24 sombras por segundo - LA CHIMERA. (ALICE ROHRWACHER, 2023).

LA CHIMERA. ALICE ROHRWACHER, ORFEO, EURÍDICE Y LOS NUEVOS INÚTILES.

En La Chimera —y en todo el cine de Alice Rohrwacher— la realidad no es más que un mero instrumento o una excusa para que los elementos fantásticos ejerzan su poder sin resistencia.

La Chimera. (Tempesta, Ad Vitam Production, Amka Films Productions, RAI Cinema, RTSI. 2023).

Eso no significa que las extraordinarias dotes para la fantasía de una de las mejores directoras del panorama actual sean incompatibles con el rigor documental del que se nutre la parte realista de su cine, ya sea en formato largo o reducido al cortometraje.

En Corpo celeste (2011), Le meraviglie (2014), Lazzaro felice (2018), Omelia contadina (2020), Futura (2021) y su más reciente y magnífico cortometraje, Allégorie citadine (2024), Rohrwacher documenta el mundo real en general —y muy especialmente la idiosincrasia italiana—, pero tanto de forma sutil como sin contemplaciones siempre reserva el papel principal para el componente fantástico, protagonista y rasgo indiscutible en el que hasta la fecha es su triunvirato cinematográfico: Lazzaro felice, Allégorie citadine y La Chimera, título fascinante que toma el relevo de titanes italianos como Rossellini, Pasolini o Fellini, autores con una impronta que Rohrwacher ha sabido hacer suya de forma impecable.

En La Chimera, Rohrwacher dobla el plano sobre el que caminamos, juega con la idea de proyectar el espacio y el tiempo en un viaje hacia un futuro imposible que sirva como resurrección de un pasado sepultado en la tumba abierta que llamamos presente.

El poder de la tierra que caracterizó cierto cine de Rossellini se hace patente tanto en su heredera, aquí protagonista (Isabella Rossellini), como en el protagonismo del suelo, de la tierra, capa que divide la vida oculta en las tumbas del inframundo al que un nuevo e insólito Orfeo descenderá siguiendo un hilo rojo, línea invisible para el mundo incapaz de ver el sustrato fantástico que alimenta la tierra, un hilo en cuyo extremo opuesto aguarda la renovada Eurídice, tejedora involuntaria de esta historia real que encubre y protege su naturaleza mitológica.

Esas tumbas, esas quimeras, están abiertas ahora a la muerte de sus secretos a manos de los olvidados, de los habitantes de los márgenes que Pasolini retrató en parte de su cine y su filosofía, de los nuevos inútiles que Fellini mostró como una caricatura de la nueva burguesía en I vitelloni, convertidos ahora en los nuevos chicos del arroyo, del arrabal, los nuevos olvidados que excavan en la tierra para combatir el presente mediante la búsqueda del futuro en el pasado.

La Chimera conecta la tierra (Italia misma, otra de sus protagonistas) del pasado fantástico con aquel presente de la década de los ochenta en la que un grupo de desgraciados reclama de los amos del mundo su derecho a vivir, incluso a costa de los muertos.

EL HOMBRE DEL TRAJE BLANCO. EN BUSCA DEL HILO ROJO.

En la película de Alexander Mackendrick, El hombre del traje blanco, y en Bring me the head of Alfredo García (1974), una de las desoladoras y sucias baladas cinematográficas de Sam Peckinpah, hay un personaje que de un modo u otro vive en los márgenes de la sociedad. En ambas películas ese personaje lleva un traje blanco que marca su identidad y —en cierto sentido— su destino.

Impecable en la película del británico y decadente y embrutecido en la historia del estadounidense —con la que la imagen del protagonista de La Chimera entronca completamente—, el hombre del traje blanco reclama en las tres películas lo que es suyo. Es curioso como siendo tan distantes en el tiempo y la naturaleza de las películas, los tres protagonistas siguen el hilo invisible —el hilo rojo que aquí sí se nos muestra— en busca de dinero para sobrevivir y, ante todo y de forma subyacente (subterránea), alguien a quien amar.

Es curioso también, el que en las tres películas (incluida esta, la italiana) el portador del traje blanco es anglosajón.

Nuevos Orfeos, nuevas Eurídices, nuevos inútiles en busca de quimeras eternas… Si Jean Cocteau, ese amo del sueño y el fantástico seduciendo a la realidad, llevó el mito a una nueva dimensión en su Orfeo, Rohrwacher ha logrado alcanzar algo que parecía reservado al pasado, un ejemplo extraordinario del cine italiano que mezcla a la perfección la magia y la realidad.

La Chimera escudriña el pasado desde el primer plano, concretamente el de Beniamina (Yile Yara Vianello), que responde de forma críptica a la pregunta que el plano subjetivo de Arthur (Josh O’Connor) le formula:

«¿Eres tú… el rostro de mi mujer perdida?».

«¿Te has dado cuenta de que el sol nos sigue?».

El sol y los sonidos del verano envuelven ese rostro que aparece en escena descubriendo lo que parece la óptica de una cámara, pero que en esta historia sea probablemente el final del camino de ese hilo conductor que, en esta etapa inicial todavía no se ha revelado.

Las preguntas se formulan, y ese sol del que habla Beniamina permanece sobre los sonidos que cambian la naturaleza por un tren que atraviesa el paisaje. En el interior del tren, Arthur sueña —posiblemente con ese extraño encuentro que Rohrwacher nos ha mostrado— y despierta lentamente a la luz del día, de un día en el otro extremo del tiempo y el espacio en los que habita Beniamina.

El viaje comienza, el hilo rojo se despliega.

Arthur despierta a la llamada de un revisor de billetes un tanto singular, y contempla los personajes que viajan en ese tren, cuyo interior y pasajeros —esto es absolutamente subjetivo— me recordaron inevitablemente al vagón que inicia la maravillosa fantasía El sanatorio de la Clepsidra (Wojciech Has, 1973).

En ese tren viajan rostros extraños que parecen protagonistas de otra época, de otro tiempo en ese espacio. Por un momento, Fellini y sus figuras insólitas parecen adueñarse de la película, convertida de pronto en una pieza teatral de la antigua Roma, de la Grecia clásica y sus enigmáticos histriones.

El viajero rompe el hechizo y los personajes se disipan como fantasmas. El tren llega a su destino y Arthur se reencuentra con sus antiguos compañeros, con los antiguos inútiles con los que comparte de nuevo la existencia en los márgenes.

El hombre del traje blanco ha vuelto siguiendo el trazado del hilo rojo.

En la estación, uno de esos «chavales del arroyo» sobre los que escribió y filmó aquel poeta de las cenizas que fue Pasolini aguarda la llegada de Arthur, que regresa de prisión por un delito de expolio al patrimonio artístico del estado.

Durante la espera, como en el plano inicial, el presente escudriña el pasado. Pirro (Vincenzo Nemolato), uno de los antiguos compinches de Arthur topa con dos niños que se entretienen jugando con un visor de fotografías en forma de televisor y les pide que le dejen mirar, ellos acceden y él ve una serie de frescos antiguos, muy similares a los que adornan las tumbas y templos que forman el subsuelo toscano heredado de los etruscos y el mundo helénico.

Siguiendo el hilo rojo que ha de llevarlo al inframundo no para robar sino para recuperar a Beniamina, Arthur intenta eludir el reencuentro con Pirro, pero la cuadrilla forjada en la necesidad y los arrabales es prácticamente indisoluble.

«A casa», advierte Arthur antes de aceptar subir de nuevo al coche de Pirro, vehículo inevitable hacia su antigua vida. Así, tal y como ocurre siempre entre los condenados, la reunión se lleva a cabo. El hombre del traje blanco y aspecto sucio y desamparado ha de seguir el hilo rojo en compañía de los inútiles según Alice Rohrwacher, pues ellos también persiguen una quimera que los libere del mundo real. Pero para lograr un futuro en el presente profanando el pasado, necesitan el poder mágico, el don fantástico de Arthur.

La Chimera es ante todo dos cosas: una película mágica y telúrica. Lo es en términos totalmente opuestos al Folk-Horror, terreno en el que suele brotar el cine de estas características —aquí no hay nada que se acerque ni remotamente al género—, pero sí, el poder de la tierra y la magia nutre por completo a esta película.

Tras el reencuentro con sus antiguos compañeros, Arthur regresa a su hogar, a la desvencijada barraca que apenas logra mantener su estructura en pie y que expone en sus estanterías objetos del pasado de ese país que proyecta un reflejo bajo el suelo poblado por incontables maravillas. Deteriorado en su aspecto y sus emociones, Arthur regresa a las ruinas, a las de su hogar y a las de la mansión de Flora (Isabella Rossellini), último vestigio de la tierra sobre la que ahora todo envejece, todo se derrumba lentamente.

Flora (como una especie de trasunto de la loba que alimentó a Roma misma) acoge a Arthur al amparo de las viejas leyes de la tierra y apura sus días antes de viajar al inframundo, al subsuelo en el que la gloria perdida de su mansión aguarda, mientras sus hijas pretenden acelerar el hundimiento de su casa, habitada ahora por Italia (Carol Duarte), una especie de hija adoptiva que comparte su condición de extranjera con Arthur, y que sirve a Flora al mismo tiempo que intenta aprender a cantar ópera y acoge a todos los desamparados que encuentra, con los que formará una especie de nueva comunidad en una antigua estación de tren abandonada.

Flora e Italia son los elementos telúricos, y Arthur —un zahorí que con su varita de madera entra en trance cuando encuentra el acceso a una tumba que oculta tesoros arqueológicos—, es el componente mágico de la película. El extraño extranjero del traje blanco que encontrará el hilo rojo, el camino hacia el otro plano de la existencia en el que aguarda Beniamina.

La relación entre Italia y Arthur parece florecer sobre el suelo que conocemos; él deja entrever sus secretos, ella intenta enseñarle el idioma y le revela la clave: «ese árbol parece una persona plantada al revés, con las piernas abiertas hacia arriba y la cabeza en el otro lado». Italia revela al mago zahorí que en el suelo bajo el que busca los tesoros encontrará el camino, que hay una línea que recorre una subterránea dimensión paralela.

Una afirmación que Rochwacher secunda con ciertos movimientos de cámara que muestran otro plano de la existencia, cuya exposición al público también oscila entre los 35 y 16mm, formatos que la autora alterna en función de la dimensión en la que se desarrolle la historia.

La Chimera es, sin duda, una película mágica y telúrica.

Sobre esa tierra y en base al poder de la magia se desarrolla el resto de la historia, una historia real de La Toscana en la que Rohrwacher creció siendo testigo de las actividades de los «Tombaroli», ladrones de tumbas y saqueadores del patrimonio arqueológico italiano que ejercieron en el mercado negro durante la década de los ochenta.

Sobre esta base documental la magia de Rorhwacher se dispara y la película proyecta a estos nuevos inútiles como los protagonistas de un extraño cuadro extraído de la Commedia dell’Arte. Los desarrapados de Pasolini exploran y expolian el poder de la tierra propio de Rossellini, y Rohrwacher hace suya la magia de Fellini, mostrando a Pirro y sus compinches como una comparsa de granujas estrambóticos, actores de una comedia lo bastante trágica como para representar al mismo tiempo el sueño y la realidad.

Reunidos de nuevo, Arthur y su séquito de ladrones seducen a todo aquel que los contempla, incluida una extraña forastera, Melodie (Lou Roy-Lecollinet) fascinada por Pirro y sus costumbres, y a la postre familiar y vía de contacto directo con la misteriosa mano en la sombra, Spartaco (Alba Rochwacher), una poderosa traficante de objetos de arte robados.

Los «Tombaroli» campan a sus anchas juntos de nuevo. Beben, ríen y cantan mientras consumen sus días juntos. «Somos una gota en el mar», dice una de sus canciones a modo de pretexto para su forma de vida. La magia de Arthur alcanza su plenitud durante una noche en la playa, en un olvidado arenal cercado por la industria en el que Italia —ahora encarnando a la tierra misma y sus tesoros— se enfrenta a las intenciones del grupo y es rechazada por todos sus miembros.

Allí, a los pies de las torres del mundo moderno que se alzan sobre la vieja tierra, Arthur y los «Tombaroli» encuentran su jardín de las Hespérides particular. Un templo repleto de tesoros custodiados por una reina inmóvil, una estatua que servirá de catarsis para Arthur —quien encuentra en la estatua el rostro de Beniamina— y de esperanza definitiva para los «Tombaroli» que ven en el botín el golpe de suerte definitivo.

Una vez más, Rorhwacher mejora la realidad mediante a la magia, su forma de hacer cine proviene del sueño, y ese sueño milenario en que los habitantes del templo habitan se desvanece cuando los «Tombaroli» apartan la piedra que vela el sueño. En cuanto la vida del exterior penetra en el templo, la muerte se expande por su interior desvaneciendo los colores de las pinturas. La vida real es la muerte del sueño.

Arthur se niega a que la aparición de Beniamina sirva al expolio, los saqueadores caen en un engaño que bien podrían haber urdido ellos mismos y solo consiguen la cabeza de la estatua como botín, el resto cae en manos de Spartaco, a quien abordan con la pieza que completa la estatua que en ese momento se subasta en el mar, lejos de toda tierra conocida.

Una vez más, Arthur se guía por su mágico instinto y habla con el rostro esculpido de Beniamina. «No estás hecha para los ojos de los hombres», dice antes de arrojar la cabeza al mar, de regreso al inframundo. Arthur vuelve a tierra de la misma forma en que llegó, y de nuevo, en el tren, encuentra los personajes de aquel viaje, fantasmas, tal vez de un mundo real ya perdido, tal vez de su imaginación.

Como un rey de los locos destronado, Arthur deambula por la tierra rechazado por los «Tombaroli», resentidos por su traición, por arrebatarles sus quimeras. Pero su magia como zahorí guarda una última carta para otros mercenarios más poderosos. Por última vez, ante su propia imagen proyectada a modo de Narciso, Arthur profana una tumba que resulta ser la suya.

Y allí, al final del camino, Rohrwacher hace del cine magia, nos muestra el hilo rojo y deja que el hombre del traje blanco alcance el otro extremo del camino. Al fin, Orfeo ha encontrado a Eurídice. «A casa», dijo Arthur en la otra dimensión, y allí lo condujo el hilo rojo.