YO LA CONOCÍA BIEN.
LA GRAN ILUSIÓN, POR ANTONIO PIETRANGELI.
Yo la conocía bien, miente el título escrito por Antonio Pietrangeli, Ruggero Maccari y Ettore Scola en favor del cine italiano, una de las puntas de lanza del descontento imperante en el cine de los años sesenta.

«Yo la conocía bien», dice el título a modo de sentencia y síntesis de una vida perdida en forma de búsqueda, de esa Gran ilusión de la que hablaba Jean Renoir en una de sus obras maestras, situada tras la trinchera de la Primera Guerra Mundial.
Esa gran ilusión que también pretendió lograr la resurrección social y económica proyectada sobre la Europa que sobrevivió a la Segunda Guerra Mundial, cuya imagen invertida reveló una realidad de tonos grises, apenas capaces de ocultar las luces y sombras de la tristeza que dibujan los rasgos de los protagonistas del Neorrealismo tardío que resiste entre las líneas del horizonte de las nuevas ciudades y sus jóvenes habitantes.
Pero esa gran ilusión miente, como esa sentencia: «Yo la conocía bien» es, en el mejor de los casos, una breve reflexión ante el inexorable final que remata un camino lleno de intenciones y condenado al vacío. Esa efímera sentencia cuya verdadera naturaleza es la autodeclaración de inocencia de algunos de los culpables que jamás pagarán por el vacío al que arrojaron la vida que en esta película se relata.
Antonio Pietrangeli es uno de los nombres que viven ocultos por el esplendor de las grandes estrellas del cine italiano, pero su discreto reconocimiento no va en consonancia con su talento y sensibilidad para contar historias sobre personajes que se alejan de la suerte a la que han sido condenados en busca de nuevos horizontes.
Esta constante lucha contra la desdicha puede apreciarse en El sol en los ojos (1953), Adua e le compagne (1960), Fantasmas en Roma (1961), La parmigiana (1963), La visita (1963), y esta Yo la conocía bien, que remata la selección de sus mejores películas, en las que siempre encontramos el esbozo de un personaje: la ciudad, símbolo del pretendido progreso y lugar de peregrinación en el que la ansiada felicidad no es más que una burla cruel del destino.
La ciudad, el Boom económico, la promesa de un futuro mejor más allá de los lugares de origen, la resistencia ante la pérdida del hogar, la nostalgia, el rechazo a los avances sociales arraigado en la tierra, el frío superficial de la nueva burguesía… Esta constante lucha contra la tristeza es el corazón que late con pasión y —pese a todas las realidades— con la convicción de que la vida podrá ser más dulce, o no ser.
Yo la conocía bien, miente el título de Pietrangeli como si fuese la voz del mundo que su protagonista intenta seducir, antes de seguir su camino como si nunca la hubiese conocido. Esa es la verdadera historia de esta película maravillosa.
SECUNDARIOS A ESCENA.
EL PROTAGONISMO DE LOS OLVIDADOS.
Hay un factor común en gran parte de los personajes de la película, y es que todos —especialmente la protagonista— podrían pertenecer al reparto secundario de las grandes películas italianas de aquella época.
Unos, como meros testigos del paso del tiempo que consume vidas en las que los únicos cambios se producen en sus cuerpos, en sus rostros, que ya no pueden retener el pasado más que como una mezcla de amargura y tristeza; otros, como eternos invitados a las fiestas en las que la sociedad disfruta de la Dolce Vita que Fellini hizo inmortal, o que Antonioni mostró al mundo abriendo las puertas de los rincones más exclusivos en La Notte.
Unos son el arraigo a la tierra quemada por el sol, personajes que pueblan los nuevos desiertos, al otro lado de las torres de marfil. Otros son las sombras que se mueven bajo las luces de neón, reflejadas como destellos en las copas y los vestidos de las fiestas exclusivas que la nueva sociedad —que nada pretende saber de dificultades— organiza en su noche eterna fabricada a medida.
Todos ellos, que en las películas de referencia no habrían sido más que personajes secundarios invitados a las fiestas durante apenas una secuencia, o en unos cuantos planos aislados que reflejasen el abandono del mundo rural, sirven a Pietrangeli como protagonistas absolutos de su crónica acerca de la tristeza, en la que, irónicamente, son los habituales personajes principales los que aquí ocupan un espacio al fondo.
Desde un tiempo presente que evoca el pasado mediante su título, Yo la conocía bien cuenta la historia de Adriana Astarelli (Stefania Sandrelli), una joven que emprende el camino de huída desde su pasado en la Italia rural hacia el presente en el que encontrar el futuro en Roma, ciudad en la que espera convertirse en actriz. Pietrangeli rompe la unidad de la película en pequeños fragmentos que muestran las idas y venidas de Adriana en esa ciudad soñada, como si se tratase de múltiples relatos breves que, incapaces de alcanzar un final por sí solos, se alían en favor de la unidad narrativa.
A lo largo de esa especie de fragmentos la película pone en escena la vida de su protagonista: Adriana escucha música, toma el sol, deambula por la fiestas, conoce hombres que más tarde mentirán diciendo que la conocían bien… recorre los espacios que la nueva ciudad cede al ocio de acceso restringido en busca de una oportunidad para ser actriz, o tal vez, aunque nadie esté dispuesto a admitirlo, en busca de afecto, de algún sentimiento real.





Una de las claves de la película de Pietrangeli es la ausencia de certezas, de un suelo firme que pisar, capaz de asegurar el presente en aras del futuro. Ese título que miente resulta a la vez implacable y veraz cuando habla en pasado, pues la película somete a su protagonista a un retorno constante al punto de partida; sin embargo, este retroceso persistente no responde a un sentimiento nostálgico, sino a un intento tenaz de alcanzar sus objetivos.
Así, en una sucesión continua de desventuras en la noche y la ciudad, Adriana busca sin cesar su lugar en un mundo en el que como mucho podrá figurar como invitada.
Con un estilo totalmente emparentado con las crónicas urbanas de Fellini o Pasolini, Pietrangeli pone en juego a su protagonista y cede todo el peso de la película en la excepcional interpretación de Stefania Sandrelli, quien asumiendo solo un personaje parece mutar constantemente a medida que las situaciones y el resto de personajes de la película destruyen su iniciativa y, sin tomarse la molestia de ser conscientes, su vida.



Yo la conocía bien se centra en Adriana y en su viaje hacia la felicidad cargado de tristeza, pero no aparta los ojos del hedonismo inconsciente e insensible hacia todo aquello que ocurra más allá de los límites de la Dolce vita, siempre en constante movimiento, siempre dispuesta a olvidar todo aquello que se enfrente a la diversión, que en este caso se mueve al ritmo constante del ritmo Pop de Piero Piccioni. En ese sentido, la película de Pietrangeli se rinde por completo a las costumbres musicales de la época.
Adriana siempre encuentra un hueco en los automóviles que conducen los invitados a las fiestas a las que ella también asiste, recorre la ciudad sentada en un improvisado trono sobre el techo de un reclamo publicitario, conoce hombres que ocupan posiciones privilegiadas en la sociedad y el panorama intelectual, como ese escritor (Joachim Fuchsberger) que sin saberlo la había descrito en una de sus novelas, conoce hombres que intentan robarle, conoce a un muchacho al que intenta enseñar a bailar…







En esas fiestas en las que el pasado y el futuro se ignoran en favor del presente, Adriana también conoce (y en cierto modo reconoce a su pesar) su verdadera identidad en un mundo sostenido exclusivamente en ilusiones superficiales. Adriana se reconoce en Gigi Baggini (Ugo Tognazzi), un viejo actor que debe someterse a la humillación de servir como diversión de algunos de los asistentes a la fiesta a cambio de la posibilidad de obtener un papel en una película.
Como Gigi en su vejez, Adriana debe compaginar en su juventud otras humillaciones y trabajos con la ilusión de alcanzar el mundo del cine. Su vida laboral se reparte entre una peluquería y una sala de cine en la que trabaja como acomodadora, y en ese cine será irónicamente donde termine un breve ciclo en el que —de nuevo— conocerá a un hombre, Cianfanna (Nino Manfredi), un buscavidas que le promete una entrevista con la que podrá promocionarse, pero que termina en una broma cruel que la ridiculiza ante el público del cine.





Es sencillo —y humano— sentir empatía por Adriana a medida que la película muestra cómo recibe del mundo todo aquello que no está buscando. Sin embargo, la intención de Pietrangeli no es necesariamente realizar una crítica social, o exponer la prostitución como la condición que somete al personaje —al contrario que en La noches de Cabiria de Fellini y Il lavoro (el episodio de Boccaccio 70 (1962) firmado por Visconti—.
En Yo la conocía bien la sociedad sale a escena, sí, pero la historia se centra en Adriana y la impresionante capacidad de Stefania Sandrelli para mostrar la transformación paulatina de un personaje que se conforma con salir airosa de las múltiples situaciones en las que se ve envuelta alguien que, sin que nadie se percate porque en realidad nadie la conoce bien, se rinde a la tristeza.
Hay en este viaje sobre la línea superficial del presente, un regreso al pasado y un descenso a las profundidades. En ambas ocasiones Adriana se enfrentará a sentimientos y reacciones mucho más veraces que los que encuentra en el camino que se ha propuesto seguir.
El rechazo ante el regreso a su lugar de origen provoca en Adriana una extraña sensación que mezcla el dolor por la hostilidad con la que reciben y se consumen sus padres entre la tierra y el sol con una ligera y confusa ilusión de triunfo, de haber logrado regresar como un habitante de otro mundo; por otra parte, en lo que bien podría ser un viaje al inframundo, Adriana conoce a otros hombres, a otras personas que, como ella, viven sus días como pequeñas historias que se han desprendido del conjunto.

Esos hombres podrían amarla, podrían buscar —tal vez encontrar— la felicidad, algo parecido a la sensación de cercanía (incluso de ventaja) que Adriana experimenta entre seres humanos que existen en condiciones inferiores a las que ella conoce. Emilio Ricci «Bietolone» (Mario Adorf), un boxeador que sobrevive a cada combate y camina a la deriva por la ciudad con un pequeño maletín en el que lleva la foto de una desconocida que suple la ausencia de una novia, de alguien con quien ser algo más que un superviviente.
Italo (Franco Nero), un joven empleado en un taller que, sin saber cómo hacerlo, intenta declarar a Adriana sus sentimientos. Pero nadie sabe cómo proceder exactamente con ella, porque en realidad nadie la conocía bien. Agotado ya ese presente que se presenta como una sucesión de retazos, la película se distancia definitivamente de la sociedad, los mundos que sueñan con Adriana y los mundos que ella intentó alcanzar.



La tristeza y el descontento que marcaron el cine de aquellos días se aferran a la mirada de Stefania Sandrelli, y ella se enfrenta al espectador paralizando el tiempo.






Sus recursos se han agotado, y ahora el esplendor se desprende de sus ojos, desciende por su rostro en forma de lágrimas que bien podrían ser futuras cicatrices, y como la maravillosa Lina Canalejas en aquella crónica ruda de la realidad que Fernando Fernán Gómez firmó en El mundo sigue, Sandrelli, Pietrangeli, Ruggero Maccari y Ettore Scola arrojan a Adriana al vacío del mundo real. El mismo que fue en el pasado, es en el presente y será en el futuro.
Un mundo en el que todos mienten. Nadie la conocía bien.
Película disponible en FILMIN:
https://www.filmin.es/pelicula/yo-la-conocia-bien
Feliz viaje de vuelta hacia la noche. #SHADOWSRULES
David Salgado.
©24 sombras por segundo. Julio 2025.