BERLANGA. EL CAÓTICO ORDEN DEL PLANO SECUENCIA.
Lo que Berlanga -tanto en Plácido como en el resto de sus películas- unía en sus planos secuencia no he de separarlo yo.
Por eso hablaré en torno a su punto fuerte:
Me refiero a esos planos secuencia que guiaban la cámara a través de las miserias humanas -y más concretamente patrias- en los que el maestro desarrollaba una de sus principales habilidades:
La puesta en escena de un caos medido al milímetro en el que los personajes entran, salen e interactúan a partir de los guiones incisivos y precisos de Berlanga y Rafael Azcona, sometidos al ritmo frenético con el que aparecen nuevas situaciones de forma natural.
La cámara no deja de moverse, los personajes van y vienen prácticamente sin cortes y la narración mete de lleno al espectador en ese maravilloso caos en el que sólo Berlanga era capaz de controlarlo todo.
Con la precisión de un soldado austrohúngaro.
PLÁCIDO. NI PAN PARA HOY, NI PARA MAÑANA.
Otra de las habilidades más destacables del maestro era la capacidad para poner un espejo ante la estupidez censora, espejo en el que gracias al genio de Berlanga y Azcona y la condición de perfecto imbécil del censor de turno, todos recibimos el regalo de navidad que nos trajo uno de los reyes del cine patrio.
Un regalo que tiene de todo.
Plácido es mucho más que una crítica feroz contra la piedad de quienes no sienten nada hacia aquellos que padecen, Berlanga no se detiene ni se conforma con sentar a esa mesa en la que la «España victoriosa» finge compartir lo que sobra mientras dura la foto, la noticia o la campaña solidaria.
El jefe va mucho más allá, tanto que sobrevuela sobre Larra, Quevedo, Cervantes, Galdós, Mihura, Buero Vallejo, Unamuno, los sainetes de Arniches, Fernán Gómez y su similar aunque muy distinta «El mundo sigue«, el neorrealismo italiano y un largo etcétera de todos aquellos que en alguna ocasión revelaron al mundo su lamentable esencia.
Berlanga va incluso más allá que Buñuel en sus crónicas sobre la transformación del campo en un desierto, el consecuente éxodo de «esos desgraciados que son todos iguales» y la inevitable invasión de la tierra prometida a los ganadores.
Esos ganadores que delimitan las fronteras de las crecientes ciudades, de un progreso al que le ocurre lo mismo que a sus virtudes. Ambos son inexistentes.
Sin embargo, la frontera es real y la la película nos muestra lo que hay al otro lado de la línea.
Cuando Plácido se encamina hacia su tramo final, la estrella del motocarro que guía al espectador llega al miserable pesebre. La caridad ya no tiene que salir a subasta, ni por la radio, ni en la prensa, ni en ningún lugar en el que fingir su existencia, y camina hacia la frontera sin mirar atrás.
Allí donde la cuidad crece olvidando una tierra y sus miserables habitantes en la que -como dice la canción que suena al final de la película- no hay caridad, y nunca la ha habido y nunca la habrá.
Lo que habrá siempre son bálsamos como Berlanga que mitigan la existencia. Y eso es mucho más de lo que cualquier espectador necesita para el desmayo previo al coma.
Diez, cien, mil y un millón de años después de su marcha seguiremos necesitando a Berlanga, Azcona y todos aquellos que supongan un refugio en el que comprender qué ocurre.
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Feliz viaje de vuelta hacia la noche. #SHADOWSRULES
David Salgado.
©24 sombras por segundo. Marzo 2021.