EL RAPTO.
MARCO BELLOCCHIO Y LA FAMILIA.
El rapto es una más de las demostraciones de la dualidad con respecto a la grandeza de Marco Bellocchio, uno de los Dux del cine italiano, un cineasta colosal al que por alguna extraña razón no se le sitúa claramente a la misma altura que sus paisanos.

De hecho, Bellocchio cuenta con una filmografía, filosofía, arrojo y sensibilidad que entroncan perfectamente perfectamente con el cine del mismísimo Pasolini, y aunque es cierto que sus tres últimas y excelentes obras, El traidor (2019), la serie de televisión Exterior noche (2022) y esta El rapto han puesto su nombre en una escena más general, también es una realidad que Bellocchio ha recorrido buena parte del siglo XX al margen del reconocimiento que merece.
Bellocchio ha trazado con su cine comprometido y maravilloso un sendero ininterrumpido que comenzó en aquellos días de más amor y fantasía que pan —valga la mención al maestro Luigi Comencini—, para atravesar los años de plomo y las catacumbas del mundo, saliendo de nuevo a la superficie en la época actual que se rinde ante la mano firme del maestro.
Además de su valor y talento entregados a las cuestiones sociales, si hay algo que Bellocchio ha mantenido firme en su cine es el compromiso hacia la familia como eje sobre el que pivotan sus crónicas, siempre tan certeras como hermosas, y siempre con ese espacio interior —muchas veces íntimo y casi secreto— reservado a los pensamientos y el sentir del individuo hacia la familia, independientemente de los factores externos o incluso el propio deterioro o destrucción de esa institución social.


El cine de Marco Bellocchio es un asunto de familia, la base sobre la que se construye esta magnífica crónica sobre un terrible suceso que es El rapto.
SOCIEDAD, FAMILIA Y GUERRAS DE RELIGIÓN.
ANTE LA LEY DEL MÁS FUERTE.
El rapto es una película firme como una roca se mire desde la perspectiva que se mire. Y sea cuál sea ese punto de vista, Bellocchio carga ese arma tan característica suya con la que siempre abate a su objetivo, que en esta ocasión es el poder social, religioso y gubernamental ostentado por la iglesia —reducida en esta historia a un solo individuo— durante una de las numerosas épocas convulsas que ha experimentado la siempre novelesca historia italiana.
Antes de que la conflictiva unificación de Italia derrocase su poder, el Papa Pio IX controlaba los Estados Pontificios, bajo cuyo poder se encontraba la ciudad de Bolonia. Allí se desarrollan los funestos hechos del secuestro de Edgardo Mortara (Enea Sala) por parte de la autoridad pontificia en base a un hecho pérfido y fatídico que combina los elementos divinos y humanos.
El niño Edgardo nace y crece al amparo y dictado de las costumbres judías, por lo que no recibe el bautismo. La salud del niño es débil, esto provoca el temor de su nodriza, que bautiza a Edgardo en secreto para evitar que su hipotética muerte prematura lo condene al limbo. Cuando el Papa recibe la noticia de ese bautismo furtivo, ordena secuestrar al niño para convertirlo a la doctrina católica.




Con un elaborado telón de fondo histórico —la producción de la película es magnífica, por lo que la reproducción de la época en base a la ambientación, Atrezzo y vestuario nos introducen completamente en el contexto—, Bellocchio camina por sus terrenos habituales desde el inicio.
La familia Mortara se mantiene firme ante las terribles circunstancias, pero al mismo tiempo no rinde la plaza de su fe religiosa. Por su parte, la iglesia no cede ante los ataques que la lógica y la humanidad de la familia lanza contra sus muros para reclamar el regreso de su hijo, ya en manos de su nueva fe, que a la fuerza ha de forjar una nueva identidad para el niño.
Bellocchio abre fuego en dos líneas paralelas: se adentra en la familia que se resquebraja precisamente en base a la firmeza de su fe, y muestra el interior de la cúpula católica. Todo lo que vemos apenas recurre al exterior, Bellocchio cierra filas sobre el interior de los personajes y sus intimidades, sobre la pérdida del poder que cada uno ostenta a su modo mientras, una vez más, los muros del mundo exterior se vienen abajo y ceden paso a otra de las épocas que prometen traer consigo un nuevo mundo.




En esta modesta guerra de religión que sincroniza la fuerza, tenacidad y deterioro de la familia Mortara con la del entramado del pontífice, Bellocchio se apoya en cuatro puntos estrictamente interpretativos.
Entre ellos destaca muy especialmente la furia y determinación de Marianna Padovani Mortara (Barbara Ronchi), quien alienta y lidera el ataque que su esposo Salomone Mortara (Fausto Russo Alesi) emprende contra los muros tras los que Pio IX (Paolo Pierobon) y sus secuaces se consumen lentamente —es muy significativo el grotesco ascenso del Papa por las escaleras que conducen a la cúpula—, mientras Edgardo pierde su identidad y cambia al niño que pertenecía a su familia (Enea Sala) por el joven que milita en la iglesia (Leonardo Maltese).
Así, Bellocchio despliega su maestría habitual para elaborar una crónica que funciona como entretenimiento —el ritmo de la película no decae ni un momento—, y se adentra en las cuestiones filosóficas y sociales que actúan a modo de sitio al poder. La familia Mortara llama ante la puerta misma de la ley, y allí, ante la ley del más fuerte, Bellocchio cerca a todos los mecanismos del orden establecido y declara una guerra de religión que provoca la caída simultánea de una familia, la época de un país y el poder del Papa que fue rey.




Tras todos estos muros, El rapto habla también del otro factor determinante de la película: la pérdida de identidad. Edgardo sufre un secuestro como un niño judío que ve como el rostro de su madre y su familia se desdibujan. El amor se desvanece y una nueva fe viene a imponer su autoridad, que borra los rastros y las facciones de la vida pasada.
Mediante un particular y estupendo manejo de la elipsis, Bellocchio muestra la metamorfosis de Edgardo, quien regresa al mundo exterior que derriba sus muros, pero al volver a su hogar ya no queda nada del niño que una vez existió allí. Su madre ha perdido aquella fuerza que brotaba de su mirada como un proyectil, y el nuevo Edgardo reniega con renovadas fuerzas de sus antiguos votos, al mismo tiempo que su interior se derrumba ante la sólida evidencia de la perfidia que caracteriza a la institución que cambió su infancia por una nueva identidad.



El rapto traza una senda terrible que comienza con un secuestro, muestra una particular guerra de religión tras los muros que caen sin cesar sobre la intimidad de los personajes, y finalmente dejan a un hombre nuevo sin identidad y un lugar al que regresar.
La maestría de Marco Bellocchio como narrador no es una cuestión de fe, es un hecho que —de nuevo— demuestra esta película maravillosa sobre un acontecimiento aterrador.
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Feliz viaje de vuelta hacia la noche. #SHADOWSRULES
David Salgado.
©24 sombras por segundo. Junio 2024.
