THE WHODUNIT EIGA.
Rashomon es mucho más que una de las obras maestras de Akira Kurosawa. Es mucho más que una de las mejores películas de la historia, es mucho más que esa lluvia de la que tantas veces se ha dicho que posiblemente sea la más hermosa y elocuente que alguien haya filmado jamás.
Rashomon es —con permiso de Jigokumon, la gigantesca obra con la que tres años después Teinosuke Kinugasa asombró al mundo— la puerta del infierno por la que el cine del sol naciente mostró el camino hacia los maravillosos secretos encerrados en el cine nipón.
No creo que exista obra menor en la carrera de Kurosawa, es cierto que en conjunto no todas sus películas están a la misma altura, pero en todas hay momentos únicos, retazos inimitables de uno de los pocos cineastas que verdaderamente son genios absolutos.
Hace tiempo que parece recurrente hablar de Kurosawa, Ozu y Mizoguchi como el triunvirato del cine clásico japonés, y es cierto que Japón es un cosmos particular encerrado en un planeta ajeno a su idiosincrasia, a su cultura ancestral, elegante y espectral, histriónica y vehemente que encierra un sinfín de obras cinematográficas magistrales merecedoras de tanto reconocimiento y admiración como los nombres más célebres, pero también lo es que cada vez que regresamos como espectadores a estas películas gigantescas caemos rendidos de admiración y gratitud ante su narrativa inalcanzable.
Cuando Rashomon irrumpió en el festival de Venecia en mitad de aquel siglo XX nuevamente desangrado por una guerra mundial, el mundo enloqueció ante el verdadero demonio que habita en esa puerta del infierno en ruinas y asediada por una lluvia inexorable.
El demonio que allí hallamos no es otro que el ser humano, víctima y a la vez culpable de un crimen que Kurosawa (mediante un irrepetible e innovador manejo del «Wodunit») convertirá en algo irresoluble, pues de una sola realidad surgen como extraños espectros las diferentes versiones en forma de mentira —o dicho de una forma más poética e indulgente—, una serie de relatos fantásticos acerca de la única verdad.
Rashomon es, al fin y al cabo, un hecho real ocurrido en un bosque que parece embrujado y dividido en una serie de relatos de los que resulta imposible obtener la verdad.
RASHOMON. LA VERDAD Y EL ARTE DE LA MENTIRA.
Hay un hecho verídico y demostrado en Rashomon que ha de enfrentarse en un juicio invisible e inaudible contra la infinita capacidad del engaño. Un crimen real ante una serie de verdades alteradas por la fantasía del relato.
Cercados por la lluvia y refugiados bajo las ruinas de una especie de puerta del infierno, un leñador (Takashi Shimura), un sacerdote (Minuro Chiaki) y una especie de vagabundo (Kichijirô Ueda), hablan acerca de un hecho terrible ocurrido en el bosque, la violación y el asesinato por parte de Tajômaru (Toshiro Mifune) de una enigmática mujer, Masako Kanazawa (Machiko Kyô) y su esposo, el Samurái Takehiro Kanazawa (Masayuki Mori).
Una vez capturado, el forajido Tajômaru es sometido a juicio por un tribunal fantasma que no podemos ver ni oír, pero que debemos asumir como una realidad, pues Kurosawa convierte ese plano subjetivo del preso y los testigos en nuestro único punto de vista como espectadores. Es decir, los jueces existen porque vemos a través de nuestros ojos lo que ellos ven, eso es verdad. Pero ni los vemos ni los oímos, por lo que su existencia puede ser mentira.
La verdad y el arte de la mentira…
A medida que la conversación entre los tres refugiados de la lluvia bajo la puerta de Rashomon avanza, descubrimos las diferentes formas de entender la existencia de tres personajes que le bastan a Kurosawa para —con la ayuda del magnífico guion de Shinobu Hashimoto basado en la historia original de Ryûnosuke Akutagawa— exponer el que posiblemente sea el concepto más universal de la esencia del ser humano: la capacidad para transformar un hecho en un sinfín de probabilidades.
Sin embargo, la disección de la naturaleza humana por parte de Kurosawa no se limita a explorar solo ese aspecto: el egoísmo (tanto el natural como el forzado por la situación) es otro de los protagonistas principales e invisibles de la película, protagonista que supone una verdad incontestable.
Volviendo al hilo conductor de Rashomon, tras la reflexiones y narraciones iniciales bajo el templo, el sacerdote, el leñador (único testigo del crimen) y el forajido Tajômaru desempeñan sus respectivos papeles ante los jueces invisibles y silentes, exponiendo e ilustrando respectivamente sus declaraciones y su histriónica defensa mediante un manejo del Flashback sin parangón.
Así, del templo y el juicio —al que Kurosawa suma una de las mejores y más arriesgadas bazas incluyendo la declaración de una médium (impresionante Noriko Honma) por medio de la que podemos escuchar la declaración del espíritu de Takehiro Kanazawa, el Samurái asesinado— retrocedemos al corazón de la historia: el bosque que conoce la única verdad e inspira todas las mentiras.
En ese bosque en el que gracias a la fotografía de Kazuo Miyagawa la luz juega con nuestras sensaciones a través de los árboles, guiando y desorientando al mismo tiempo al personaje interpretado por un Mifune más entregado a la caricatura histriónica que nunca, Kurosawa recurre a la característica común del acervo cinematográfico japonés por excelencia: la fragilidad espectral con la que el más violento de los crímenes, la más arrebatada, repulsiva y sangrienta de las acciones se muestra como una grácil ensoñación.
La verdad y el arte de la mentira…
Kurosawa recurre en el bosque a este rasgo común del cine nipón, sí, pero se apodera de todo reclamándolo con su autoría, con su genuina e irrepetible narrativa cinematográfica. La cámara recorre el bosque y lo escudriña desde todos los ángulos imaginables, desde todas las ópticas y perspectivas posibles. El poderoso ojo de Kurosawa transforma la única verdad en un cuento de infinitas posibilidades en el que todos tienen sus motivos, y todos, según cambie la luz que hiere el aire a través de la armadura arbórea, cambian sus intenciones, sus opiniones, sus deseos en esta disección que el titán del cine realiza sobre el ser humano.
Es esa descomunal capacidad narrativa la que divide precisamente la película en una especie de tres actos puramente compositivos.
En el templo los personajes se muestran de perfil, ocultando la mayor parte del tiempo una parte de su rostro, como si la vergüenza por su incapacidad para revelar la verdad les impidiese dar la cara, cediendo además el protagonismo a la majestuosidad del templo y la fuerza de la lluvia.
En el juicio todo ocurre de frente con un narrador en primer término y el resto de figuras alejadas, escuchando en silencio en lo que parece un horizonte lejano, una especie de espejo que refleje la imagen invisible de los jueces.
En el bosque todo es cambiante, las luces y la sombras juegan con los rostros y sus emociones, sus intenciones, su verdad única y sus múltiples mentiras…
En ese bosque hay tres personajes y un hecho, pero una infinidad de posibilidades, tantas como para hacer del personaje de Machikô Kyo una mezcla entre ser humano y espectro, amén de servir como punta de lanza con la que Kurosawa abre una herida en el corazón del esquema social del Japón tradicional en concreto y el mundo en general. Así, esa única realidad objetiva sometida a una constante metamorfosis subjetiva, cambia constantemente en función del punto de vista de cada uno de los tres implicados y el desarrollo de los acontecimientos.
Mediante un juicio y un bosque puestos al servicio de los encuadres precisos en un lugar, y oníricos y un tanto ambiguos en el otro, Kurosawa logra trascender el cine de época japonés (el Jidaigeki) para crear con Rashomon una verdad compuesta de un montón de mentiras narradas de forma maravillosa, un invento tan único e imposible como el «Whodunit Eiga». Sabemos qué ha ocurrido, sabemos que todos los personajes guardan secretos, sabemos que todos los personajes cuentan su versión de la verdad, sabemos que casi todo es mentira, pero nunca sabremos a ciencia cierta la verdad.
Ante el fin inevitable de este extraño cuento, el sacerdote sentencia el juicio invisible con otra verdad incontestable cuando entre él mismo, el vagabundo y el leñador se disputan el destino de un recién nacido abandonado (quizá del propio mundo tras la Segunda guerra mundial): «Si no puedes creer en las personas, el mundo es un infierno».
Tal vez sea cierto, tal vez solo una forma de contarlo. Pero allí, en la puerta de Rashomon, la lluvia cesa y el leñador cruza el umbral del infierno con un niño en brazos hacia lo que él cree que es la esperanza, tal vez la salvación.
Quién sabe qué se oculta en la verdad y el arte de la mentira…
https://www.filmin.es/pelicula/rashomon
Feliz viaje de vuelta hacia la noche. #SHADOWSRULES
David Salgado.
©24 sombras por segundo. Septiembre 2023.