FEAR CITY, POR WILLIAM FRIEDKIN.
En Cruising, una más de las películas magistrales con las que William Friedkin recorrió —y finalizó en este caso— aquella locura que fue el cine estadounidense de los setenta, la sempiterna cuidad cinematográfica de Nueva York muestra sus luces más sombrías.
«Bienvenidos a la ciudad del miedo». Aquella frase acuñada durante la enésima crisis económica y social (concretamente la de 1975) que padeció la musa altiva y decadente de acero, basura y cristal, se ciñe al retrato que una vez más Friedkin elaboró, marcando en esta ocasión los rasgos más sórdidos de la cuidad que, aquí especialmente, nunca duerme.
Con la abrumadora The French Connection, Friedkin mostró los entresijos de Nueva York a los que no llegan las luces de la ciudad, pero aquella película en forma de artefacto desenfrenado transcurría a la luz del día, aunque fuese una luz gris y contaminada.
En Cruising, el viaje llega a las profundidades, a la zona más oscura y sórdida del Underground neoyorkino en el que su protagonista irá dejando todo atrás, incluso su propia identidad.
CRUISING.
PACINO, LA METAMORFOSIS Y EL ÚLTIMO CÍRCULO.
Envuelta en un casi constante aliento azul, cortante y amenazador como un filo en la garganta, Cruising cruza todas las fronteras imaginables. El conocido y excelente aspecto documental de Friedkin se hace patente en las capas superficiales de la película, pero ya desde el inicio mismo deja pistas que indican un camino sin retorno al corazón de las tinieblas.
En Cruising todo es real y todo se transforma en la maravillosa mentira que es el cine.
Un plano general sobre la superficie de la bahía de Nueva York muestra la ciudad, gris, sucia y tal vez un poco triste, como la protagonista de un Blues. La ciudad flota sobre el agua, también sucia y gris, y sobre el agua flota un brazo en descomposición, último testigo de un crimen que ahora se muestra en uno de los pocos planos exteriores a la luz diurna.
Esa superficie sobre la que flota el brazo a la deriva es el primer peldaño de un descenso lento pero implacable. Bajo tierra, en la especie de sepulcro para los cadáveres sin identidad ni rostro al que mirar que supone un laboratorio forense, el Doctor Rifkin (Barton Heyman) discute con el Detective Lefransky (Randy Jurgensen) acerca de cómo proceder con el brazo aparecido.
El descenso continua, y Friedkin nos conduce al siguiente círculo de este infierno azul, es decir, a la noche en la ciudad. Dos agentes de policía (los míticos y magníficos secundarios Joe Spinell y Mike Starr), patrullan de madrugada a través del velo repugnante que cae sobre Nueva York en una secuencia que recuerda inevitablemente a la magistral Taxi Driver.
Charlan acerca de su visión enfermiza de las relaciones, de las mujeres en general. Charlan sobre sus ideas repulsivas…
Las calles, la basura desperdigada, la sociedad podrida, el oficio de los agentes y su conversación… todo es sucio, denso y de aspecto pegajoso…
Todo es hostil y desencantado. «Algún día esta ciudad va a explotar», le dice Joe Spinell a Mike Starr, justo antes de toparse con dos travestis a los que obligan a subir al coche patrulla. Allí, en esa cámara de tortura ambulante donde el crimen policial es la ley, Friedkin contiene el ritmo de la película y mediante silencios, ambiente e interpretaciones impagables logra una de esas secuencias milagrosas que llevan el cine a lo más alto.
Cuando el espectador sale de ese coche patrulla en el que el mundo funciona en base a las repugnantes reglas habituales, un personaje sin rostro cruza la escena, y Friedkin nos obliga a seguir a esa especie de Orfeo del nuevo inframundo al último círculo, allí donde sonarán músicas prohibidas.
Y de nuevo, descendemos…
Friedkin recurre otra vez a su faceta documental transformada por la mágica narrativa del cine, y aunque todo lo referente a la marginalidad y sordidez a la que parte del mundo homosexual en los Estados Unidos de la era «pre-Sida» se vio sometida es real, lo único que tiene verdadero interés es la ficción.
La cámara de Friedkin (bajo la óptica de la estupenda fotografía de James Contner) flota en el ambiente denso, casi irrespirable, del sexo tácito y explícito, y ese personaje sin rostro —que bien podría ser una versión más grotesca aun de lo que ocultan las gafas de Morgan Woodward, el Jefe Godfrey en Cool Hand Luke (Stuart Rosenberg, 1967)— es (en una maravillosa inversión de los roles de presa y depredador) observado por su inminente víctima.
Ambos —presa y depredador— ascienden del último círculo y viajan a un nivel en el que la superficie solo actúa a modo de breve intervalo. En un nuevo círculo con forma de sórdida y deprimente habitación de hotel, el paroxismo del sexo y el crimen se alían, Friedkin devuelve los roles a su lugar y la trama que ya comenzaba a parecer algo secundario irrumpe en escena.
Después, sobre una superficie que no concederá tregua ni al espectador ni a los protagonistas, Friedkin da paso a Paul Sorvino, Al Pacino y Karen Allen, el trío estelar sobre el que esta nueva visión acerca de la metamorfosis y la tortura personal arrojará con todas sus fuerzas el peso de los nuevos hijos de la noche.
Doce minutos de metraje han pasado hasta este punto, doce minutos que valen por años de aprendizaje de narrativa cinematográfica. Y todavía está todo por llegar.
Lo de Friedkin en general y esta película en concreto es absolutamente increíble…
Tras esta especie de introducción a la oscuridad que bien podría servir como toda una película, Cruising se adentra en los terrenos más puros del «Thriller USA» de los años setenta, ejerciendo su papel como película fronteriza, pues aunque vio la luz en 1980, su carácter profundamente sombrío pertenece sin duda al cine de la década anterior.
Así, los acontecimientos propios del policíaco— e incluso del Noir— se suceden ciñéndose relativamente a los cánones clásicos del género. El Capitán Edelson recae en manos de Paul Sorvino, quien pone su hieratismo habitual al servicio del asqueado —a la par que entregado al servicio— inspector de policía, guardando una distancia equivalente entre la ley y la podredumbre que le rodea por todas partes, tanto de un lado como del otro de su oficio.
Por su parte, Steve Burns (Al Pacino), un agente de policía que se infiltra en los ambientes más sórdidos y ocultos del ambiente homosexual de Nueva York con el objetivo de capturar al asesino en serie que actúa contra ese colectivo, caerá en una espiral descendente de dudas que lo acosan como fantasmas, provocando una metamorfosis que lo alejará de su oficio, de su relación con Nancy (Karen Allen), incluso de sí mismo…
En este sentido (que marcará el resto del camino), Cruising supone una especie de Alter ego oscuro de la controvertida Serpico (Sidney Lumet, 1973). Como en la película de Lumet, Pacino se mueve en el terreno del policíaco y asume el papel de un agente atormentado por las dudas y la corrupción, pero Friedkin marca la diferencia rompiendo todas las barreras imaginables, dejando atrás las superficie para llegar a las profundidades en las que ninguna de las convicciones de los personajes son lo que creían.
Poco a poco, el nuevo ambiente de la noche eterna y su aire azul y viciado se adueña del antiguo policía que ya no regresará de la oscuridad, ya no podrá abandonar los antros ni el parque que los encierra a todos tras sus barrotes invisibles.
La metamorfosis que tiene lugar en el último círculo, donde Pacino se droga, baila y se deja llevar por una excitación desconocida que tal vez, solo tal vez, despierte algo más que instintos sexuales, es invencible, irresistible. Puede que incluso sea incomprensible, pero eso no importa, como tampoco importa quién sea el asesino en realidad, ni los factores externos que condenaron la película tanto a nivel interno como externo.
Nada de eso tiene importancia.
Lo único que importa es el camino sin retorno por el que Friedkin nos obliga a caminar de la mano de Pacino y su transformación en aquello que tal vez siempre quiso ser, en la imagen que devuelve el espejo en uno de los planos más elocuentes y maravillosos que el inagotable arte de la narrativa cinematográfica nos ha regalado.
Nada, excepto este viaje hacia el corazón de las tinieblas de la sórdida ciudad del miedo y sus nuevos hijos de la noche tiene importancia.
Cruising es una parte fundamental del inmenso legado de William Friedkin, en la que los elementos tradicionales con los que juega son accesorios al servicio de una metamorfosis sórdida y fascinante .
Eso es lo único que importa.
https://www.filmin.es/pelicula/a-la-caza
Feliz viaje de vuelta hacia la noche. #SHADOWSRULES
David Salgado.
©24 sombras por segundo. Agosto 2023.