THE BIKERIDERS.
AMERICAN OUTLAWS.
The Bikeriders es la nueva incursión en el género dramático de Jeff Nichols, pero es ante todo, una visión melancólica de la idiosincrasia estadounidense.
Nichols es un autor polémico en lo que a división del público se refiere, algo que esta nueva película parece acentuar considerablemente debido a la calma con la que aborda una tormenta social de esta envergadura. Pero esta quietud es para mí —yo milito entre sus adeptos— una de sus mejores bazas.
En su filmografía, Nichols relata con ritmo y formas pausadas —incluso en sus acercamientos a la ciencia-ficción— las diferentes circunstancias que alteran la rutina vital del ciudadano medio norteamericano.
Shotgun Stories (2007), Take Shelter (2011), Mud (2012), Midnight Special (2016) y Loving (2016) forman, hasta la fecha de realización de esta The Bikeriders, la lista de largometrajes a cargo de Nichols; una lista de crónicas sobre la sociedad de su país que en su mayoría se sostienen sobre el rostro y la mirada de contención inquietante que Michael Shannon aporta a sus interpretaciones.
Esta visión en parte documental y en gran medida dramatizada según los cánones clásicos del cine estadounidense, no es una excepción en la personalidad cinematográfica de Nichols, pero sí hay ciertos riesgos que corre en The Bikeriders que suponen una novedad, pues sí bien es cierto que no mezcla las vidas corrientes con la ciencia-ficción, estudia un mito norteamericano clásico —tanto social como cinematográfico— bajo la óptica de un cine actual, lo cual supone un riesgo considerable del que, en mi opinión, Nichols obtiene una de sus grandes películas.
The Bikeriders traza una atractiva ruta de regreso a un pasado lo bastante clásico como para generar sus propios mitos. Leyendas sobre forajidos irresistibles, rodando hacia una puesta de sol eterna, con un halo de tristeza que proyecta la inevitable sombra de la derrota.
GODS OF THUNDER.
THE GREASY RIDERS.
Johnny (Tom Hardy) ve la televisión en su casa. Marlon Brando interpreta a Johnny Strabler en la película de Laslo Benedek, The Wild One, y una vez más el mito construye el camino de la vida real estadounidense.
Hace mucho tiempo, las rutas de caravanas atravesaron los caminos polvorientos del desierto, y los raíles del ferrocarril cruzaron la tierra de costa a costa. Así se trazaron los mapas del mito estadounidense por excelencia. El viejo oeste americano sentó las bases sociales y la identidad estadounidense, y el Western creó la leyenda cinematográfica —y cultural en general— que el resto del mundo compró fascinado por la carismática silueta del (anti)héroe que cabalga hacia el crepúsculo sin mirar atrás, sin rumbo fijo ni un lugar en el que finalizar su camino.
Llegó un momento en el que los jinetes a la deriva, de sonrisa y mirada triste y seductora, cambiaron el polvo del camino y los caballos por el aliento del asfalto y el sonido atronador de las motocicletas. El revolver y el sombrero dieron paso a las navajas, los chalecos vaqueros y las cazadoras de cuero, y el cine norteamericano —ese gran traficante de sueños— creó un nuevo mito al que concedió dones del pasado y aquel presente.
Mezclando la tristeza y serena desesperación de la generación del esplendor en la hierba, formada por rebeldes sin más causa que la incomunicación y el cisma generacional acentuado tras la Segunda guerra mundial, la figura melancólica y perdida de James Dean, o la mostrada en los primeros papeles de Paul Newman, proyectó una sombra, un lado más oscuro y vehemente del personaje perdido. Bajo gatas sobre tejados de zinc y al este del Edén, una mirada llena de sensualidad y furia se abría paso por todas las carreteras del país.
Aquel Marlon Brando salvaje a bordo de su moto irrumpió en la televisión y la iconografía de la sociedad. Como el Johnny que Nichols retrata en The Bikeriders, toda una generación se rindió a la llegada de los nuevos dioses del trueno. Ruidosos, grasientos, jóvenes, peligrosos e irresistibles.
Mucho tiempo después del nacimiento de una nueva nación, de un renovado mito, The Bikeriders cuenta la leyenda desde la distancia que separa el cine actual de la leyenda. Pero Nichols no solo recoge aquellos testigos primitivos, hay un paso intermedio absolutamente decisivo tanto para la historia del cine y la cultura estadounidenses, como para el sustrato de The Bikeriders.
Unos veinte años después de aquellos salvajes liderados por mitos con rostros seductores, tras la década de los sesenta y su cine descontento y melancólico apegado a la literatura del gótico sureño; cuando el cine ya se había metido de lleno en la vehemencia de los setenta, Terrence Malick se desmarcó de aquel ritmo salvaje y pareció reclamar de nuevo el esplendor en la hierba, el poder del rebelde sin causa, el magnetismo pausado del jinete a la deriva, de pocas palabras, mirada triste y conducta confusa e irracional.
Con Badlands (1973), Malick realizó uno de los títulos capitales del cine norteamericano, pero no solo por la propia capacidad de la película para transmitir sensaciones que van desde la empatía involuntaria y contraria a la lógica hacia esos nuevos y casi estáticos Bonnie & Clyde que fueron Martin Sheen y Sissy Spacek, a la quietud con la que contemplar la poesía que Malick hace de su cine, visualmente particular, y argumental y emocionalmente entroncado con la serena desesperación de —otra vez— una generación a la deriva retratada en The Deer Hunter (Michael Cimino, 1978), películas referenciales dentro de su época y que sin embargo se aproximaron más a los preceptos de las dos décadas anteriores.
Frente al ambiente gris, sucio y denso de Cimino, Malick recurre a colores y paisajes hipnóticos, malas tierras que siempre lo han sido desde aquella viejas uvas de la ira, pero que, recorridas en una huida hacia ninguna parte por el relevo generacional de los rebeldes sin causa, recuperan y renuevan el espíritu de unos personajes que, para sorpresa del mito y de la mano de Nichols, reviven la leyenda medio siglo después.
The Bikeriders construye una nueva ruta en la que todas las fases y rostros de la leyenda están presentes, y lo hace desde un insólito sesgo documental, una visión objetiva sujeta a la subjetividad de aquellos que, irónicamente cayeron ante el poder seductor del mito antes de que, una vez más, la leyenda se destruyese a sí misma y —de una forma u otra— dejase al margen a sus protagonistas.
Kathy (Jodie Comer) charla de forma coloquial, y por lo tanto algo desordenada, con Danny (Mike Faist) acerca del nacimiento y evolución de «The Vandals», un club de moteros creado por Johnny (Tom Hardy) cuando decidió construir su propia leyenda después de que el mito entrase en su hogar y su mente a través de la televisión.
Como en todo mito que se precie —especialmente si es norteamericano— los arquetipos en The Bikeriders están perfectamente definidos (tanto los ceñidos a la realidad como los sobredimensionados por la leyenda), sobre todo teniendo en cuenta que la película toma su título y su argumento del trabajo de seguimiento fotográfico que Danny Lyon realizó a un club de moteros entre 1963 y 1967.
Del trabajo de Lyon y la esencia de esa época en la que la contracultura y el Rock & Roll en sus variadas formas reinaban en las carreteras de los Estados Unidos se nutre principalmente la película de Nichols, especialmente a nivel estético, campo en l que se establece una especie de línea hereditaria. De Brando y James Dean, el mito del rebelde salvaje y taciturno cedió el testigo a Martin Sheen, y el bandido que recorrió aquellas malas tierras parece renovar su eterna juventud en Benny (Austin Butler), pieza clave de la historia prosaica y documental sobre la que Nichols ha construido su película sentimental y un tanto poética sobre el último gran mito estadounidense.
Sin embargo, el valor de la película de Nichols no se limita en absoluto al terreno estético y a su hábil reconstrucción de una época desde la perspectiva del cine actual.
El guion, la dirección y las interpretaciones —Michael Shannon, Norman Reedus y Damon Herriman forman una base de secundarios muy sólida— inciden con sensibilidad y pericia en la mentalidad y verdaderas intenciones de Johnny, Kathy y Benny, tres seres con muy poco en común más allá de su dependencia del mito y la necesidad de huir de la soledad como única realidad.
Como Kathy le dice a Danny durante una de las conversaciones: «Supongo que todo surgió de la necesidad de pertenecer a algo».
Si algo existe en todos los ejemplos que Estados Unidos ha dado a lo largo de la historia de ese producto llamado «Print the Legend» es la soledad del héroe y su necesidad de romper su maldición encontrando un lugar al que pertenecer.
Esta necesidad vertebra el contenido emocional de la película, una base sobre la que se construye ese lugar al que pertenecer y donde adquirir una identidad.
La estructura del club formado por Johnny se fortalece, crece y se deteriora hasta que su propia expansión acaba por destruirlo todo; en ese sentido, Nichols establece un doble paralelismo con el universo de Coppola, por un lado, The Vandals expande su poder como si de una organización mafiosa se tratase.
Por otro lado, la figura del jinete solitario incapaz de sobreponerse a su propio mito, el «Chico de la moto» de Rumble Fish, también cede su testigo a los personajes de la película, de una historia real acerca de una leyenda, de unos tipos en su mayor parte absurdos y despreciables, enredados en asuntos turbios, y de un líder que reniega de su condición, un mito incapaz de llorar por algo que vaya más allá de su leyenda y que finalmente —como el rebelde sin causa que cayó antes que él— cede ante su componente real.
Sería una exageración decir que The Bikeriders puede situarse a la altura de las obras monumentales que le han legado su espíritu. No lo está, pero sí ha afrontado un desafío suicida desde la perspectiva del cine actual para introducirse en un terreno donde los clichés son armas letales dispuestas a disparar.
Aquellas leyendas de tipos indomables que solo persiguen la puesta de sol y se rodean de personajes tristes y derrotados quedan muy lejos en el tiempo y la capacidad para atraer y convencer al espectador, más allá de los trucos estéticos mejor o peor utilizados. No estamos ante un drama sureño en todo su esplendor, ni ante una hipérbole Pulp del cine de explotación.
Pero lo cierto es que The Bikeriders es una última ruta suicida hacia el crepúsculo narrada con sensibilidad, sentido práctico y talento. Una última aventura de los nuevos dioses del trueno. De los jinetes que ruedan tranquilos y grasientos sin un lugar a donde ir.
The Bikeriders es una película magnífica.
Feliz viaje de vuelta hacia la noche. #SHADOWSRULES
David Salgado.
©24 sombras por segundo. Noviembre 2024.