MASAHIRO SHINODA.
LITERATURA, ESCENA Y CINE.
Shinjû: Ten no amijima (Double Suicide según los anglosajones), es casi por unanimidad, la obra cumbre de otro de los gigantes del cine japonés a la sombra: Masahiro Shinoda.
A pesar de que a partir de los siglos XIX, XX y el todavía escaso recorrido del XXI las diferentes manifestaciones de la inmensa cultura japonesa se han extendido por el resto del mundo, hay misterios fascinantes aun sin resolver más allá de la expansión del Manga, los Samuráis, las Geishas o los Haikus…
Uno de esos misterios surge de la mezcla entre la literatura, la escena teatral y el cine que finalmente otorga una nueva vida y dimensión a las disciplinas de las que proviene.
Así, esta maravillosa, trágica y preciosa película de Shinoda consigue que el teatro, la magia de los cuentos y el poder estético del cine se alimenten mutuamente para descubrir la insólita belleza de uno de los misterios escénicos más fascinantes de Japón: el Bunraku.
SHINJÛ: TEN NO AMIJIMA.
UN NUEVO TEATRO DE SOMBRAS.
El Bunraku consiste en la representación teatral de una historia protagonizada por marionetas accionadas por los Kuroko, seres humanos totalmente vestidos de negro y con el rostro oculto, lo cual les aporta la apariencia de una sombra a la vista del público, pues a diferencia de los titiriteros tradicionales, los Kuroko se mueven pegados a las marionetas a las que dan vida.
A partir de una obra original del conocido como el «Shakespeare japonés», el dramaturgo Chikamatsu Monzaemon, Shinoda toma el relevo del mismísimo Mizoguchi y su adaptación del escritor con su obra maestra Chikamatsu monogatari (Los amantes crucificados, 1954), para realizar la que —junto a la extraña y fascinante Himiko (1974)— es la película de Shinoda que más rompe con los cánones clásicos en favor de los preceptos de la Nūberu bāgu, cuyo espíritu renovador e inconformista alimenta ciertos aspectos de la película que suponen decisiones narrativas arriesgadas, como el uso recurrente del primer plano, una serie de imágenes congeladas y encuadres extraños que cuentan con tantos adeptos como detractores.
Pero lo cierto es que, decisiones polémicas aparte, esta especie de teatro de sombras filmado es una película excelente, hermosa y enigmática. Una película que demuestra —una vez más— que la forma de contar una historia prevalece sobre la propia historia, pues aquí concretamente nos encontramos ante una trama sencilla elevada a lo más alto mediante formas complejas y desafiantes.
Se trata de la historia de Jihei (Kichiemon Nakamura), un comerciante que apenas logra mantener a flote su familia —en el sentido afectivo y social—, a la que dejará de lado por el amor obsesivo que siente por Koharu (Shima Iwashita), una mujer obligada a prostituirse para mantener a su madre, atrapada en un círculo vicioso y fatal de deudas e inestabilidad emocional, senderos tortuosos por los que Shinoda conduce la película hacia la predecible tragedia. Predecible, sí, pero no carente por sí misma de interés y buen hacer en su ejecución.
La historia de los protagonistas es tan antigua como el propio mundo en el que habitan, como las tragedias que lo han enriquecido con su lúgubre belleza desde que la humanidad tiene capacidad para relatar, pero más allá de la historia y su consistencia como melodrama, de las sensibles y magníficas interpretaciones de Kichiemon Nakamura y Shima Iwashita, más allá llega la apuesta suicida de Shinoda, plasmada en los dos pilares narrativos sobre los que la película se eleva a la cima: la fotografía y la puesta en escena.
Tôichirô Narushima pone su impresionante fotografía al servicio total de la narrativa de Shinoda, así, la película se transforma en un moderno y extraño teatro de sombras cinematográfico en el que los Kuroko combinan su labor como sombras que manejan las marionetas de carne y hueso con las rutinas del mundo moderno (nada más empezar la película, Shinoda muestra a uno de ellos hablando por teléfono entre bastidores), con lo cual la película mezcla el sueño mágico (tal vez la pesadilla) con la realidad.
La clave de la película está en esa fotografía de contrastes implacables que muestra una puesta en escena en la que ningún personaje es libre. Todos los rostros, toda la anatomía de las marionetas humanas vive encerrada entre los barrotes de las diferentes celdas en las que esta especie de comedia maldita se desarrolla, todos los rostros viven delatados por el blanco implacable y a la vez son sepultados por el negro insondable. Todos los personajes y sus destinos son manejados por los Kuroko que interactúan frecuentemente con la cámara, ojo con el que Shinoda obliga al espectador a contemplar una escena que, aunque ya ha visto infinidad de veces, jamás ha contemplado con estas extrañas y fascinantes formas.
De celda en celda, de escenario en escenario, en reducidos interiores gobernados por sombras que manejan títeres sin hilos, y en exteriores que ocultan a los nuevos demiurgos que disponen la suerte fuera de cuadro, Shinoda reinventa para el cine el teatro de sombras y entrega el cine al teatro de sombras. Después, ambas formas de expresión entregan su fuerza a la tragedia para que la más antigua de las condiciones humanas corte el vínculo entre las marionetas y sus sombras y arroje al vacío los restos de humanidad de los personajes, destrozados, desangrados, despojados de rasgos de identidad…
Como las trágicas máscaras de dos fantasmas, como las siluetas sin rostro de un teatro de sombras proyectadas sobre una de las mejores películas del mundo.
https://ok.ru/video/2127480752750
Feliz viaje de vuelta hacia la noche. #SHADOWSRULES
David Salgado.
©24 sombras por segundo. Septiembre 2023.