WOODY LOVES NEW YORK.
Nueva York ha sido protagonista de una cantidad casi incontable de películas, muchas grabadas en las retinas de la humanidad y otras olvidables, pero en ninguna hemos podido ver —ni veremos— una declaración de amor incondicional tan sentida y hermosa como en el Manhattan que Woddy Allen nos regaló a todos.
Manhattan es posiblemente la película que mejor nos muestra a la ciudad cinematográfica por excelencia desde un punto de vista melancólico, desde los ojos de un Allen que se introduce en la piel del narrador, del amante entregado y generoso que describe a su musa.
Una mole ruidosa, llena de cristal, cemento, contaminación y peligro, una diosa decadente y altiva, elegante y suicida vista por los ojos de su admirador más incondicional. Sin la dureza con la que la ven Scorsese, Coppola o Jules Dassin.
Allen nos muestra la silueta de su amada retratada por el maestro del claroscuro durante la década de los setenta. Gordon Willis sorprende a la diva apenas vestida con una niebla traslúcida que oculta lo justo para que el espectador vea las sombras desde las que brillan las luces de la ciudad. Sencillamente, Allen se declara, Willis retrata y el espectador entra en un mundo maravilloso.
Toda la película supone un hermoso, ácido e inteligente recorrido por la gran ciudad, sin embargo yo retengo un momento, una secuencia por la que siento especial admiración: la última.
Justo antes del cierre, Allen recoge todo lo que le dijo a Mariel Hemingway a lo largo de la película y se lo juega a una carta.
Deja atrás la guerra contra quien niega la cultura de masas, contra toda la impostura del falso intelectual que desprecia la esencia misma de la creatividad artística volcada en Diane Keaton, la infelicidad frustrada y vengativa del amor agotado o fingido metido en la piel de Meryl Streep, deja atrás, incluso, a la musa inspiradora de la historia para ponerse delante de la inteligencia noble, inocente y casi en estado puro de Mariel Hemingway.
En ese momento, Allen agota el guion, y como una versión moderna de Chaplin bajo las luces de la ciudad, recurre a la mímica regalando al espectador una sonrisa esperanzada y escéptica.
Nueva York se muestra una vez más bajo una luz que tal vez albergue esperanza, y sin más, pues nada más necesita la historia, los créditos irrumpen en la escena.
La película termina y el espectador se sorprende a sí mismo con una sonrisa cómplice y agradecida en su rostro, y sin estar muy seguro de comprender los motivos, se enamora de la película en la que Woody Allen se enamoró de la ciudad y sus sombras en la niebla.
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Feliz viaje de vuelta hacia la noche. #SHADOWSRULES
David Salgado.
©24 sombras por segundo. Marzo 2021.