LA DISCRETA OBRA MAESTRA DE COPPOLA.
Como si se tratase de su retraído y silencioso protagonista, discretamente y a la escucha del cotidiano transcurrir del mundo, Francis Ford Coppola realizó entre sus dos padrinos La conversación, su película soñada y una de sus más grandes obras maestras.
Cuenta la historia del cine norteamericano de los setenta -y dice la verdad- que Coppola se enfrentó a dos odiseas particulares durante los días en los que él y sus colegas pretendían derribar los antiguos templos.
La primera fue con El padrino. Allí hubo de hacer frente a la cerril y férrea oposición del sistema que pretendía erradicar y que -paradójicamente- lo llevo a la cima artística y económica. La rentabilidad de Coppola parecía indiscutible cuando El padrino II puso el mundo del revés.
La segunda odisea llegó con otra de sus obras maestras incontestables, Apocalypse Now llevó al mundo al corazón de las profundidades narrativas y voló por los aires las vidas de todos los implicados. El genio de Coppola alcanzó la cumbre y -cuando la era de la revolución murió- empezó su declive económico.
Sin embargo -fiel a su naturaleza discreta- hay otra obra maestra de Coppola -para muchos, incluido yo- su mejor película, que también se vio obligada a recorrer su odisea particular antes de lograr ver la luz. Y fue un viaje más largo que el emprendido por sus hermanas más famosas y millonarias.
La conversación surgió en 1966, Coppola escribió el guión a partir del cuento de Julio Cortázar, Las babas del diablo, pero no consiguió financiación para su anhelada película hasta el éxito en taquilla de su primer padrino.
Así, inspirada por las maravillosas Rear window y Blow-Up de Hitchcock y Michelangelo Antonioni respectivamente, y auspiciando la magnífica Blow-Out de Brian De Palma, nació entre sus dos padrinos la película soñada por Coppola, La conversación.
LA CONVERSACIÓN. NO VER, NO HABLAR. ESCUCHAR EN SOLEDAD.
Existen -en mi opinión- tres momentos y dos claves que hacen de La conversación mi película favorita -lo sé, se dice pronto, pero así es- de Coppola.
Vamos al lío.
La silenciosa, triste y desesperada soledad de su protagonista es la primera clave.
Gene Hackman interpreta a Harry Caul -maravilloso recurso fonético que suena igual que call, algo, las llamadas, la comunicación, de lo que huye patológicamente el protagonista. Hackman se mimetiza como no volvería a hacerlo jamás con un tipo frío, gris y emocionalmente a la deriva.
Un especie de hombre-máquina, serio, formal y enfermizamente eficaz en su trabajo: escuchar sin hablar ni empatizar con lo que oye. Como un cazador que aguarda un descuido de la presa, captura los sonidos de un mundo con el que no sabe ni desea relacionarse.
Sin embargo, en algunas ocasiones las máquinas fallan.
Harry ejecuta su trabajo de forma impecable, pero en una ocasión que jamás dejó de perseguirlo, alguien murió descubierto por sus escuchas. Coppola aprovecha esa clave para iniciar su película con el primero de los momentos.
La introducción de La conversación es -además de una de las mejores secuencias iniciales que he visto jamás- el paradigma de la parte por el todo.
Caul permanece encerrado en una de sus múltiples jaulas, (la cantidad de celdas metafóricas que Coppola utiliza a lo largo de la película es abrumadora: las ventanas de cristal del edificio corporativo, las ventanillas de su furgoneta que actúan como espejos del exterior ocultando su interior…) y allí, en su soledad sonora, capta el ajeno discurrir del mundo y una inconexa pero reveladora conversación.
Entre frases ambiguas que pueden indicar desde la nada hasta el todo absoluto, Caul captura retazos de una posible historia de amor clandestino, tal vez de una intriga, tal vez de absolutamente nada… hasta que uno de esos retazos invoca al fantasma, al fallo que la máquina Caul tuvo hace tiempo: “Él nos mataría si tuviese la oportunidad.”
Así arranca un rompecabezas laberíntico por el que Coppola nos conduce mediante la música de David Shire y la excelente -y mimetizada con Harry Caul- fotografía de Bill Butler. El aspecto de la película es crudo, frío y -como el mundo que Caul escucha sin ser visto- desesperado e incomunicativo.
Tras esta introducción maravillosa llegamos a la segunda clave y el segundo momento.
Para eso me centraré en una secuencia que me resulta esencial. Lo que ocurre aquí es aparentemente sencillo, casi como una mera transición, pero está muy lejos de ser así.
Harry Caul se muestra a sí mismo más abiertamente que nunca, en un ambiente relajado, entre amigos -conviene prestar especial atención al elocuente papel del estupendo John Cazale– y colegas de profesión que además de envidiarlo lo admiran, Harry deja que una mujer-tras la extraña ruptura de su insana relación con su novia, una excelente Teri Garr– le obligue a bailar y hablar con ella.
Harry pone en evidencia la incompatibilidad de su carácter solitario, inseguro y blindado con cualquier tipo de relación real. Por un momento, ese eficaz espía que observa sin ser visto y escucha sin ser oído, se abre y deja que le escuchen. Abre una rendija de la jaula en la que se encierra y permite que entre un poco de luz, y cuando esto ocurre llega la hostia, la reacción humana y común de la que él vive tan alejado.
Harry tantea ligeramente a la mujer que espera una señal y ella reacciona: “¿y como iba a saber que me quiere?”, ese es el golpe letal. Harry asiente resignado y le da la razón, no hay respuesta, no podría saberlo; sin embargo no hay nada que hacer, la jaula en la que vive no se abrirá jamás. Es demasiado arriesgado.
Y ahora, el impagable tercer momento.
Tras dejarnos claro que Caul lucha contra el letal fantasma de su error como hombre-máquina, que es un muerto viviente emocional incapaz de mostrar y gestionar cualquier afecto, que solo soporta el sonido exterior reproducido en su jaula interior, que solo encuentra alivio en el jazz que él mismo interpreta en soledad y que -ante todo- lucha contra un enemigo oculto tras los breves y estupendos rostros de Robert Duvall y Harrison Ford, Coppola tira de su condición de extraterrestre y nos quita el aire a todos poniendo espejos en la jaula de Harry.
De pronto surge la posibilidad de no ser un espía invisible, tal vez alguien haya sido capaz de entrar en la jaula, de ver y oír a Harry.
Entonces el temor se desata, el refugio ya no es seguro y durante el tiempo que dura su destrucción para asegurar que su torre de marfil sigue siendo inexpugnable, Harry pierde su aparente calma perpetua ante lo único que le aterra, lo único que teme un espía: la exposición al mundo, la visibilidad.
Una vez que destruye su refugio para hacerlo seguro se deja invadir de nuevo por sí mismo y se relaja con el sonido de la música que toca en solitario, sin banda ni público, oculto tras las ruinas de su refugio, donde nadie pueda oírlo.
O tal vez sí, quién sabe de qué es capaz ese extraño mundo exterior…
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Feliz viaje de vuelta hacia la noche. #SHADOWSRULES
David Salgado.
©24 sombras por segundo. Abril 2021.