FALLEN LEAVES. EL CINE OMNIPRESENTE DE AKI KAURISMÄKI.
Puede que Fallen Leaves no sea la última película que Aki Kaurismäki deje como parte de su legado tras su paso por el mundo. Pero tanto si lo es como si no, esta nueva incursión en el drama avivado por la comedia del autor finlandés de rostro permanentemente endurecido supone un viaje a un lugar mejor, a un punto en el horizonte en el que pensar mientras el mundo se descompone.

Un halo gris oprime los rostros de los protagonistas y parece servir como aliento de las palabras que describen la guerra tras la radio, voz en la distancia que comunica el sufrimiento colectivo con la soledad individual de una serie de protagonistas que viajan perdidos en sus particulares derivas. Sin embargo, encontrarán un inesperado hilo de circunstancias que los conducirá a una posible alternativa.

Tal vez, mientras el mundo se viene abajo y el camino se llena de hojas caídas, dos seres heridos se encuentren para caminar durante un breve espacio de tiempo. En Fallen Leaves, una historia de Kaurismäki sobre el amor de una pareja que no termina de serlo, la única certeza es el cine como acto conciliador.
JUEGOS DEL AZAR. COLORES HACIA EL HORIZONTE GRIS.
La música es un elemento clave en la narrativa de esta película, las letras de las canciones que suenan en los momentos necesarios parecen haber sido escritas especialmente para cada situación, para cada golpe que la soledad intercambia con la posibilidad, siempre en juego y siempre en manos del azar.
En efecto, la música es un elemento clave en esta narrativa cinematográfica, como lo es el uso magistral que Kaurismäki hace de los espacios y colores, siempre opuestos y complementarios a las necesidades y débiles anhelos de los protagonistas.
Pero el componente esencial en esta película —tanto para los personajes como para la obra en sí misma— es el propio cine, ya sea en su faceta como refugio arquitectónico para la soledad de los protagonistas, que ejercen como centinelas de la compañía esperada, amparados del frío y la lluvia grises bajo la marquesina del cine y los colores de sus luces y los carteles de las omnipresentes películas, o ya sea en su papel como elemento catalizador y metafórico de la relación de una extraña pareja.
Esa pareja abre su relación a ojos del espectador mediante unas interpretaciones que siguen al pie de la letra la influencia que Robert Bresson ejerce sobre Kaurismäki —no es ni de lejos una casualidad el que de todos los nombres cinematográficos que aparecen en esta especie de metacine (David Lean, Jean-Pierre Melville, Visconti, Chaplin, Godard, John Huston, Jim Jarmusch…) sea el maestro francés el que ocupe un espacio privilegiado en la película y el espacio físico del cine que sirve como catalizador de esta historia.



Hay un factor determinante en este cine que desborda en la película de Kaurismäki, un factor que aporta una sencillez aparente a la forma de contar la historia, pero que como buen truco de un mago cinematográfico es muy complejo en realidad. En Fallen Leaves todo parece ocurrir muy despacio, tanto que incluso ese mundo situado en la época actual se acerca mucho más al pasado comunista de la ciudad que al presente devorado por la inmediatez y la tecnología que, burlándose de sus creadores, parece reducir la soledad y la incomunicación a un imposible.
Todo parece ocurrir muy despacio, pero la arriesgada magia de Kaurismäki contrapone ese tiempo ralentizado con la llegada súbita de los acontecimientos.
Los personajes de la película —tanto los protagonistas como la multitud de secundarios que la pueblan— se muestran al espectador como seres estáticos en una escena en la que no parece ocurrir nada, como en la imagen difuminada que apenas retenemos de un sueño, pero en la que de pronto irrumpe un hecho —puede que el esperado o puede que uno en el que nadie había pensado— y de forma inmediata los personajes asumen esa nueva realidad como si no se tratase de una novedad.


La magia cinematográfica de Kaurismäki juega con los colores para despertar sensaciones oníricas, y juega con el tiempo retenido en los espacios. De la nada, y negando al espectador el tiempo necesario para asimilarlo, surge un hecho que los personajes aceptan de inmediato.
El cine de Kaurismäki parece sencillo, pero no lo es en absoluto.
Sin embargo, todo este complejo entramado de colores, espacios y tiempos soñados rodeados constantemente por el cine tiene su origen en dos individuos. Retrocedamos un momento para observarlos de cerca.
Ansa Grönholm (Alma Pöysti) consume su tiempo en el vacío que ocupa la distancia entre su casa y los diferentes empleos que desempeña desde que la despiden de un supermercado por regalar comida caducada a un vagabundo. En los trayectos a bordo del autobús el espectador es testigo del los rasgos abatidos por el cansancio —o la renuncia quizá— y la tristeza.
En su hogar, Ansa intenta tender un puente entre su aislamiento y el mundo que se extiende más allá de las paredes que cercan su rutina y la ventana que parece más una barrera que un escaparate por el que contemplar el horizonte. Pero la voz de la radio solo habla de guerras, de cómo el mundo, el colectivo con el que tal vez podría relacionarse y en el que quizá alguien aguarde la oportunidad de conocerla se hunde en sí mismo.




Holappa (Jussi Vatanen, una suerte de trasunto físico de James Stewart), trabaja, bebe, vive aislado en su casa y asiste forzosamente a un Karaoke con uno de sus compañeros, con lo único parecido que tiene a un amigo.



Kaurismäki traza certeras líneas paralelas entre Ansa y Holappa; ambos viven aislados, ambos se enfrentan sin éxito ni demasiada esperanza a las maldades del mundo, ambos pierden sus trabajos y —aunque sus fondos no son iguales— ambos encuentran sus formas encajadas en el mismo reducto del tiempo y el espacio. El bar, los amigos de ambos protagonistas, el alcohol y la radio no sirven ni servirán como remedio o refugio, pero una vez que estas dos hojas caídas se encuentran, Kaurismäki construye para ellos un nuevo lugar, un espacio en el que el tiempo siempre puede volver a empezar una vez agotado.
Así, el cine sirve como truco para el mago, y las luces mortecinas de una ciudad que Kaurismäki y el director de fotografía Timo Salminen muestran en sus exteriores nocturnos como un retazo de cine negro o de los lienzos de Edward Hopper, y en los interiores como una contraposición de los colores de los personajes (Ansa de rojo, Holappa de amarillo, en consonancia con las flores, los cuadros, los muebles, en un ambiente con ciertas reminiscencias a los universos de David Lynch), y siempre en sosegada rebeldía contra el aliento gris del mundo que sigue avanzando, y el azar que —de nuevo— irrumpe en la trama.


El interior del cine forja la unión entre esta extraña (no) pareja, pero el azar dispone que en el exterior sea donde se decida la suerte de los protagonistas. En el mundo que pretendemos conocer, en este tiempo y este espacio que ocupamos, un trozo de papel no es el método habitual para obtener el contacto de otra persona. Pero en el cuento de Kaurismäki sobre el amor que se resiste a quienes lo pretenden como pueden, un trozo de papel lo puede todo, incluso trazar sendas imposibles.
Tras el cine, el azar reúne a Holappa y Ansa en torno a un pequeño papel, y el azar arrebata ese insólito mapa hacia la felicidad de las manos de Holappa. Perdida la única posibilidad de contacto con Ansa, Holappa regresa al punto de encuentro una y otra vez, mientras su vida sigue derrumbándose regresa al cine, y como una de las figuras estilizadas y sombrías del cine negro, espera al amparo de las luces y los colores de los carteles de las películas, siempre presentes en este cine de Kaurismäki.





Ansa y Holappa siguen sus respectivos caminos a la deriva, y en un momento de su historia, ambos regresan al cine. Y allí está él, esperando imperturbable el regreso de ella. Kaurismäki actúa de nuevo, de pronto surge el reencuentro, y sin más, como si nunca hubiese existido una separación, su relación continua. No es necesario emplear tiempo en asumir la nueva situación.
La película permanece fiel a este principio y así afronta su tramo final. El azar hace que Holappa desaparezca de nuevo, Chaplin, un perro encontrado y adoptado por Ansa se incorpora a la historia, y cuando todo parece dispuesto a terminar, el amigo que Holappa tenía en su antiguo trabajo se topa con Ansa.




El azar actúa otra vez de forma repentina, y de pronto las dos hojas caídas se reencuentran y al momento asumen su situación. Después, de espaldas al espectador y de frente hacia el horizonte gris, como en aquel final maravilloso de Tiempos modernos que Charles Chaplin le regaló a la humanidad, Ansa, Holappa y Chaplin —ese perro que sin más encontró la felicidad por azar— caminan juntos hacia el lugar que el destino les depare en estos tiempos modernos que no lo son tanto.

Sea cuál sea ese destino, en Fallen Leaves siempre podremos refugiarnos en el cine. Sus personajes también. No necesitamos más de una película.
Película disponible en FILMIN:
https://www.filmin.es/pelicula/fallen-leaves
Feliz viaje de vuelta hacia la noche. #SHADOWSRULES
David Salgado.
©24 sombras por segundo. Enero 2025.