LOS DELINCUENTES. LAS PARTES Y EL TODO DE RODRIGO MORENO.
Es muy posible que Los delincuentes sea la mejor película de Rodrigo Moreno, tanto ahora como cuando llegue el final de su filmografía, y es totalmente seguro que es una de las mejores películas del cine argentino, no ya del pasado año, sino de los que estén por venir.
Teniendo en cuenta su eficacia y capacidad de producción, resulta difícil creer que una obra magistral del actual cine argentino no lleve la firma de la productora El pampero, pero lo cierto es que Los delincuentes —aunque compuesta por un montón de referencias a grandes películas y en ciertos aspectos bajo el influjo de la casa— es una obra de Rodrigo Moreno.
Lo es desde la más pequeña de sus múltiples partes hasta el magistral todo, la pieza única y sólida que el autor ha conseguido armar.
Es cierto que la imponente presencia de Laura Paredes y ciertos aspectos argumentales (e incluso visuales) pueden asociar la película de Moreno a Trenque Lauquen, precisamente la reina del cine argentino del año pasado, pero insisto, Los delincuentes tiene identidad propia.
También es cierto que la película comparte punto de partida y nombre de uno de los protagonistas (Morán) con uno de los grandes —y olvidados— cineastas argentinos. Apenas un delincuente (Hugo Fregonese, 1949), una película que indudablemente inspira a la obra de Moreno, pero volcada aquella en las formas fatalistas propias del Noir clásico, siendo mucho más próxima la película de Fregonese al universo de Jules Dassin en Fuerza Bruta o La ciudad desnuda, por lo que aun partiendo de un punto común y circulando por la misma senda durante una parte del trayecto, ambas películas separan sus caminos para no volver a coincidir.
Sin embargo, y aunque es necesario reivindicar en todo momento su identidad propia, Los delincuentes está formada por muchas más piezas, todas pequeñas y sutiles, pero extremadamente valiosas. Tan excelente es el manejo de las partes como la calidad del todo.
EL FANTASMA DE LA LIBERTAD.
GEOGRAFÍAS, REFLEJOS Y SIMETRÍAS.
Sí, esta película utiliza numerosas referencias a favor de su identidad propia, pero este fantasma de la libertad al que apelo no la vincula en absoluto con Buñuel y su obra.
Resulta complejo reducir la inmensidad de Los delincuentes, desde sus 189 minutos —que bien saben a poco, pues podrían continuar hasta el infinito—, hasta la urbe colosal, caótica y ruidosa que oculta las identidades (acaso las existencias) de los individuos que están a punto de desafiar los límites de sus celdas (como aquel condenado a muerte fugado en el cine de Robert Bresson), para invocar al fantasma de la libertad.
Pero para que tal cosa ocurra, han de convertirse en delincuentes. Y para esto la ciudad debe abrir paso a las celdas en las que una serie de tipos tan honrados como muertos en vida permanecen encerrados.
Morán (Daniel Elías), trabaja en un banco en el que consume sus días y años de vida ante miles de ojos en rostros que le hablan sin alzar la mirada, ante miles de billetes que cuenta con la rapidez y precisión de un tahúr, de uno de esos jugadores de cartas del cine negro. Morán, que bien podría haber sido extraído de aquella The Silent Partner que en 1978 llevaron a cabo Daryl Duke y Curtis Hanson, tan lejos en el tiempo y la distancia de estas celdas argentinas.
Pero esos ojos y esos billetes nunca formarán parte de su vida.
Román (Esteban Bigliardi) vive la misma situación, añadida a una relación que adopta la tristeza como rutina mientras se hunde.
Del Toro (Germán de Silva) gobierna sobre las ruinas emocionales de sus compañeros y añora los viejos tiempos en los que «había menos libertad, pero podías fumar donde quisieras».
En estos primeros compases de la película, Rodrigo Moreno muestra al colectivo mediante un sutil y certero manejo del Blocking (ese recurso que parece haber muerto, pero que resulta vital para cualquier secuencia con varios personajes).
La geometría de las celdas que ocupan los personajes favorece sus posiciones, sus movimientos, la dirección de sus miradas… todo se ha calculado con la mejor precisión, esa que anula el recurso, esa que hace que parezca que todo surge sin haber sido planeado.
Cuando cierra el plano, Moreno sigue mostrando las celdas, pero la narrativa cambia por completo. Ahora los barrotes (primero los de la caja acorazada del banco y las ventanillas individuales, más tarde las de la prisión), circundan los rostros de los presos que pronto, muy pronto, negociarán con el fantasma de la libertad.
Morán propone a Román una inversión maestra. Morán robará el dinero de la caja fuerte del banco a la vista de las cámaras de grabación, se lo entregará a Román y después se entregará a la policía. Román ocultará el dinero mientras Morán cumple la codena en la cárcel (tres años y medio según sus cálculos), y cuando salga, Morán y Román se repartirán el dinero para ser libres: «tres años y medio en la cárcel o veinticinco en el banco», sentencia el tahúr ante el desconcertado y tentado Román…
Pero antes, Moreno deja una pista. Introduce a Hitchcock en la ecuación y mediante uno de los mejores MacGuffin que recuerdo haber visto en mucho tiempo plantea un juego de simetrías a modo de casilla de salida en esta aventura, en este ingenio de espejos donde todo ocurre dos veces entre tres personajes con el mismo nombre escrito en diferentes sentidos.
Un suceso aparentemente intrascendente, una simple operación bancaria que no llega a realizarse revela veladamente la principal clave narrativa de una película que funciona a modo de juego.
Después, iniciado el plan en el que el cine de Bresson reaparece en pantalla con L’Argent, Morán, Román y Norma (Margarita Molfino), inician una relación que transcurre en dos tiempos y espacios distintos que van desde la urbe y las celdas individuales hasta los espacios infinitos del Western.
Esos tres nombres que en realidad son uno se funden en una relación simétrica en la que Morán anticipa el que será su reflejo cuando esté preso, Román, y cuando éste comprenda que ambos lados del espejo se han enamorado de la misma mujer, Norma, la carrera hacia el lugar donde se oculta ese fantasma de la libertad los llevará a la deriva (una deriva que no creo que por casualidad recuerda a Rivette) por una serie de geografías que parecen invocar a Renoir y su Partida de campo, un campo abierto hasta las llanuras y colinas extendidas hasta donde alcanza la vista.
Un nuevo mundo en el que poder ser libres, un mundo que esconde el botín del tahúr y su socio que, como en el Tesoro de Sierra Madre, aguarda a que sus propietarios, de nuevo solos ante la inmensidad del Western, decidan repartirse el botín, matarse en un duelo, o seguir a la deriva tras el fantasma de la libertad.
Mientras la respuesta a esa pregunta llega, Moreno invoca a Sergio Leone, y mientras el ritmo salvaje de ese disco que ha viajado a la largo de toda la película —otro ejemplo maravilloso del uso del MacGuffin— suena por última vez revelando con la letra de la canción el verdadero significado de la película, Morán, Román y Norma se desvanecen en las montañas al paso tranquilo de un caballo hacia la puesta de sol.
Tras el cine negro y su destino fatal, los delincuentes son libres al fin.
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Feliz viaje de vuelta hacia la noche. #SHADOWSRULES
David Salgado.
©24 sombras por segundo. Enero 2024.