EL ÚLTIMO.
EL CINE, POR F.W. MURNAU.
El último, un drama tan próximo al realismo como al universo fantástico omnipresente en el cine de F.W, Murnau, un cineasta gigantesco y literalmente insuperable, es una de las mejores películas que se realizarán jamás.
Puede que al espectador del 2024, un siglo después de este y otros portentos cinematográficos realizados en aquella década colosal de los años veinte, le sorprenda saber que las vanguardias que llevaron al cine a lo más alto no solo abrieron el camino para los futuros mitos del cine, sino que tras más de cien años de vida mantienen su valor intacto. Sencillamente, nada puede debilitar el cine de los tipos que inventaron las películas.
El último es un caso especialmente insólito, puesto que se aleja de algunos de los preceptos bajo los que se hacía el cine de aquellos días en Alemania en concreto y en gran parte en general. No encontraremos aquí un metraje de dimensiones colosales propias de la épica de Los nibelungos (Fritz Lang, 1924) o las inmensas crónicas sociales que Abel Gance o Eric von Stroheim plasmaron en La rueda y Avaricia, respectivamente. Tampoco hay elementos —más allá de compartir época y ciertos recursos estéticos y narrativos cercanos al estilo— que liguen la película al expresionismo alemán, aunque es habitual verla incluida en este movimiento.
De hecho, la película nació como un proyecto para Lupu Pick, un excelente artista ligado al cine y el teatro en diferentes disciplinas, que, si bien estuvo ligado al expresionismo, como director supuso uno de los principales representantes del Kammerspielfilm, una disciplina heredada de Max Reinhardt (quien también contrapuso sus ideas fundacionales expresionistas con este movimiento) centrada en dramas atemporales y universales, en los conflictos internos de los personajes —habitualmente un solo individuo— y en las vidas y circunstancias sociales de las clases bajas.
Pero en El último se dio una especie de conjunción de talentos cinematográficos sobrenaturales; así, el productor Erich Pommer —además de asumir el diseño de producción—puso el guion en manos de Carl Mayer, la fotografía en manos de Karl Freund y los mandos de la película a cargo de Murnau. No es que fuese imposible fallar, es que lo que se gestó en la producción de esta película fue el cine en sí mismo, con su esencia elevada a la máxima potencia.
El último es, en efecto, una película sencilla que cien años después se mantiene como estandarte del mejor cine del mundo, de ese cine hecho e inventado por Murnau.
DE HUMANOS, OLIMPOS E INFRAMUNDOS.
Hay en El último una puerta que —como el mundo— gira sin cesar. Esa puerta separa el interior de un lujoso hotel del exterior de una ciudad estimulada por el movimiento constante de los vehículos y el brillo implacable de las luces publicitarias. La lluvia también cae sin cesar, pero a nadie le importa porque apostado entre el interior y el exterior hay un coloso, un portero sin nombre de corpulencia y rostro hercúleos protegido por un chubasquero y armado con un paraguas con el que resguarda de la lluvia el breve tramo entre los vehículos y la puerta giratoria, un pequeño sendero que recorren los afortunados clientes del hotel.
La escena es cotidiana y en teoría anodina, pero Murnau, con su infinito talento para la fantasía, convierte una escena realista y rutinaria en una secuencia desbordante de narrativa y con no pocos matices extraordinarios.
El portero —esa suerte de coloso bajo la lluvia— no es otro que Emil Jannings, uno de los referentes de la interpretación durante la era del cine mudo en general, y concretamente del cine alemán, una de las puntas de lanza del las vanguardias cinematográficas de los años veinte. Jannings desempeña una labor sencilla y rutinaria, pero Murnau reviste el costumbrismo de la secuencia y la película en general con un elemento que, sin dejar de ser algo intrascendente en realidad, adquiere un poder fantástico sobre el que la película no solo se sustenta, sino que se eleva a lo más alto.
El elegante y vistoso uniforme del portero aporta la identidad al personaje —muy acertadamente desprovisto de nombre—, pero no se trata de una identidad convencional. La prenda parece actuar simultáneamente a modo de refugio y estímulo, pues la fuerza física y el rango social del individuo parecen adquirir nuevas dimensiones ante ese mundo que, anclado en el mismo punto, no deja de moverse.
Así, el portero se resguarda de la lluvia y su realidad social tras el uniforme, y éste parece ganar presencia y envergadura cuando viste al portero, quien a su vez ejerce como una especie de Atlas, de coloso que sostiene el peso del mundo, cuyo contenido se mueve en los pesados equipajes del los clientes del hotel, que observan al coloso con una mezcla de complacencia y fascinación. De la mera realidad, Murnau obtiene una suerte de fantasía protagonizada por humanos y una pequeña representación del Olimpo.
Al final de la jornada, cuando el coloso se retira, el pacto entre el uniforme y el humano no se interrumpe. Ambos mantienen su alianza para mayor asombro y admiración de los habitantes del modesto barrio donde reside el portero, que no abandona su indumentaria, lo cual le otorga un aspecto y categoría marcial a la par que benefactora del lugar y su idiosincrasia. El portero, amparado por su uniforme es allí, en esa parte olvidada del mundo en la que el movimiento parece ralentizarse, una especie de juez sabio y benefactor que alivia las cargas de sus vecinos y asciende a ojos del inframundo y sus devotos habitantes.
Pero ese no es, ni remotamente, todo el poder con el que el autor multiplica las posibilidades del cine.
El último no limita su movimiento al constante ir y venir del mundo y la puerta giratoria que separa el sueño de la realidad, Murnau forjó una alianza con Karl Freund, un tipo que entregó su vida al servicio del cine, y que en esta película tan sencilla como descomunal dotó a la cámara con ese movimiento. En la cima de la era del cine mudo, Murnau renunció a comunicarse con intertítulos y apostó toda su narrativa a dos cartas: la interpretación de Jannings y la cámara en movimiento de Freund, y con esos dos elementos logró una elocuencia plena y fascinante.
Murnau, de nuevo, había inventado las películas.
Sin embargo, como en toda obra costumbrista que se precie —y especialmente en una con tintes fantásticos como esta— la tragedia aguarda su turno…
Como a menudo suele ocurrir en la vida real, la fatalidad rehuye la rutina y su estructura basada en la predicción. Murnau y el sensacional guion de Carl Mayer ponen en juego el azar, y la parte humana del envejecido coloso se desvela ante los ojos del nuevo mundo. Por un momento, el viejo portero necesita reponerse del cansancio y la lluvia, y en ese momento de humana debilidad, la implacable mentalidad humana que solo persigue el beneficio maquinal interviene.
Un joven directivo del hotel sorprende al portero en su momento de debilidad y lo sentencia a ser expulsado del Olimpo. El mundo se mueve, la puerta del hotel sigue girando y el viejo dios ha de ser sustituido. El portero pierde su uniforme y con él su fuerza, su apariencia colosal se convierte en una figura débil y encorvada, el coloso es ahora un anciano que ha sido condenado a un nuevo puesto en los sótanos del hotel y que ha de volver a su barrio para enfrentarse a las miradas de sus vecinos —siempre ávidas del infortunio ajeno— sin el escudo que el uniforme suponía para su vanidad.
Así, su antiguo camino entre el Olimpo y la tierra llana se ha convertido de pronto en un escarpado sendero entre dos puntos del inframundo. El coloso es ahora un simple ser humano, y el uniforme, perdido el lustre que le otorgaba su antigua alianza, parece desvanecerse en un armario.
Murnau pone en escena la suerte del desdichado y sobredimensiona el cine y la tragedia con un pacto mutuo. El último es una historia dramática sustentada en la realidad, en ese sentido sigue la misma línea —aunque con una dimensiones físicas mucho menores— que su contemporánea Avaricia, pero es imprescindible resaltar el componente fantástico que Murnau añade a la película en su tramo intermedio que recorre el tortuoso camino entre la prodigiosa obertura y el polémico final añadido que el autor supo paliar con maestría.
Tras separar al portero del uniforme, el dramático rigor del mundo real cae sobre sus hombros, vencidos por su fuerza perdida y el poder de la maldad. El protagonista intenta ocultar su nueva condición, y desesperado ante la posibilidad de exponerse si su uniforma, actúa como un sencillo y moderno Prometeo, robando el fuego de los dioses, en este caso un uniforme que en realidad solo sirve a sus vanidosas fantasías.
Los días del coloso entre las luces de la ciudad han pasado, pero Murnau traza un camino tenebroso en el que el portero cae de lleno en un delirio fantástico. En su nuevo recorrido sopla un viento poderoso que aporta una renovada imagen heroica y trágica al antiguo gigante, ahora acosado por edificios con formas y perspectivas imposibles que parecen caer sobre su cabeza —en este sentido la película sí se aproxima sensiblemente al Expresionismo—, una pesadilla que se transforma y culmina el sueño del portero, ahora rodeado de testigos que admiran la fuerzan con la que maneja sus pesados equipajes.
Pero la fantasía no puede ser eterna, la tragedia mundana ha de vencer, y Murnau interrumpe el sueño. Tras robar el uniforme, el pretendido Prometeo ha de pagar por un fuego que no le pertenece. Sus vecinos descubren su nuevo lugar en el inframundo y, de nuevo mediante el portentoso movimiento de la cámara de Freund, Murnau eleva la narrativa a la cima desde el subsuelo en el que ahora se oculta el viejo héroe.
La película regresa a la realidad —sin renunciar a su halo tenebroso—, el portero devuelve el uniforme a un vigilante nocturno (una suerte de Caronte al que el viejo gigante paga su viaje), y en la penumbra de los sótanos del hotel, la silueta sombría y abatida del viejo coloso se consume para siempre.
Esa debería haber sido la última ilusión óptica con la que Murnau hechizó mediante el cine la historia real de El último, pero el cine es un negocio en el mundo real, y ese mundo exigió un pago. El mundo y la puerta del hotel giraron una vez más, y por otro hecho insólito del azar, el trágico destino del portero viró hacia la fortuna, un postrero destino impuesto que Murnau abordó con su genio habitual, que no desaprovechó la oportunidad para recurrir a la sátira sobre el nuevo papel del coloso en el mundo.
Pero esa, la de ese mundo, es otra historia. La que Murnau contó realmente en El último terminó allí, en la penumbra fantástica del inframundo, donde la sombra estática del pasado se inclina, vencida por el peso del mundo real, siempre anclado en sí mismo y siempre en movimiento.
https://m.ok.ru/video/1060558277124
Feliz viaje de vuelta hacia la noche. #SHADOWSRULES
David Salgado.
©24 sombras por segundo. Diciembre 2024.