RENÉ CLÉMENT. L’VIEUX TERRIBLE.
Cuando René Clément rodó A pleno sol, no era uno de aquellos jóvenes dispuestos a volar por los aires el sistema cinematográfico que comenzaba a debilitarse por los ataques de la todopoderosa Nouvelle Vague.
Catorce fueron los títulos, en forma de documentales y cortometrajes, que Clément firmó entre 1935 y 1944. De 1946 a 1957 fue el responsable directo de ocho películas -entre las que se encuentran dos de sus títulos más relevantes, Los malditos (1947) y Juegos prohibidos (1952)- y de una colaboración con Jean Cocteau en la mítica visión de La bella y la bestia (1946).
De 1961 a su canto del cisne en 1975, realizó otras ocho películas, de las cuales Arde París (1966) alcanzó el mayor grado de popularidad. Ocho películas más una colaboración antes de 1960, y ocho películas después. Como si de un mágico juego del destino y las palabras se tratase, Clément se encontró en 1960 transformado en una especie de Fellini ante su particular 81/2, pues esa fue exactamente la cantidad de películas que dirigió hasta que llegó la que posiblemente sea su obra maestra definitiva.
A PLENO SOL.
EL ARDIENTE ESPÍRITU DE LOS 60.
En 1960, René Clément tenía 47 años. Esto lo situaba lejos de la juventud que caracterizaba el espíritu inconformista de la Nouvelle Vague y sus principales representantes. Sin embargo, Clément demostró que el medio eleva los extremos a la cima, y en su relativa mediana edad, filmó una de las revoluciones definitivas.
Si algo caracteriza el cine de los años sesenta y la propia década en general, es el hastío inconformista, la operación promocional que supuso aquella ilusión llamada «expansión económica» heredada del Plan Marshall, las tropas de jóvenes que se sumaron a aquella ola de vida cómoda obtenida a cambio de poco esfuerzo y en muy poco tiempo, y el calor (a veces invisible, a veces denso y palpable) que impregnó aquellos días de profundo descontento y rosas.
Aquel descontento abarcó toda la década y los lugares del mundo cinematográfico, pero fue bajo el calor mediterráneo propio de Italia y Francia donde tal vez ese hastío de aquellos que todo lo pretendían a cambio de la nada que sembró la Segunda guerra mundial, brilló -a pleno sol- con más intensidad.
Es imposible imaginar un año más propicio para la obra maestra de Clément que 1960. A pleno sol inició la década de la segunda Revolución francesa y las primeras revueltas cinematográficas desde los días anteriores al Código Hays, con un golpe letal al orgullo juvenil de los «Enfants terribles» del cine por parte de un veterano dispuesto a volar todo por los aires. Réne Clément fue, con su grito de furia, el «Vieux terrible», el maestro que todavía poder hacer enmudecer a los alumnos con su fascinante revolución.
Partiendo de la novela de Patricia Highsmith, El talento de Mr. Ripley, con la que la novelista estadounidense inició en 1955 la saga del mítico buscavidas, Clément escribió en guion junto al prolífico Paul Gégauff, dotando a la película y sus fascinantes personajes de un sinfín de matices, lecturas, intenciones y significado.
Ciñéndose a la trama principal, A pleno sol sigue los dictados del Noir norteamericano y el Polar francés.
Tom Ripley (Alain Delon), un buscavidas cuyo único patrimonio consiste en un magnético y salvaje atractivo físico, además de la ausencia total de escrúpulos, recibe un sencillo encargo por parte de un millonario: viajar a Europa, localizar a su hijo Philippe Greenleaf (Maurice Ronet) y llevarlo de vuelta a Estados Unidos. Decidido a desafiar a su padre y sin intención alguna de regresar, el hijo del magnate inicia un hedonista y caprichoso juego a tres bandas con Ripley y la que se convertirá en un -parafraseando a Buñuel– oscuro objeto de deseo, Marge Duval (Marie Laforêt).
El juego, basado en reglas tan básicas como el deseo, la ambición, la inconsciencia amparada en los privilegios y el ansia de fortuna, habría bastado para hacer de A pleno sol una maravillosa película con un trágico suceso y su consecuente desenlace marcado por ligeros tintes Hitchcokianos.
Pero la película de Clément no es maravillosa, es una obra maestra.
A pleno sol es un prodigio de la narrativa, del poderoso arte del cine como método de expresión. Clément divide las dos horas de metraje en dos secciones significativamente diferentes; en la primera parte de la película, desde el inicio mismo, el maestro francés fusiona su patria con Italia en todos los sentidos.
En Roma, bajo la atenta y escrutadora mirada de un amigo de la familia Greenleaf, los dos protagonistas comienzan su viaje, estableciendo un paralelismo claro en su comportamiento y relación con I vitelloni (Federico Fellini, 1953) y la futura Il sorpasso (Dino Rissi, 1962). Situada entre ambas películas, la visión de Clément sobre la desidia juvenil, la amistad forzosa como vehículo en un viaje suicida, y la viciada relación entre un amo y su siervo, comparte claros rasgos con los maestros italianos, pero Clément impone su lenguaje particular.
En los primeros trazos de este retrato, Delon, Ronet y Laforêt renuevan el concepto de la interpretación en lo que a sutileza y mimetización con los personajes se refiere. A pleno sol es una de las películas que llevan más lejos el trabajo entre un director y los actores. Tras una breve presentación de los hechos, las intenciones y los perfiles de Ripley y Greenleaf -en la que Clément introduce con un buen gusto e inteligencia excelentes a la impagable Romy Schneider– Ripley juega sus cartas obligando a Philippe a comprar un libro sobre Fra Angelico para Marge, con la aparente intención de congraciarlos y ayudarla en su labor de investigación para el libro que pretende escribir sobre el pintor.
Esta breve y aparentemente intrascendente situación, sirve a Clément para definir con claridad las personalidades y objetivos de los tres personajes. Ripley y Greenleaf mantienen una relación de amistad servil, de amo y esclavo en la que los roles se difuminan debido al hedonismo vanidoso del amo y la ambición oscura del siervo. Así, Marge marca la diferencia con la fría y superficial visión de la vida de sus dos acompañantes masculinos.
Mientras ellos viven la vida que Greenleaf decide, ella aguarda.
Espera sin más, espera terminar su libro, espera que Greenleaf la ame y la comprenda, espera que Ripley la seduzca, espera que su visión sensible del mundo ayude a cambiar el rumbo. Mientras todo sucede como ninguno de los tres había planeado, ella espera.
El preámbulo concluye, y una vez presentadas las piezas -presentación en la que el calor se pega a la piel de ambos amigos, insinuando una sutil atracción sexual- Clément desvela el tablero sobre el que el juego tendrá lugar: el mar. Es a partir de ese momento, ya a bordo de la embarcación que comparte nombre con Marge, cuando la narrativa de la película se dispara.
Tras dejar atrás la tierra, el mar se hace absolutamente con todo, y los ecos ancestrales de los mitos mediterráneos, de sus héroes, diosas y villanos, soplan a favor de una película en la que Clément no ha hecho más que insinuar. La elocuencia todavía aguarda su turno.
A bordo del Marge, las máscaras caen y la insinuación, el juego de sombras sutiles desaparece, exponiendo las verdades a pleno sol. Ripley contempla con la discreción de un voyeur el desprecio que Philippe siente por el humanismo -y la humanidad- de Marge. Ella rechaza y desea a partes iguales al vividor que pretende reírse del mundo mientras obtiene todo lo que quiere, y mientras Ripley dispone los acontecimientos propiciados por la conducta de Philippe en favor de la ruptura de la pareja, prepara su transformación en aquello que desea, tanto a nivel sexual como material: el propio Philippe.
Clément utiliza la relación entre el siervo y el amo para mostrar la motivación de Ripley. El atractivo buscavidas no persigue lo que Philippe posee, ansía su identidad; mediante un literal y metafórico juego de espejos, Delon y Clément muestran como Ripley comienza su metamorfosis, su transformación en Philippe. Vestido con la ropa de su objeto del deseo, Ripley contempla en el espejo el reflejo que ambiciona, y como un Narciso moderno, cede al deseo ante lo que ve. Pero la imagen real irrumpe en el espejo, rompiendo el encantamiento y descubriendo el plan de su pretendido sosias.
Philippe intuye el juego de Ripley, pero lejos de prevenirlo o intimidarlo, el juego sensual excita su hedonismo y naturaleza vanidosa, así, con Marge ya fuera de juego tras el éxito del plan de Ripley, el amo y su siervo siguen navegando hacia la tempestad. Philippe reta a Ripley, lo incita a mantener una conversación entre iguales, abandonando por un momento su posición privilegiada y tratando a Ripley -por una vez- con dignidad.
En esa conversación Philippe y Ripley se divierten con un juego de preguntas y respuestas acerca de la eficacia del plan de Ripely para acabar con la vida de Philippe y suplantar su identidad. Una vez revelado el plan, Ripley lo ejecuta. Philippe cae envuelto en su propio grito reclamando a Marge, y la tempestad se desata.
El dominio que Clément demuestra tras lo ocurrido a bordo del Marge está al alcance de muy pocos. Sin decir ni una sola palabra, la elocuencia de la secuencia se desborda; tras el crimen y la primera fase de la metamorfosis completada, Ripley asume -ya en el papel de Philippe- el mando del Marge, y el mar pierde la calma que había mantenido hasta entonces.
Como si del lamento furioso de alguna de la criaturas que alimentaron la mitología del Mediterráneo se tratase, el mar se alza contra Ripley, disputándole el gobierno del barco y su nueva identidad. Sin más sonidos que los del viento y el mar, Clément deja la narrativa en manos del silencio.
Así, Delon asume su codiciado rol sin texto. Solo y sin nada que decir, se enfrenta a la furia vengativa que, a pleno sol, y con la maravillosa y elocuente música de Nino Rota marcando el ritmo, Clément desata contra él. Pero como en toda tragedia clásica que se precie, el villano sale airoso de este mudo intermedio.
Tras la ejecución, Ripley inicia el desarrollo de la fase final de su plan, y el mar desparece de escena. En este segundo tramo de la película, Clément recurre más visiblemente que nunca a las formas de Hitchcock, y el entramado de Ripley se mete de lleno en el mundo del cine negro, aportando a la película un aumento de ritmo considerable en una segunda mitad en la que el criminal no corre contra el tiempo, pero sí contra algunas de las circunstancias que se interponen entre Ripley y su transformación en Philippe.
En esta segunda mitad, el guion mantiene intacta su fascinante calidad, pero deja atrás el existencialismo y la narrativa muda de la primera parte, para volcarse completamente con la fatalidad, la astucia, la seducción y las intrigas criminales que caracterizan el noir.
De vuelta en tierra, Ripley cambia el gobierno del barco para obtener el de la Marge humana. Asi, mediante su habilidad para imitar su firma y suplir las cualidades que Marge esperaba de Philippe, Ripley culmina su labor de suplantación. El sosias de Greenleaf disfruta de la fortuna familiar, seduce por completo a Marge, y cierra por fin la odisea de una Narciso que ya no necesita besar su reflejo para amar aquello que desea.
Su afán por transformarse en el objeto de su deseo lo llevará a matar de nuevo, a manipular a Marge y a cometer el único error en su elaborado plan: subestimar el poder del mar.
El mar será precisamente el que, a la luz del pleno sol que envuelve a los supervivientes de esta tragedia clásica, adaptada al eterno descontento del cine de la década que pretendió ser la reina de la modernidad, rompa el espejo de Narciso y ponga todo y a todos en su lugar.
A pleno y sol y con un mar de nuevo en calma, surge la tempestad que ha de hundir el talento de Mr. Ripley.
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Feliz viaje de vuelta hacia la noche. #SHADOWSRULES
David Salgado.
©24 sombras por segundo. Agosto de 2022.