EL LADRÓN DE BAGDAD. (RAOUL WALSH, 1924).

EL LADRÓN DE BAGDAD.

DEL ARTE AL ESPECTÁCULO.

Antes de introducirme en El ladrón de Bagdad, voy a plantear lo siguiente:

Si tuviese que hablar del cine estadounidense de forma esquemática, diría algo así:
1. Observar cómo lo hacen los mejores.
2. Invertir más dinero que ellos y hacerlo más espectacular.
3. Envolverlo en papel de barras y estrellas para que la humanidad crea que es tu regalo.
4. Venderlo a quien cree que se lo regalas y hacerte millonario.
5. Inventar el negocio del cine.

Este es —a grandes rasgos— el mayor logro práctico de la maquinaria cinematográfica estadounidense. Durante la época en la que se inventaba el cine los norteamericanos inventaron el negocio, el entretenimiento masivo, el espectáculo. Griffith utilizó los trucos de Pastrone y Segundo de Chomón, y el reconocimiento histórico a nivel masivo fue, obviamente, para el americano. El expresionismo alemán le enseñó al mundo cómo se mueven las sombras y las pesadillas a veinticuatro fotogramas por segundo, exportó a Estados Unidos la mayor parte de los tipos que inventaron las películas, y le puso en bandeja a la industria Yankee dos de sus estandartes: los monstruos de la Universal y el cine negro. En la memoria colectiva el expresionismo es casi una anécdota y lo que América vendió sigue en las retinas de la humanidad.

Sin embargo, para crear lo que hoy conocemos como Blockbuster, para hacer del cine algo realmente rentable y masivo, los Yankees tendrían que recurrir al género taquillero por excelencia. La aventura, el mundo fantástico. Y lo hicieron  a su manera. Basándose en los laberínticos y oníricos decorados expresionistas del Doctor Caligari, en los exóticos y misteriosos personajes de Paul Leni en El hombre de las figuras de cera, y en las extensas y maravillosas aventuras de Fritz Lang en Los Nibelungos y especialmente en Las tres luces. América haría suya la aventura de la mano de dos tipos que, al fin y al cabo, también inventaron las películas.

Douglas Fairbanks y Julanne Johnston. (The thief of Bagdad. United Artists. 1924.)
Douglas Fairbanks y Julanne Johnston. (The thief of Bagdad. United Artists. 1924).

En 1924, Raoul Walsh y Douglas Fairbanks aplicaron todo lo que el cine les había enseñado para enseñarle a la humanidad cómo sacarle partido. En El ladrón de Bagdad todos los elementos juegan: los faraónicos decorados de William Menzies, las casi tres horas de metraje, el misterio y exotismo oriental, monstruos mitológicos, malvados exóticos liderados por la irrepetible Anna May Wong, y un ritmo narrativo preciso y magnífico que convierte las tres horas en un estimulante y rápido paseo.

La película termina y  el espectador quiere más. Y ahí está la cuestión, la máquina Yankee no se limita a rentabilizar el mérito ajeno. Aporta, y mucho.

Para llevar todos los elementos al público masivo era necesario aportar algo a las pesadillas y atormentadas mentes expresionistas, el espectáculo necesitaba algo que los americanos sí inventaron. El héroe sonriente, el canalla burlón que a pesar de su vida «Dickensiana» ríe y hace reír. El ladrón de Bagdad tiene hambre, pero tiene más simpatía e ingenio que pesadillas y miseria.

Anna May Wong y Charles Belcher. (The thief of Bagdad. United Artists. 1924.)
Anna May Wong y Charles Belcher. (The thief of Bagdad. United Artists. 1924).
Anna May Wong, Douglas Fairbanks y Julanne Johnston. (The thief of Bagdad. United Artists. 1924.)
Anna May Wong, Douglas Fairbanks y Julanne Johnston. (The thief of Bagdad. United Artists. 1924).

LA SONRISA DEL ZORRO.

Esa es la clave, en Alemania el héroe se habría ocultado en las sombras y atemorizado a sus víctimas. Pero en los Estados Unidos da saltos, volteretas y hasta extrae una sonrisa cómplice de sus víctimas. La vida es un infortunio casi constante, tanto para Nosferatu como para Fairbanks, pero uno atemoriza y eleva el cine a la cima artística, mientras que el otro se mete al mundo en el bolsillo mientras le vacía la cartera.

Douglas Fairbanks. (The thief of Bagdad. United Artists. 1924.)
Douglas Fairbanks. (The thief of Bagdad. United Artists. 1924).

Walsh era un magnífico director que sabía de dónde venían y hacia dónde irían las cosas, Fairbanks tenía esa sonrisa, flexibilidad y actitud de canalla simpático que harían del cine un negocio millonario. Fue la versión muda y sin colorear de Errol Flynn. El ladrón de Bagdad, Walsh y Fairbanks no inventaron nada nuevo, pero le enseñaron a la humanidad cómo ver el cine de otra forma.

El cine no se inventó en Estados Unidos, pero allí se descubrió la forma de poner a su servicio a quienes lo inventaron y lo pusieron a la venta.

Douglas Fairbanks y Julanne Johnston. (The thief of Bagdad. United Artists. 1924.)
Douglas Fairbanks y Julanne Johnston. (The thief of Bagdad. United Artists. 1924).
Anna May Wong. (The thief of Bagdad. United Artists. 1924.)
Anna May Wong. (The thief of Bagdad. United Artists. 1924).

Vengan de dónde vengan, estas películas no pierden méritos ni originalidad, con películas como esta ganamos todos nosotros. Cosas como esta, monumentales, entretenidas y fascinantes, son algunas de las mejores películas del mundo.

El ladrón de Bagdad es un acontecimiento cinematográfico imprescindible, lo fue en el momento de su nacimiento, lo es hoy, cuando cumple cien años de vida, y lo será hasta que el cine detenga su maquinaria y la sonrisa del zorro heroico y cautivador aparezca en escena por última vez.

https://www.filmin.es/pelicula/el-ladron-de-bagdad

Feliz viaje de vuelta hacia la noche. #SHADOWSRULES

David Salgado.

©24 sombras por segundo. Febrero 2021.

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