ANATOMÍA DE UNA CAÍDA. EL PROCESO DE JUSTINE TRIET.
De todas las conexiones con diferentes películas magistrales que muestra (y demuestra, como buen proceso), Anatomía de una caída, la última película de Justine Triet, la más curiosa podría ser la alteración del orden en lo que a juicios cinematográficos se refiere dentro del cine francés —o al menos francófono— más reciente.
Así, dos películas magistrales coinciden en alterar los paradigmas judiciales retratados en el cine, una es canadiense: Las habitaciones rojas (Pascal Plante, 2023). La otra supone la pieza maestra que sitúa a Justine Triet como un referente en el cine galo actual, algo que sus dos títulos anteriores, Los casos de Victoria (2016), y El reflejo de Sibyl (2019) profetizaron sutilmente.
Ambas películas (Las habitaciones rojas y Anatomía de una caída), sitúan al espectador ante un proceso literalmente extraordinario. Pero la obra cumbre —hasta la fecha— de Triet, no bebe solo de una sola fuente…
La visión del ser humano en el cine de Ingmar Bergman y Woody Allen (tanto en solitario como en sus conflictos con el colectivo), ciertos ecos de Peter Weir —en ese mismo aspecto del individuo ante la comunidad—, las soledades e incomunicaciones narradas por Antonioni, el obvio parecido con Anatomía de un asesinato (Otto Preminger, 1959), parentescos lejanos con Ensayo de un crimen (Luis Buñuel, 1955, y acaso con su ángel exterminador…), The Wrong Man (Alfred Hitchcock, 1956), y la utilización del británico del MacGuffin y el Whodunit en general, el extraño e inusual proceso de Orson Welles (The Trial, 1962)…
Todo esto entronca de una forma u otra con la maravillosa película de Triet (que pese a sus múltiples parentescos no pierde en absoluto sus rasgos de identidad), pero hay un aspecto —además del compartido con Las habitaciones rojas— que me resulta especialmente fascinante y que, sospecho, no saldrá demasiado a la luz en este juicio.
Hablo de la sombra de Robert Mulligan, que planea sobre la película. Pero no me refiero a la que bien podría ser la versión ácida de su célebre obra maestra, Matar a un ruiseñor (1962). A mis ojos, la conexión se establece entre su semi enterrada maravilla, El otro (1972), y el personaje al que Triet otorga el poder en la sombra: ese niño que, siendo ciego ve con la suficiente claridad como para hacer que todo suceda sometido a su voluntad.
Ese término introducido en la compleja ecuación de tristezas y deseos humanos que Triet formula —y que parece extraído del poder infantil dominante en películas tan aparentemente alejadas de esta como El pueblo de los malditos (Wolf Rilla, 1960), The Innocents (Eskil Vogth, 2021), o la ya mencionada obra de Mulligan—, ese término es, si no la clave, uno de los pilares de la película.
Esta Anatomía de una caída se alza por méritos propios, pero también resulta maravilloso escudriñar en el fondo que la sostiene.
LA SOLEDAD HACE LA FUERZA. CAMINANDO EN EL VACÍO.
No existe en toda la película de Triet ni un solo tramo de suelo firme sobre el que sus personajes puedan caminar.
En este proceso íntimo transformado en un juicio representado como una obra de teatro, todas las tablas —humanas, del estrado y del escenario— se hunden bajo los pies de los protagonistas.
Todos, ganen o pierdan el proceso, están sentenciados a obtener la fuerza de su soledad; todos están condenados a caer sin remisión en el vacío sobre el que caminan, sometido repentinamente a una disección que revele la anatomía de un crimen colectivo que acusará a un individuo al que pretende hacer culpable.
Sandra Voyter (Sandra Hüller), Samuel Maleski (Samuel Theis) y su hijo Daniel (Milo Machado Graner) viven en una casa situada en los Alpes franceses. Sandra es escritora, y disfruta del éxito que elude a Samuel, cuya crisis creativa y emocional —debida en parte a un accidente que le costó la vista a su hijo, en el que Samuel se vio implicado—, ha llevado a los tres a vivir en la soledad que alberga la montaña.
Algo tan sencillo como la visita de Zoé Solidor (Camille Rutherford), una periodista que pretende entrevistar a Sandra, y la reacción de Samuel —al que oímos pero no vemos hasta que la fatalidad inicia el juego—, pone en marcha esta odisea cinematográfica centrada en pocos escenarios y un puñado de personajes divididos por Triet en contra y a favor del que será el personaje sometido a juicio.
Tras sabotear la entrevista, Samuel aparece muerto frente a su casa. Todo parece indicar que se trata de un accidente, de una caída fatal desde la ventana de la parte superior de la casa. A partir de ese momento, Triet inicia un proceso cinematográfico lleno de matices sutiles —especialmente apreciables en la excelente dirección de las interpretaciones de Milo Machado y Sandra Hüller—, con el que logra expandir el guion escrito por ella misma y Arthur Harari hasta el infinito; tras sus 150 minutos de duración, no importaría en absoluto doblar la apuesta temporal y seguir observando esta lección de anatomía.
Una vez que la muerte se presenta en la película, Triet inicia el Thriller judicial y la disección emocional de los personajes, de su vida íntima. Samuel ha muerto, por accidente o —por su propia mano— debido a un suicidio.
Pero en todo Whodunit que se precie, es necesario un culpable.
Esto activa el proceso en el que Sandra sube a un estrado que funciona a modo de escenario teatral.
Triet vuelca el peso de la apariencia en la inmensa interpretación de Füller, que devuelve con su mirada misteriosa —furiosa y abatida a la vez— todos los golpes a los que la acusación, liderada por el agresivo y elocuente fiscal (Antoine Reinartz), la someterá en base a los verdaderos hechos de su convulsa relación con Samuel, cuya muerte ha pasado de un triste y solitario suicidio, a un crimen cometido en solitario por Sandra, apoyada legal y emocionalmente por su abogado (Swann Arlaud), pero amparada especialmente por la fuerza extraída de su soledad, de su derecho a fallar como individuo ante las normas por las que —supuestamente— se rige el colectivo.
La habilidad de Triet para controlar la película es impresionante: prolonga hasta el infinito un proceso del que siempre querremos más, e impide que, pase lo que pase, muestre la acusación lo que muestre acerca de la intimidad de Sandra, Samuel y Daniel, nos posicionemos en contra o a favor de ninguno de los personajes. Toda la verdad se expone en este estrado/teatro, pero nadie podrá sentenciar el juicio.
Esta película es maravillosa.
Sin embargo, la habilidad excepcional de Triet no termina ahí, no se ciñe a lo que vemos. Al contrario, hay dos personajes que carecen de las facultades para observar y comunicarse según las reglas colectivas humanas, algo que los condena a la soledad, pero que al mismo tiempo les da el control de la historia. Aunque nuestro juicio permanece firme durante toda la película, hay dos personajes que desde sus mermadas ópticas lo controlan todo: Daniel y el elemento conductor y testigo de la tragedia: su perro.
Toda la verdad se revela, todas las palabras, pasionales, cariñosas, violentas… toda la comunicación íntima de los individuos que forman la pareja se somete a la voluntad pública de los miembros que componen un juicio en el que somos incapaces de dictar sentencia.
Pero hay un manejo sutil de los hilos, casi inapreciable.
Si hay algo que caracterice un Whodunit, es que como público necesitamos imperiosamente un culpable. No importa que la víctima se haya suicidado, es necesario que alguien haya motivado esa decisión. Triet sube al cadalso a Sandra, pero le quita al pueblo la capacidad para ejecutarla. Sin embargo, hay algo que nos observa en silencio, una sensación muy sutil que sin llegar a manifestarse completamente en ningún momento, nunca se va.
Como espectadores queremos, necesitamos que Daniel sea culpable. No importa que sea injusto, o incluso imposible, no importa que un niño sensible, con talento y sensibilidad y lo bastante inteligente y fuerte como para sacar partido de su soledad despierte toda nuestra empatía. No importa que su perro sea el mejor testigo en este juicio. Triet crea esa necesidad, tal es la habilidad de esta película.
Mientras, en la sombra a la que la naturaleza de los acontecimientos los condenó, Daniel y su perro (guía de todo este proceso), disponen —como aquel niño al que Robert Mulligan otorgó el poder en su película El otro— todo a favor de su voluntad en este juicio sin vencedores ni vencidos, sin más culpables que las víctimas que no tienen suelo firme que pisar.
Tal es la ciencia de esta clase de anatomía…
https://www.youtube.com/watch?v=ZxxtuWFftMg
Feliz viaje de vuelta hacia la noche. #SHADOWSRULES
David Salgado.
©24 sombras por segundo. Enero 2024.