EL PADRINO Y COPPOLA. EL DON DEL CINE.
Los protagonistas de la demolición del antiguo sistema cinematográfico estadounidense fueron pocos, pero muy valiosos -tanto que hoy son viejos maestros- pero a pesar de la grandeza general, solo uno en concreto y con una sola película dividida en dos partes logró derrotar absolutamente a los viejos dioses de la industria. El padrino, su segunda parte y Francis Ford Coppola demostraron que con valor, astucia y un talento inalcanzable, es posible volarle la cabeza a la humanidad y reventar la taquilla.
Así fue como Coppola y su equipo irrepetible terminaron silenciando a quienes les negaron todo lo que pretendían para sus dos primeros padrinos, dos partes que yo siempre he considerado una película indivisible, salvo por cuestiones prácticas.
No me parece esta su mejor película -creo que no hay cimas más altas que La conversación y Apocalypse Now– sin embargo El padrino sí es el triunfo absoluto de la voluntad, del talento contra y al mismo tiempo a favor de la industria.
Coppola se convirtió en un maestro, se hizo millonario y salvó a los estudios que no querían saber nada de sus métodos.
En 1972 ningún ejecutivo cinematográfico quería oír hablar de Marlon Brando, ninguno sabía quién diablos eran Robert Duvall, Diane Keaton, Robert De Niro, Al Pacino… y por supuesto no estaban dispuestos a entornar los ojos para escudriñar lo que se ocultaba en las sombras con las que Gordon Willis plasmó a Caravaggio en el cine.
Pero en algunas ocasiones la razón apoya a su verdadero dueño, y Coppola pudo regalarle a la humanidad la que posiblemente sea la más perfecta de las películas imperfectas.
No tiene una gran profundidad narrativa, carece de la complejidad emocional y filosófica de La conversación y Apocalypse Now respectivamente, y tiene un ritmo inusualmente lento para tratarse de una película de gángsters. Y aún así es una pieza maestra, de una belleza fotográfica y sonora brutal por parte de Willis y Nino Rota, un casting e interpretaciones que deberían estar en todas las escuelas del mundo, y un montaje tan medido y brutalmente narrativo que lo único que puede hacer cualquier espectador con sangre en las venas es abrírselas y dejar que brote como la de los enemigos de los Corleone.
Coppola reinventó el género y reventó la taquilla. Coppola se convirtió en el Don del cine, porque el don del cine es suyo.
Un claro ejemplo de todo esto lo encontramos en la conversación entre Vito y Michael. Las interpretaciones de Pacino y Brando en la secuencia a la que pertenece la fotografía que dejo a pie de estos párrafos, demuestran el acierto pleno de Coppola en cuanto a lo pausado del ritmo.
Aquí la dirección y el trabajo con los actores son milagrosas: Coppola les dice a Brando y Pacino qué está ocurriendo y ellos alzan la interpretación a la cima cuando se lo cuentan al espectador.
Vito no quiere a Michael donde está, y Michael nunca quiso las cosas como son, pero cuando se dicen adiós sin pronunciar esa palabra, cuando en esa secuencia se despiden, los dos asumen su nueva etapa, su nueva identidad.
El antiguo Don se sume en la infancia que la sangre le arrebató y la sangre le brinda de nuevo en su último capítulo. Pero antes le enseña a Michael como ser lo que él ha sido hasta ese momento, y a partir de ese instante ambos mueren para renacer en otra piel.
Michael es un hombre y Vito un niño, como en el Gatopardo, todo cambia para que todo siga igual.
Coppola es un maestro, y como tal sabe que el ritmo para contarle todo esto al espectador ha de ser pausado, y las formas, sutiles. Ya no estaban en los años treinta, eran los setenta, las viejas formas ya no servían.
Lo que sirvió, sirve y servirá siempre para dejar al espectador desarmado, fue, y es, esta forma irrepetible de hacer cine.
“LEAVE THE GUN, TAKE THE CANNOLI.”
Otro de los incontables momentos que también despejan cualquier duda acerca del pleno acierto, talento extraterrestre y oficio de Coppola, es el tramo que recorren los personajes desde la casa de Clemenza, (Richard S. Castellano), hasta la ejecución en la que ejercerá el papel de juez.
La sutileza como vía para la más vehemente violencia es una maravillosa constante en El padrino que, en mi opinión, alcanza su punto álgido en esa secuencia.
Coppola es listo como un zorro, y como tal juega con los personajes y el guión, con sus personalidades y las situaciones, con los pequeños detalles. Con todo lo que hace del cine la gran forma de contar historias que es.
Un traidor va a ser ejecutado de una forma clandestina y violenta, pero sin vehemencia ni información gratuita, y mucho menos innecesaria. Clemenza advierte que tenga cuidado con los niños al dar marcha atrás, bromea durante el trayecto y Coppola se divierte mostrando como un desgraciado recorre su camino al cadalso entre la hierba mecida por el viento.
Con la estatua de la libertad, allá, observando desde el horizonte cómo funcionan las cosas en América.
Clemenza tiene que mear y el traidor tiene que morir. Sin más que el sonido de los disparos, tranquilamente, mientras Clemenza termina y recuerda que deben dejar el arma y coger los cannoli.
Al fin y al cabo, Clemenza es cocinero, no un asesino. Coppola un maestro, El padrino una cima y el espectador un tipo que jamás podrá pagar la deuda contraída con una de las películas más fascinantes que veré jamás.
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Feliz viaje de vuelta hacia la noche. #SHADOWSRULES
David Salgado.
©24 sombras por segundo. Marzo 2021.