EDGAR NEVILLE.
MADRID DE LUCES Y SOMBRAS.
La torre de los siete jorobados fue —entre otras muchas cosas— el inicio de la trilogía que Edgar Neville dedicó al Madrid castizo por el que tanta afinidad sentía.
Aquel novelesco y en cierto sentido inquietante título, precedió a otras dos películas que habrían de centrarse mucho más en el policíaco que durante la década de los cincuenta llevó al cine español de semejante género a la cima, además de trazar el camino que seguirían después la Escuela de Barcelona y sus discípulos más insignes.
Así, durante tres años consecutivos, entre 1944 y 1946, Neville compuso su particular tríptico costumbrista-policíaco-terrorífico-español, con tres magníficas e injustamente denostadas películas: La torre de los siete jorobados (1944), Domingo de carnaval (1945) y El crimen de la Calle de Bordadores (1946). Siendo la primera la única que abarca realmente más géneros que el policíaco.
Pero, ¿cuál fue el origen y el destino de este extraño personaje?
Neville, nacido por una mágica casualidad el día de los inocentes del último año del siglo XIX, hijo de un empresario británico y una condesa española, sería ante todo hijo del Madrid de su época, una figura por la que sintió siempre un profundo afecto.
Dotado con una despierta sensibilidad, inteligencia, buen gusto y una natural inclinación hacia el trato afable y educado, su afinidad por la cultura estrechó sus lazos a través del teatro y la música con Lorca, Manuel de Falla y la generación del 27 en general.
Además de un tipo educado y sensible, Neville era un gran pragmático, un superviviente en un mundo que supo adaptar a sus necesidades, evitando en todo momento que le resultase un lugar hostil, a pesar de sus veladas inclinaciones políticas y sus obvias amistades.
Así, siempre desde una contradictoria imagen, logró un puesto diplomático que lo llevó a Estados Unidos en la segunda mitad de los años 20 del mismo siglo —primero a Washington y después a Los Ángeles— donde conocería y entraría de lleno en el mundo del cine.
Allí entabló amistad con Chaplin —logrando un papel secundario en Luces de la ciudad— y trabajó como guionista para la Metro Goldwyn Mayer en la época en la que se rodaban versiones en español de las películas para distribuir en el mundo hispano.
Desde su privilegiada situación, ejerció de canto de sirena para atraer al ,en aquel entonces, centro del universo cinematográfico a algunos de sus amigos más relevantes: Buñuel, Tono, Jardiel Poncela…
Neville siempre supo salir airoso de todos los jardines en lo que se metió, costumbre que, lejos de abandonar, intensificó en su vuelta a España durante la guerra civil, de la que —tanto durante el conflicto como en la posguerra, teniendo las ideas claras y permaneciendo a salvo de las represalias de ambos bandos— logró salir intacto para hacer aquellas películas de escasos medios y gran talento sobre su musa, aquel Madrid perdido ya en el tiempo y retenido por la nostalgia como la diluida imagen de un sueño.
LA TORRE DE LOS SIETE JOROBADOS.
EL TENEBROSO SAINETE.
La película de Neville —que parte de la obra de teatro escrita por Emilio Carrere en 1920— podría dividirse en tres tramos que abarcan tres géneros que a su vez comparten escena en todo momento.
El primer tramo se entrega por completo al tono costumbrista, con el que mediante la comedia impone el género literario imperante en la época del cine español en general —tanto el natural como el manipulado por la censura— y el de Neville en concreto: el sainete.
El género literario sobre el que reinó Carlos Arniches —cuyo hijo, del mismo nombre pero de profesión arquitecto, reformó la casa de Neville— domina claramente el inicio de la película, en la que vemos un retrato casi documental de aquel Madrid regido por el lenguaje chulesco y castizo, poblado por personajes propios del universo de Galdós, con ese tono burlón y desafiante de aquellos que siempre están dispuestos a defenderse del hambre, impregnando la película de un ambiente cómico y popular, que, entre otras cosas, despista al espectador en lo que se refiere a la dirección que realmente tomará la historia.
Las luces iluminan en el primer tramo de la película las variedades de Madrid, mostrando sus interiores propios de la zarzuela, donde en aquellos casinos de más que cuestionable categoría y naturaleza, las especies que poblaban aquella ciudad imposible convivían bajo las luces de los espectáculos. Ese es el punto de partida de tan extraña historia.
Ese tono cómico queda patente en la secuencia inicial.
En un restaurante donde tenían lugar aquellos encuentros, Basilio Beltrán (Antonio Casal), pregunta a una camarera si con 5 pesetas pueden comer allí tres personas : «Eso no depende de las 5 pesetas, sino del apetito», le responde ella. Basilio pretende invitar a comer a una cupletista conocida por La bella medusa (Manolita Morán), que actúa interpretando una canción en el local.
Pero la invitación se ve a la fuerza extendida a la madre de la artista (Julia Lajos), quien resulta tener un apetito voraz, dando lugar a una serie de sátiras encubiertas por la habilidad de Neville para camuflar sus ataques. Ante semejante situación, el joven Basilio se ve obligado a apostar en el casino para aumentar sus escasas riquezas.
El sainete está servido. La película avanza.
Tras esta introducción, el sainete costumbrista se rompe con la irrupción de un extraño personaje. El Doctor Robinson de Mantua (Felix de Pomés), una suerte de espectro tuerto que oculta su lesión bajo un parche negro, dando a su figura el atractivo y enigmático aspecto propio de un personaje de folletín ilustrado.
Esa misteriosa aparición revela a Basilio los resultados de la ruleta, aumentando considerablemente su renta. Nadie más en el casino puede verlo, solo Basilio, por lo que, a vista de los demás, el protagonista habla solo.
Por otra parte, el fantasma utiliza un espejo como puerta de entrada a este mundo, lo cual nos indica los oscuros caminos que recorrerá la película desde ese momento en adelante, aunque —fiel a su naturaleza— no abandonará la comedia en ningún momento.
El sainete sigue ahí, pero el segundo tramo de la película introduce el suspense en la ecuación.
Durante un breve segundo tramo de la película, el misterio se mezcla con la comedia. Basilio asiste perplejo a las cada vez más frecuentes apariciones y extrañas demandas del fantasma, que —además de provocar situaciones en las que sus vecinos y amigos ven a Basilio acudiendo a una cita con un muerto— conoce a la sobrina del espectro, Inés (Isabel de Pomés), la cual será —además de la mujer de la que se enamora Basilio— la clave para resolver el misterio de la muerte del extraño Robinson de Mantua.
La comedia mezclada con el suspense imperante en el segundo tramo, se unen para guiar al espectador y la trama hacia el tercer tramo, en el que el misterio se resolverá y los dos géneros —comedia y suspense— unirán sus fuerzas para, sin desaparecer, ocupar un segundo plano en favor del rey en la montaña durante la última parte de la película: el terror.
Las luces de aquel soñado y ya imposible Madrid de pícaros chulescos y cafés bohemios, languidecen mientras la oscuridad y las sombras se adueñan de la película para —fieles a la ironía de Neville— arrojar luz sobre la trama. Es aquí cuando el título alcanza su pleno significado y la película llega a la cima de la intriga novelesca.
La torre de los siete jorobados se revela a Basilio como una antigua sinagoga judía, oculta en el subsuelo de las calles madrileñas, a la que se accede por una inquietante y sinuosa escalera que recorre el camino de una torre invertida.
Mediante los tétricos y maravillosos decorados diseñados por Francisco Escriñá, Pierre Schild y Antonio Simont, retratados por la fotografía de Henri Barreyre y Andrés Pérez Cubero, la película adquiere un aspecto y narrativa visual maravillosos, heredados del Expresionismo y las películas de terror con las que la Universal reinó durante la década de los treinta.
Es precisamente esa herencia la que Neville hace suya para abarcar todos los aspectos de la película, no solo los visuales.
Así, recogiendo el testigo de las teatrales interpretaciones de aquellos días de sombras y niebla, el inquietante por sospechoso Dr. Sabatino (un excepcional Guillermo Marín), se descubre como el pérfido criminal y culpable de todas las desdichas que padecen el resto de los personajes, encuadrándose por la expresionista y terrorífica voluntad de Neville, en una serie de planos y acciones propios del mejor Bela Lugosi de la era dorada de los monstruos, el más diabólico de los Mad Doctors y el peor de los retorcidos villanos del mejor de los folletines.
La torre de los siete jorobados asciende —en irónica contraposición a su camino descendente al corazón de las catacumbas madrileñas— de la comedia inocente y el suspense en contenidas dosis, a la cima del aspecto y la narrativa del terror clásico, que no, ni nunca, pasado de moda.
Su aparente texto acartonado y sus limitados medios técnicos, parecen hoy simplones e incluso ridículos, pero no debemos ser injustos.
No debemos dejar que nuestro juicio como espectadores se enturbie, no debemos olvidar que tras las férreas limitaciones con las que la censura mutiló el cine y cualquier forma de expresión durante aquellos años, se ocultaban unos técnicos con un talento y profesionalidad, que no solo pudieron combatir el lastre censor y su falta de medios, sino que supusieron la base para gran parte de la grandeza que elevó en no pocas ocasiones el cine español a la cima durante las siguientes tres décadas.
Neville era un tipo sensible, listo como un zorro ante el lobo censor, y ante todo, amante de un Madrid literario que hoy parece, por lejano y olvidado, imposible, pero que gracias al cine de Edgar Neville, nos llevó a las profundidades de un mundo de sombras y sueños.
La historia no ha sido justa con esta película —es lamentable que no exista una copia bien restaurada— pero nosotros debemos serlo.
La torre de los siete jorobados es el imposible sainete tenebroso.
Feliz viaje de vuelta hacia la noche. #SHADOWSRULES
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David Salgado.
©24 sombras por segundo. Noviembre 2021.