IRATI.
LAS VOCES DEL MUNDO PERDIDO.
Irati supone —además de un reto y un acontecimiento dentro del cine español—, un salto evolutivo gigantesco para su autor con respecto a su interesante largometraje anterior, Errementari (2017).
Supone un salto, sí, pero la película toma impulso retrocediendo irónicamente al pasado, hasta el principio de las cosas, concretamente.
TODO LO QUE TIENE NOMBRE EXISTE. DEL AGUA, EL FUEGO Y LA MAGIA.
«Todo lo que tiene nombre existe».
Así sentencia Irati el fin de los días que alumbran esta película forjada en un fuego intangible que no cesa, que nace de todo aquello que el orden y el poder establecido sepultan y condenan para acabar con las fuerzas naturales, con el misterio que aporta una belleza invencible. La película se basa en fuerzas fundamentales: el fuego, el amor imposible y condenado a la muerte, la tristeza y el olvido, los mitos del mundo antiguo en contraposición al mundo moderno y alimentando continuamente la trama, la música como elemento narrativo esencial
Irati es un viaje al abismo en el que se pierde el origen del mundo y las fuerzas mágicas de las que se alimenta. Es también una historia de amor maldito entre la pasión humana y el poder de la naturaleza y sus criaturas paganas. Todo ocurre amparado por el misterio y la niebla que protegen los bosques del norte y generan leyendas.
El desafío a las formas y poderes establecidos sobre el que se alza Irati trasciende la ficción, pues su ajustado presupuesto asume el reto y —como si de un elemento mágico más de su argumento se tratase—, asume un vestuario, atrezzo y efectos visuales que en el mundo real habrían necesitado una inversión mucho mayor.
Pero Irati es mágica…
Así, se sirve del cisma entre las fuerzas antiguas que alimentaron la juventud del mundo y la nueva religión cristiana que se expande como la reina exclusiva de una nueva era.
Entre los nuevos templos románicos, sólidos, fríos y poseídos por los lamentos piadosos de los monjes y las cuevas salvajes de formas grotescas que nacen en el centro del tiempo y el espacio.
Por otra parte, los convulsos días de intrigas, guerras y bajas pasiones humanas que persiguen la sucesión en el trono, las invasiones de ejércitos francos, y las disputas —y alianzas— entre cristianos y musulmanes, alimentan y fortalecen la trama con una serie de personajes secundarios de lo más interesante, entre las que destaca especialmente Oneka (Nagore Aranburu).
Pero la verdadera fuerza de la película reside allí, en la oscuridad y el olvido. Irati establece vínculos tan fuertes como obvios con la obra maestra de John Boorman, Excalibur (1981), pero este intrincado recorrido por cuevas y pasadizos atávicos, decorados con pinturas y símbolos con un significado tan pleno como oculto que conduce al corazón de la tierra y la existencia misma, tiene personalidad propia.
Irati bebe de los mitos que han hecho del mundo lo que fue, lo que aún es, pese a las pretendidas hegemonías de las religiones, pero todo lo lleva a su terreno.
Así, en esas cuevas y bosques envueltos en niebla y misterio, las salvajes y primitivas criaturas del imaginario vasco muestran su propia identidad al mismo tiempo que marcadas reminiscencias helénicas en general y homéricas en concreto.
La película parte de la novela gráfica de Jon Muñoz Otaegi y Juan Luis Landa, El ciclo de Irati. Así, se abren las páginas de un bestiario poblado por la escena pirenaica precristiana, y en un ambiente entregado por completo a la brujería, el espíritu feérico y las fuerzas paganas, desfila una serie de criaturas fascinantes que mezclan su identidad propia con mitos clásicos.
Gigantes, cíclopes que recuerdan a Polifemo, y una fuerza vital de fuego y carne que otorga y custodia la vida que —como las hilanderas helénicas— teje sin cesar mientras aguarda el retorno de sus dos emisarias más poderosas, que suponen a su vez los pilares interpretativos de la película.
Una bruja, Luxa (Elena Uriz) y una lamia, Irati (Edurne Azkarate), último vestigio del mundo ya condenado al olvido y la destrucción a manos de los nuevos hombres, liderados por el que ha de ser su amor, condena y destino imposible, Eneko (Eneko Sagardoy), el nuevo señor de la villa, dividido entre las mundanas disputas dinásticas, las nuevas doctrinas y sus heraldos, y la fantasía envuelta en el aliento de la niebla y la profundidad de los bosques del norte, que custodian las voces de las leyendas…
Irati lo desafía todo y alza un templo a las antiguas fuerzas, obra el milagro de transformar un presupuesto mínimo en una obra máxima, fortalecida por —además de las magníficas interpretaciones—, dos factores decisivos: la fotografía de Gorka Gómez Andreu, y la música de Maite Arroitajauregi y Aránzazu Calleja, compuesta por y para unos versos recurrentes, plenos en cuanto a belleza y significado, que sintetizan y aportan un maravilloso cierre tras los créditos finales (esperen hasta que terminen, no se vayan hasta el final), con una elocuente, certeza y bonita sentencia:
<<La sombra de un único dios. Desgracia para miles de flores. Nunca olvidéis el viejo proverbio. Todo lo que tiene nombre existe>>.
Si Irati hubiese existido en otro tiempo y espacio, durante la era del <<Folk Horror>> o el <<Sword & Sorcery>>, probablemente sería un mito. No sé si llegará a serlo, sé que es una película magnífica que vence en todos sus desafíos.
Por desgracia también sé que —como dijo en Merlín en la propia Excalibur—, <<Desgraciadamente, la perdición del hombre es el olvido>>.
Algo que, espero, jamás caiga sobre esta magnífica película.
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Feliz viaje de vuelta hacia la noche. #SHADOWSRULES
David Salgado.
©24 sombras por segundo. Enero 2024.