pero desbordante de anticipada intención.
«¿Tiene usted imaginación?», le pregunta el tío de los niños a la institutriz.
Esta pregunta cae sobre el espectador como una advertencia por parte del desapegado familiar, pues con ella pretende defenderse acusando a su entrevistada cuando le achaque su conducta.
El personaje de Redgrave —y el espectador— esperan una respuesta negativa por parte de la institutriz, porque es lo que cualquiera esperaría de una mujer sometida a su condición y su época.
Cuando ella diga no, él podrá decirle que por eso no comprende su liberal forma de vida, porque no tiene imaginación.
Pero ella dice sí.
Clayton rompe la baraja, hace del guion de la película un milagro desde el primer momento. Con su respuesta afirmativa, Miss Giddens evidencia dos cosas:
Clayton utiliza el cine para trasladar las letras de Henry James a su cine, el personaje de Deborah Kerr recoge el testigo de los retratos que C.T. Dreyer hizo de la mujer sometida a los dictados y costumbres salvajes del hombre, retratadas en varias de sus obras maestras, pero especialmente en Dies irae, una de las más grandes muestras no ya del cine, sino de cualquier forma de expresión.
Dreyer utilizó en su película la fe como herramienta, como una forma de imaginación para luchar contra la religión y sus costumbres salvajes y sucias; Clayton invoca el espíritu del danés y con él posee su película británica.
Esa respuesta afirmativa de Miss Giddens, esa defensa de su derecho a tener imaginación y deseos, ese grito de libertad que lanza ya en los albores de la película, sirve de puente entre las brujas de Dreyer y las de Clayton, y manifiesta claramente cual es el camino de The Innocents.
La psicología, el deseo y el terror desatado, libre para expresarse en un mundo de sombras y elocuente ambigüedad.
El sueño de la razón contra los monstruos de la represión. El grito desgarrador de los inocentes abrazados en la profundidad de una noche que no acaba, libres para amarse, libres para ser lo que son, lo que pretenden ser.
Pero no será tan sencillo.
Henry James y Jack Clayton son dos ilusionistas, inteligentes y con la suficiente dosis de crueldad como para no poner las cosas tan fáciles.
Al mismo tiempo, The Innocents es lo que parece, no es lo que parece, es todo lo que no parece, podría ser todo lo que parece, podría no ser todo lo que parece, podría ser solo un sueño, o podría ser todo lo que el sueño puede ofrecer.
Aquí todos los caminos conducen al fin: la libertad. Pero la cuestión es, ¿quién es quien?, y, ¿a quién creemos?
Aunque no lo parece, el genio incontenible de James y Clayton despliega este universo infinito de incógnitas y posibilidades nada más empezar, donde una secuencia de presentación es, como vemos si nos detenemos a observar, mucho más de lo que parece.
Esto para abrir fuego, una vez que Miss Giddens deja claro que sí tiene imaginación, y que Clayton pone de manifiesto que el espíritu atormentado y sometido de la institutriz por la represora religión de su padre, proviene de los días de furia de Dreyer, llegamos a la mansión, y el verdadero reino de las infinitas posibilidades de Henry James se expande ante nosotros mediante el otro pilar sobre el que se sostiene la película: el lenguaje cinematográfico.
Hay cuatro claves sobre las que The Innocents se sostiene para ser una de las mejores obras maestras que veremos jamás: el guion, las interpretaciones —con el trabajo de dirección que implican— la fotografía de Freddie Francis y una de las puestas en escena más rica en detalles y con un dominio de la narrativa visual que he visto jamás.
La fascinación y el terror que la ambigua condición de los personajes provoca en el espectador, es por sí sola muy poderosa, pero no juega sola.
La ambientación —de la que la obra maestra de Robert Wise, The Haunting, es complementaria y tremendamente deudora—, la narrativa infinita que la cámara muestra en cada secuencia mediante esos planos abiertos con el rostro de alguno de los protagonistas en primer término, los tétricos claroscuros que envuelven el fantasma vivo de Deborah Kerr en su deriva constante por el laberinto pasional que es la película, la interpretación del trío amoroso compuesto a este lado del mundo por los niños y su —ahora ya— ángel protector, el amor que sienten y necesitan unos por otros diluido en el deseo incontenible que ni la muerte ha conseguido apaciguar, un deseo que rompe las barreras entre la razón y los sueños, que dobla la identidad de los niños y eleva al infinito las posibilidades de la película, son algo completamente irrepetible.
Todo lo que vemos y podemos llegar a ver en la película de las infinitas respuestas, es válido. Todo lo que Clayton muestra, es genial y arrebatador.
Aquí todos pueden ser cualquiera, así, la transformación de Miss Giddens en la difunta Miss Jessel comienza por un sutil cambio de vestuario.
Conforme los espíritus se liberan y las visiones de Miss Giddens se hacen más patentes, sus vestidos blancos y puros que flotan dejando la misma estela que la luz de las velas —otro de los milagros de la película— desaparecen dejando lugar al negro, a la sombra de Miss Jessel que posee el aspecto de Miss Giddens en la forma.
Al mismo tiempo, en el fondo, Jessel también posee a Giddens, liberando su reprimido deseo, excitando la imaginación que sí tiene —tal y como advirtió al inicio de la película— dando paso a Quint, cuyo espectro se liberó de una de las estatuas de los jardines y traspasó la ventana y la voluntad de Miss Giddens, en otro de los numerosos milagros de la película (lo de sus ojos reteniendo el brillo en las sombras es para morir de gratitud como espectador), dando paso, decía, a Quint, que en su retorno obtiene un doble triunfo, pues se reúne de nuevo con Miss Jessel y al mismo tiempo somete a Miss Giddens, condenándola a dar rienda suelta a sus deseos.
Pero eso no es todo, Clayton juega a cuatro bandas.
La imaginación de Miss Giddens y su necesidad de dar y recibir amor son el hilo conductor de este laberinto de lecturas infinitas. Esos son los dos factores determinantes con los que Clayton arma esta película única: el amor y la imaginación.
Decía que aquí se juega a cuatro bandas, y así es.
Por un lado, tenemos la posesión de Miss Jessel a Miss Giddens, la cual reprueba desde su sometida voluntad victoriana la conducta abiertamente sexual de Quint y Jessel ante los inocentes ojos de los niños, Miles y Flora.
La reprueba, pero al mismo tiempo admite la posesión que implica la relación con Quint por la liberación que implica.
Por otro lado, tenemos la evidente posesión de Quint y Jessel a Miles y Flora, por lo que la ambigua relación entre Miles-Quint y Giddens-Jessel se hace cada vez más patente, tanto que cuando Miss Giddens camina por las sendas de su imaginación —es decir, cuando sueña— es libre para dejar que Miles-Quint libere los deseos que todos reprimen, unos por por estar muertos en vida, otros por estar simplemente muertos.
Como podemos ver, las posibilidades de este laberinto en forma de universo onírico-sexual, son infinitas. Pero todavía queda un planteamiento, una posible explicación que Clayton y James ofrecen, pero que al mismo tiempo —fiel a la ambigüedad— Clayton rechaza.
Veamos…
Miss Giddens tiene imaginación, Miles, Flora y Mrs. Grose son conscientes de su propia existencia y de la existencia pasada de Quint y Miss Jessel. Miss Giddens ve a Quint y Miss Jessel, e inicia su transformación y relación con ellos.
Miles, Flora y Mrs. Grose no ven nada, o no quieren ver.
Durante esta etapa, Clayton ejerce la maestría cinematográfica mostrando solo a Giddens, Quint y Jessel en plano. En sus encuentros, en lo que parecen ser las visiones de Giddens, ni los niños ni el ama de llaves aparecen, solo Giddens, su imaginación y su liberación sexual. Obviamente, la reprimida imaginación de Giddens desata su deseo y ve lo que quiere ver.
Obviamente…? No. Aquí, lo que es, es. Y lo que no es, ¿es…?
A medida que Giddens intensifica su relación con Quint y Jessel y se da cuenta de que los niños están poseídos por los fantasmas de la antigua pareja, las visiones siembran de nuevo la duda, abriendo un nuevo mundo de posibilidades.
Clayton vuela la seguridad del espectador por los aires con otra vuelta de tuerca, Giddens ve a Jessel, pero está vez no están solas. Ahora el espectador puede ver en plano a Giddens y Jessel observándose, y al mismo tiempo, en el mismo lugar, a Flora y Miss Grose como testigos en campo abierto de la realidad, o de la imaginación de Giddens.
Clayton nos da más opciones, ¿Jessel y Quint son cosa de Miss Giddens?, ¿Flora, Miles y Mrs. Grose ven y callan?, ¿callan porque no ven?, ¿Miles y Flora se mantenían al margen de los asuntos entre Quint y Jessel?, ¿Miles y Flora tenían sus propios asuntos?, ¿Miles y Flora existen realmente en tiempo real?, ¿la entrevista y el puesto que Miss Giddens consigue y después ejerce existen?, ¿no existen y son una más de las vías de escape de su «imaginación»?
The Innocents plantea todas las cuestiones que podamos imaginar y no responde a ninguna, porque todo es, y no es.
Tal vez sí, o tal vez no, ¿quién sabe?
Lo que sí sabemos a ciencia cierta, es que The Innocents es una de las películas más grandes que veremos jamás. Algo que surge de Otra vuelta de tuerca de Henry James, y cae en manos de Truman Capote para acabar en el cine de Jack Clayton, solo puede ser una obra maestra incontestable.
Sea lo qué sea lo que nos muestre.
Al fin y al cabo, la imaginación y el amor que deambulan entre las sombras de la razón no tienen límites.
Feliz viaje de vuelta hacia la noche. #SHADOWSRULES
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David Salgado.
©24 sombras por segundo. Octubre 2021.