UNA CUESTIÓN DE GÉNEROS.
La pasajera, una película del que parece ser el próximo dúo dinámico del cine de terror español, el formado por Raúl Cerezo y Fernando González Gómez —el avance de su próxima película, Viejos, anima a vaticinar un camino sólido dentro de un género siempre maltratado, especialmente en España— se alimenta y al mismo tiempo da de comer precisamente a los géneros.
Arquetipos de arcaico género masculino, arquetipos de la sociedad actual con respecto al género femenino, y ante todo, una miscelánea de géneros de los que la película emana (tanto de forma evidente como mediante una elegante y muy elaborada sutileza), y a los que contribuye como una pieza única en su especie.
Terror, Ciencia-ficción, Cine fantástico, Serie B, Road-movie, Survival, Comedia, y, sí, marcados elementos del Western en la relación entre dos de sus personajes, hacen que aunque no lo parezca, la película se alce como una pieza única, especialmente por dos motivos: el amor y el valor por y para hacer cine, respectivamente.
LA PASAJERA.
LA MODERNIDAD DE LOS CLÁSICOS.
La pasajera hace lo mismo que han hecho todas las películas que en su momento desafiaron los cánones: hacer suyo todo aquello que en su día fue moderno y que, una vez transformado en clásico, vio como su legado convertía al alumno en maestro, como Hyde surgía de nuevo del interior de Jekyll.
Así, se estableció una cadena que, deformándolos, fortaleció sus eslabones. Los días de sombras y niebla del expresionismo dieron paso a las voces del terror de la Universal, y sus monstruos condenados al olvido revivieron gracias a la fuerza de los colores y los páramos de la Hammer, el terror gótico italiano, el Fantaterror español y, ya en la decadencia de aquellos días, una nueva transformación que destruyó los templos del terror durante los salvajes años setenta, para al fin, llevar a los géneros que siempre serán la razón de ser del cine a la cima de la taquilla durante la era de la que más claramente se nutre la película: la década de los 80.
Aquellos años que renovaron el género y hoy son ya clásicos del cine, sitúan a La pasajera en la posición que ellos mismos ocuparon hace tiempo: la innovación, la modernidad de los clásicos.
En su secuencia de apertura, los excursionistas perdidos en una especie de páramo hacen inevitable que La pasajera nos traslade a la mítica An American Werewolf in London (John Landis, 1981).
Sin dar tregua ni tiempo a respirar, nos envuelve en una niebla maravillosa digna del mismísimo John Carpenter, uno de los maestros de ceremonias al son del que bailará gran parte de la película, siempre al compás de la intencionadamente «Carpenteriana» y excelente música de Alejandro Román.
Pero eso no es todo, ni mucho menos.
Superada esta fantástica obertura —en la que la magnífica y determinante narrativa del director de fotografía, Ignacio Aguilar— deja una impronta que, fiel al espíritu de la película, toma prestadas tantas cosas como las que aporta, el film se adentra en su fase más costumbrista.
Durante este entreacto a modo de presentación de los personajes, el espectador debe olvidar las tendencias sociales, empatías y cualquier tipo de actitud que la sociedad actual considere inaceptables. De lo contrario no entrará en el estupendo juego con el que el guion de Luis Sánchez-Polack (nacido a partir de una idea original del propio Cerezo y desarrollado por Asier Guerricaechevarría y Javier Echániz), la inteligente dirección de Cerezo y González y las crecientes y fieles a sus personajes interpretaciones conducen la película por la senda de otro de sus principales referentes: Luis García Berlanga.
La premisa aquí es sencilla, pero la ejecución es sutil y compleja: Blasco (Ramiro Blas), el propietario de una para nada casual empresa de extinción de plagas, completa sus precarios ingresos transportando pasajeros en su vieja y castiza furgoneta Ebro. En la secuencia que abre esta fase, un montaje medido y narrativo presenta a los dos (conductor y furgoneta) a ritmo de pasodoble, algo que supone una de las apuestas más arriesgadas y que aportarán más personalidad propia a la película.
La modernidad de los clásicos…
A bordo de «La Vane» —así llama Blasco a un vehículo caracterizado como la única mujer capaz de compartir viaje de forma constante con un tipo de lo más cavernario y repulsivo— viaja Mariela (Cecilia Suárez), una mujer mejicana, taciturna y religiosa que rechaza por completo la irritante y provocadora personalidad del conductor y de aquello en lo que ha convertido su vehículo.
Juntos llegan al encuentro de las otras dos pasajeras con las que compartirán el viaje: Lidia (Cristina Alcázar) y su hija Marta (Paula Gallego).
Tras la conflictiva presentación al espectador y entre ellos mismos del resto de personajes, cargada del humor incisivo, caricaturesco y «Berlanguiano» que Blasco desprende como si de un aliento rancio se tratase, La pasajera arranca su viaje con un destino muy alejado del que todos esperan.
Sin embargo, antes de que la película se libere y recorra los senderos de la ciencia-ficción y el terror de la forma salvaje y alocada en que lo hará, hay algo en el lenguaje cinematográfico del inicio de este viaje que en ningún caso puede pasarse por alto, pues en este tramo aparentemente transitorio, hay cosas que deben permanecer.
Decía antes que la película se alza como una pieza única por dos motivos: el amor y el valor por y para hacer cine.
Esto se manifiesta en el cuidado y cariño con el que todos los departamentos desarrollan su labor, desde el inclusivo diseño de sonido hasta el más pequeño de los detalles de la magnífica dirección de arte con la que la furgoneta se transforma en un universo propio.
Pero hay tres aspectos que me parecen espacialmente magníficos: la narrativa del vestuario, esa cinta de pasodobles encasillada, que atrapada en la radio retiene el tiempo y las viejas costumbres como la última trinchera, y la utilización por parte de Aguilar y el dúo de directores del Split Diopter (lo cual, además de aportar al universo de Blasco un aspecto extraño e inquietante), supone un maravilloso guiño a Brian de Palma y su famosa utilización de la «lente partida».
Volviendo al vestuario y el fondo de un viaje que dista mucho de quedarse en las meras formas, los cuatro personajes se embarcan en un viaje absolutamente crepuscular (aquí el Western asoma sutilmente, reservando su aparición estelar para el final), los cuatro —a modo de cuatro jinetes que han de afrontar sus propios apocalipsis— muestran sin hablar un viaje hacia el fin.
Los tonos de Blasco son duros y secos como la tierra agrietada por el sol bajo el que los elementos de sus creencias y costumbres se consumen, por más que su cinismo propio del amargo e intolerable antihéroe que es, se defienda del paso del tiempo.
Mariela contrasta su rostro pálido con la ropa y el pelo negro en los que se ampara, ocultando el verdadero motivo por el que realiza el viaje: eludir a la muerte que la obliga a convivir con su propio espectro y a la que espera derrotar en base a su religión.
Lidia —fiel a su nombre guerrero— viste de un rojo agresivo y decidido a dejar atrás todo aquello que la atormenta (especialmente lo ocurrido con su hija), pero (igual que Carrie vista por De Palma), lleva la sangre de los acontecimientos pegada a la piel.
Marta contrasta un carácter que pretende ser cínico y rebelde con una vestimenta azul que parece albergar esperanza en un futuro que borre de su cara las huellas del pasado, un carácter que la aleja de su madre (facilitando paradójicamente la separación que motiva este viaje), y acercándola molesta y provocativamente a Blasco, el enemigo que solo pretende viajar hacia un lugar en que divertirse y olvidar un mundo que su ojo lisiado todavía le deja ver.
Pero eso sí, ese lugar no es otro que una romería de pueblo dedicada a la virgen. Viaje crepuscular, sí, pero costumbrista, Berlanguiano y cañí hasta los cimientos de ese irritante pasodoble que acompaña las ínfulas del torero casposo que Blasco nunca llegó a ser.
Los cuatro fantasmas a bordo de «La Vane», no son en absoluto personajes vacíos. Y una vez superado este tramo del viaje, llega la locura, la diversión y el disfrute máximos que solo los géneros de la película pueden ofrecer.
CCA. Este podría ser perfectamente el acrónimo que defina las sendas por las que transita La pasajera. Una vez que la trama se sume en el terror y la ciencia-ficción, Carpenter, Cronenberg y Alien (Ridley Scott, 1979), hacen su aparición estelar como los clásicos que alimentan al nuevo monstruo.
Tras el inicio, Carpenter expande su legado con la niebla que no cesa de envolver los fenómenos extraños que alimentan la psicosis del grupo (como la desarrollada en La cosa) ante la amenaza del monstruo alienígena surgido del cuerpo que atropellan en su viaje, y al que deciden subir a la furgoneta, estableciendo un paralelismo claro con el octavo pasajero de la Nostromo en Alien, con el que las criaturas invasoras guardan un parecido físico y reproductor que comparte grandes similitudes (además de las dos versiones de La invasión de los ultracuerpos), con el «Body Horror» y la «Nueva carne» con la que David Cronenberg marcó los finales de los setenta y toda la década de los ochenta.
Otra de las similitudes más destacables en lo que a influencias se refiere, es la mostrada por los directores en los gestos faciales de las víctimas del ente invasor. Los rasgos deformados en una mueca divida entre la caricatura y el horror conducen por una parte a la saga Evil Dead (dirigida por Sam Raimi entre 1981 y 1992).
Por otra parte, las deformaciones en el rostro que sufre el personaje de Lidia, estrechan lazos con la expresión de Regan en El exorcista (William Friedkin, 1973).
En este tramo de la película especialmente entregado al terror, la ciencia-ficción y los años ochenta, los responsables de la película se muestran hábiles, manteniendo intacto su espíritu.
Así, de los elementos que en su día fueron renovadores y hoy son clásicos, la película bebe y al mismo tiempo da de comer con su arriesgado y acertado costumbrismo «cañí».
Desatado ya el infierno, Blasco deja atrás su capa de suciedad emocional, y ante la necesidad que hace levemente a un lado a la Road-Movie para meterse de lleno en el Survival, surge el cambio.
El antihéroe y su nueva compañera adolescente se redimen, uniendo sus fuerzas para enfrentarse a la muerte con la que —ahora sí entramos de lleno en su terreno— los Westerns de Sergio Leone sembraron en suelo español.
La modernidad de los clásicos…
En el tramo final de la película, Blasco (tuerto, arcaico y bebedor) cabalga hacia la puesta de sol acompañado de una adolescente que posiblemente ya no volverá a serlo jamás. Es decir, asistimos a un terror de capote, espada y pasodoble que reinventa los dos protagonistas de True Grift (Henry Hathaway, 1969), el mítico Western en el que John Wayne (tuerto, arcaico y bebedor) abandona su personalidad para ayudar a Kim Darby en su venganza.
Sepultados bajo la noche y la niebla de la que surge el terror extraterrestre, los protagonistas alcanzan un bar perdido en un pueblo español. Beben, afianzan su amistad, y ante la presencia de la muerte, que trae consigo una última reminiscencia al Pueblo de los malditos (Wolf Rilla, 1960), cabalgan en «La Vane» hacia el corazón de las tinieblas.
La modernidad de los clásicos…
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Feliz viaje de vuelta hacia la noche. #SHADOWSRULES
David Salgado.
©24 sombras por segundo. Septiembre de 2022.