J.LEE THOMPSON.
EL CINE INTERCONTINENTAL.
Cuando el prolífico y mítico J. Lee Thompson llevó a cabo Return from the Ashes, contaba con 21 películas a sus espaldas, habiendo realizado las trece primeras en su Inglaterra natal entre 1950 y 1959.
En 1960 cruzó todas las fronteras imaginables, pues con Wernher von Braun (Destino, las estrellas), su cine surcó el espacio exterior y comenzó un camino entre Europa y Estados Unidos que dejaría títulos inmortales en el cine bélico, épico y de aventuras, además de adentrarse en la Serie B, el fantástico y la ciencia-ficción.
Ademas de asumir grandes producciones que habrían de convertirse en títulos referenciales, el puente intercontinental que Thompson tendió entre Inglaterra y Norteamérica también contribuyó a engrandecer un terreno que —por mucho empeño que pongan— no pertenece en absoluto solamente a los Estados Unidos: el cine negro. Como si el destino fuese una fuerza ecuánime, repartió el pretendido templo americano en dos títulos, aunque uno se haya llevado a la postre mucha más fama que el otro.
De un lado del mundo, Thompson alteró el pulso de la humanidad con la maravillosa Cape Fear (1962), mítica producción estadounidense cuya inmortalidad se vio revitalizada por la obra maestra en forma de Remake que Scorsese llevó a cabo tres décadas más tarde.
Solo tres años después —aunque su fama se encuentra a siglos de distancia—, Thompson realizó un maravilloso ejercicio de cine negro americano con recursos totalmente europeos sometido a un lamentable olvido que me resulta muy difícil comprender.
Return from the Ashes merece sin duda ser rescatada de las cenizas.
RETURN FROM THE ASHES.
JAQUE A LA REINA.
Hay una película que por derecho y grandes méritos propios se asocia, posiblemente más que ninguna otra, a los rostros de los personajes. A los rostros en general como recurso narrativo.
Faces, una de las piezas maestras de la introspección y el espíritu Underground e independiente del cine estadounidense —y por lógica extensión— de su autor, John Cassavetes, narra exclusivamente a través de los rostros.
Pero algunos años antes, Thompson compuso una suerte de retrato cinematográfico cuya narrativa se apoya principalmente en cuatro rostros que recorren una infinidad de emociones y situaciones, de trágicos dolores y tristezas, de deseos y ambiciones siempre truncados por un éxito y felicidad utópicos.
En ese sentido, Return from the Ashes es una magnífica fusión entre el cine negro clásico americano y la serena desesperación de la poesía cinematográfica europea.
Podemos encontrar precisamente en esta enésima herencia de las formas y fondos norteamericanos por parte de la escuela europea diversos rasgos de identidad que aportan a la película una trama en cierto sentido heterogénea.
Si bien la trama principal aborda en su parte más trillada y previsible las maldades urdidas por un gigoló algo trasnochado que inició una relación con una mujer adinerada durante la segunda guerra mundial, las múltiples sendas subyacentes que recorren estos cuatro rostros atormentados por la derrota constante y las películas con las que entronca, alejan considerablemente de la media la gran obra olvidada de Thompson.
De hecho, la apertura de la película no concede tregua alguna, ni cede en absoluto a la comodidad emocional del espectador.
La tragedia inherente a Return from the Ashes es tan poética como salvaje. Mischa (un personaje interpretado por aquella suerte de cariátide del cine existencial y desesperado de la Europa de los años sesenta que fue Ingrid Thulin), viaja en soledad rodeada por la multitud que llena un viejo vagón de tren en la Francia ya liberada.
El tren atraviesa el invierno de 1945 en lo que el texto sugiere como una vía a la esperanza, pero en ese vagón Thompson destaca entre la multitud dos fuerzas que se oponen entre sí: Robert, un niño que alborota con una molesta e incesante libertad que se manifiesta en las patadas que propina sin cesar a la puerta del vagón, y Mischa, una misteriosa presencia perdida en algún lugar remoto, mucho más allá de ese tren liberador…
De pronto, la muerte que Mischa lleva esculpida en su rostro enjuto y tallado por el horror impone su presencia.
Robert, ese niño que ejerce su libertad molestando a todo el pasaje camino de la liberación, cae al vacío, a la terrible oscuridad que ese tren deja atrás. La muerte es de nuevo el presente que niega el futuro y la esperanza, y ese vagón libertador se convierte súbitamente en un recinto lleno de gente que grita aterrorizada ante la presencia del fin.
Tras el horror, todo el pasaje se vuelve contra el rostro hierático de Mischa, el único pasajero que no reacciona ante aquello que ya ha visto de frente; y ella muestra sus razones para no sentir absolutamente nada. Lo muestra involuntariamente en forma de una serie de números tatuados en su brazo.
Es cierto que esta abrumadora secuencia de apertura adolece en ciertos momentos de un montaje algo torpe, y algunas de las interpretaciones impiden que la película fluya como debería. Pero la impagable presencia de Ingrid Thulin y el súbito desarrollo de los acontecimientos, sumados a la irrupción de la desconcertante música de John Dankworth, hacen de este breve pasaje una pieza magistral desbordante de narrativa.
Y la película no ha hecho más que comenzar…
Tras esta impresionante obertura se produce un efímero regreso de Mischa al mundo de los vivos bajo el sardónico nombre de Julia Robert, descubierta enseguida como Michele Wolf Pilgrim, una identidad que ella prefiere someter a un misterioso olvido. Refugiada de nuevo entre los muros de una habitación y su ventana que ahora sustituyen al tren de consecuencias que la ha traído hasta aquí, Mischa realiza una llamada telefónica en la que mantendrá un elocuente silencio con otros dos personajes.
Después, la película retrocede en el tiempo y el espacio, cambiando en su heterogénea naturaleza la tragedia por la trama más simple de todas las que aborda, la relación que mencionaba antes entre Stanislaus Pilgrin (Maximilian Schell), un buscavidas que refugia su auténtica naturaleza tras su notable habilidad como jugador de ajedrez (magnífico doble juego el de este personaje gracias al estupendo guion de Julius J. Epstein basado en la novela de Hubert Monteilhet), y una acaudalada doctora judía heredera de un importante patrimonio, separada de su primer marido y de una hija con la que no tiene relación.
Esa doctora es, obviamente, Michele Wolf Pilgrim, el jugador de ajedrez con el que establecerá una relación de pasiones frías y acuerdos económicos a favor del «profesional» (así lo denomina el guion en su primer encuentro), no es otro que Stanislus Pilgrim —lo será tras su boda con Michele—, y la relación que establecen en torno a partidas de ajedrez, charlas filosóficas sobre la ausencia de responsabilidad y diversión sin compromiso, es el factor del que el doctor Charles Bovard (Herbert Lom), trata de alejarla.
Esa relación derivará en la tragedia que abrió esta especie de (permítanme el guiño a Stefan Zweig), «Novela de ajedrez» en la que las citas filosóficas referentes a Dostoyesvki y sus Hermanos Karamazov y Crimen y castigo son parte recurrente del magnífico guion y las interpretaciones, formando el entramado que desarrollará el último y prolongado acto de la película, cuando el otro pilar que la sustenta aparezca definitivamente en escena: Fabienne Wolf (Samantha Eggar).
Tras la boda que sella la relación entre Michele y Stanislus, todo se trunca con la detención por parte de los nazis de la pareja, que conlleva la deportación de la doctora al campo de concentración que la llevó al tren que inició esta historia y que, tras convertirla en un espectro, la trae de nuevo al mundo de los vivos. Un mundo que ya no le pertenece en el que el jugador de ajedrez gana la partida viviendo de la herencia de Michele y manteniendo una relación con su hija Fabienne.
Así, el antiguo espectro regresa a la vida con la ayuda de Charles, y con el rostro de Michele dejando para siempre atrás el de Mischa, se establece una especie de juego de espías mutuo entre Fabienne, Michele, Stanislus y Charles como —de nuevo— elemento externo que vela por la doctora. Una especie de retorcido asunto de familia —que anticipa las viciadas relaciones que Mike Nichols puso en evidencia con El graduado (1967)—, pone en marcha la parte de la película que entronca con obras maestras como Las diabólicas de H.G. Clouzot (no en vano fue el genio francés quien cedió la película a Thompson) y el espíritu enrevesado de las tramas de Hitchcock.
Es cierto que ni Thompson ni su película alcanzan la maestría de los genios británico y francés, pero también lo es que —pese a sus limitaciones— Return from the Ashes se trata de una película excelente que merece su discreto lugar en la cima.
En este intrincado tramo final, el universo del cine negro clásico se apodera de la película, y la estupenda y hasta ese momento relativamente sobria fotografía de Christopher Challis se alía con la narrativa basada en los rostros de la que hablaba al principio, para poner en juego las luces directas dirigidas a los ojos de los actores (como en el cine clásico americano), que enmarcan en las sombras los rostros convertidos en los protagonistas absolutos de la película.
Dicen los detractores de esta película que se pierde en sí misma más allá de su apertura, y que el desarrollo de su acto final es demasiado previsible, sus intrigas demasiado manidas, y su aproximación al «Whodunit» resulta anticuado para aquellos días en los que la serena desesperación ya comenzaba a ceder el camino a los salvajes y violentos años setenta.
Pero a mí, este retorno del maravilloso espectro que fue Ingrid Thulin en una película repleta de fantasmas sin acercarse siquiera al terror, cargada de espías, recelos, deseos humanos, ambiciones e intrigas sin profundizar en el cine negro, y densa y poética como la más honda de las tristezas sin pertenecer al existencialismo europeo, me parece una cumbre del cine heterogéneo e intercontinental que tan bien realizó J. Lee Thompson en la que me resulta, sin duda, su mejor y más variada película.
Return from the Ashes y su abrumadora narrativa compuesta por rostros encerrados en su propia derrota me parece a su manera una película magistral, una apasionante y novelesca partida de ajedrez en la que el continuo jaque a la reina no logra la victoria para nadie.
Y así creo que debemos celebrar su dolorosa existencia.
https://m.ok.ru/video/1067033037407
Feliz viaje de vuelta hacia la noche. #SHADOWSRULES
David Salgado.
©24 sombras por segundo. Mayo 2023.