FIREBRAND. FILM SAVE THE QUEEN.
Firebrand (traducido a nuestra lengua como La última reina), se trata de un drama ambientado en los últimos días del reinado de Enrique VIII, y centrado especialmente en las mujeres que convivieron con el infame monarca.

Resulta como mínimo sorprendente lo que Firebrand, una discreta pero francamente interesante película de producción británica dirigida por el brasileño Karim Aïnouz, ha conseguido después de tantos años de tradición cinematográfica estrictamente anglosajona. No solo es sorprendente lo que ha logrado, sino el hecho de arriesgarse a desafiar a una institución de tal envergadura.
La figura de la reina Isabel I de Inglaterra ha marcado la sociedad, política, literatura, teatro y cine británicos —y por extensión mundiales— de forma prácticamente imperecedera. Su presencia, altiva, enigmática e imponente, ha sido llevada al cine por directores e intérpretes absolutamente incuestionables.
Sarah Bernhardt en Les amours de la reine Élisabeth (Henri Desfontaines, Louis Mercanton, 1912), Florence Eldridge en Mary of Scotland (John Ford, 1936), Bette Davis en La vida privada de Elizabeth y Essex (Michael Curtiz, 1939), Jean Simmons en Young Bess (George Sidney, 1953), Bette Davis de nuevo en The Virgin Queen (Henry Koster, 1955), Glenda Jackson en la serie de la BBC, Elizabeth R (1971), y en María, reina de Escocia (Charles Jarrott, 1971), Cate Blanchet, Judi Dench, Vanessa Redgrave, Helen Mirren…
La lista de películas al servicio de la reina desde hace más de un siglo es extensa, y en todas podemos encontrar en mayor o menor medida una serie de elementos comunes que cierto tipo de cine ha heredado necesariamente de la literatura y el teatro. Muy extraño es hallar en el camino películas que aborden la figura de Isabel I desde ópticas alternativas, como la delirante Jubilee (Derek Jarman, 1978), o la maravillosa Orlando (Sally Potter, 1992).
Tras ese largo recorrido, y más allá de producciones televisivas más inclinadas al documental que a la interpretación, y tal vez alguna producción de época con escaso o nulo interés, la figura de Isabel I y su idiosincrasia supone en estos días un riesgo cinematográfico considerable, especialmente cuando se quebrantan algunas reglas y al mismo tiempo se respeta el juego clásico.
Firebrand asume ese riesgo, y sale airosa del trance.
LA SERENA FURIA ISABELINA.
A lo largo de los siglos, por medio de la literatura y el teatro, existe un rasgo que se ha incorporado a la narrativa universal en lo que se refiere a la concepción e interpretación de los personajes isabelinos. La teatralidad inherente a las páginas de Shakespeare, Marlow y compañía ha elevado el tono altivo, dramático y trágico a la hora de subir los personajes a las tablas de los escenarios.
Ya sean instaurados monarcas y nobles, ambiciosos cortesanos o pícaros buscavidas, no existen personajes carentes de vanidad transformada en recurso interpretativo ante el foso en el que el público espera contemplar la representación fascinante de la realidad.
Estos preceptos se han conservado y transmitido intactos, como un tesoro de la corona británica que el público ha contemplado y disfrutado en cientos de grandes obras representadas en el teatro, la televisión y el cine, medios que han otorgado personalidad y voz a los rostros de la pintura, medios que han llevado la interpretación de un período histórico a todos los extremos del planeta.
Tanto es así, que el imaginario popular suele olvidar la realidad en favor de los rostros y personalidades que el cine ha dado a estos personajes. El cine ha cambiado la identidad de los personajes —tanto de los reales como de los imaginarios—, pero hay algo con respecto a la época isabelina en concreto y la monarquía británica en general que ha mantenido intacto: su herencia teatral a la hora de representar las tramas con afectado rigor y altiva dignidad.
Si pensamos en cualquier adaptación cinematográfica de Shakespeare o en alguno de los clásicos de aventuras medievales —ya sean películas épicas sobre las leyendas artúricas o crónicas más o menos veraces sobre la turbulenta historia británica—, encontraremos rasgos comunes.
En Beckett (Peter Glenville, 1964), El león en invierno (Anthony Harvey, 1968), Un hombre para la eternidad (Fred Zinnemann, 1966), o en la mayor parte de las películas sobre la reina que cité anteriormente, todo adquiere un tono sublime, exaltado por la naturaleza teatral de los textos y ambientaciones, y por la condición altiva de aquellos personajes nacidos para ostentar poder. Ese cine cuenta con su propia sonoridad, como si se tratase de pequeñas y majestuosas piezas operísticas.
En pleno 2025, recuperar las figuras de Isabel I y Enrique VIII vistos desde un prisma totalmente prosaico que desviste a la corona de su teatralidad habitual, es un acto encomiable, especialmente teniendo en cuenta que Firebrand otorga rasgos físicos y psicológicos al monarca y su sucesora que —si bien se nutren de los clásicos, especialmente de la inexplicablemente olvidada Young Bess—, resultan totalmente innovadores.
Sin embargo, el mayor acierto de la película se encuentra en su principal riesgo. La relación entre Catherine Parr (Alicia Vikander), la última de las esposas de Enrique VIII, y Anne Askew (Erin Doherthy), la escritora y heroína protestante que hizo frente a todos aquellos que la llevaron de la tortura a la muerte.
Esta relación, que obviamente incluye en el planteamiento y el desarrollo de la película a la figura letal de Enrique VIII y el conjunto de magníficos secundarios que recelan, traicionan y conspiran en favor de la fidelidad histórica y el interés de la narración, retrata en los primeros compases tres formas distintas de fe.
El rey, que solo ha de creer en sus propios deseos y en mantener el recelo sobre todos aquellos que se mueven a su alrededor; la reina, que debe creer en todo aquello por lo que su amiga Anne morirá, y en mantener a salvo tanto a la futura Isabel I como a toda la descendencia que las esposas condenadas a muerte por el rey han dejado como legado.
Y la propia Isabel, que ha de creer en su propio poder e inteligencia, además de en su vínculo con Catherine Parr, un personaje que carga con el peso de la película (y de la historia) con una dignidad fría, astuta y prosaica, gracias a la hierática y estupenda interpretación de Alicia Vikander, que contribuye notablemente a la ausencia de teatralidad en una película sencilla, arriesgada y muy eficaz.




Por su parte, los dos personajes que mantienen una relación familiar directa, Enrique VIII (Jude Law) y su hija, Isabel I (Junia Rees), se alejan de los preceptos tradicionales en dos sentidos que marcan sensiblemente la película: el físico y el interpretativo. La tradición cinematográfica asocia la figura y actitud de Enrique VIII con el actor Charles Laughton, quien dio vida al monarca en dos ocasiones: La vida privada de Enrique VIII (Alexander Korda, 1933), y la ya mencionada Young Bess (George Sidney, 1953).
En ambas ocasiones, Laughton dio rienda suelta a su célebre mezcla de flema británica y furioso histrionismo, lo cual contribuyó decisivamente a establecer el paradigma interpretativo del rey. Por su parte —ciñéndonos a la magnífica película de Sidney— la furia pragmática y temerosa del poder del rey que Deborah Kerr y Jean Simmons mostraron en sus respectivos papeles de Catherine Parr e Isabel I, se ven reflejados en Firebrand a pesar del tiempo que ha pasado entre ambas películas.
Esto —volviendo al dúo entre padre e hija— hace que las caracterizaciones (tanto desde el guion, basado en la novela de Elizabeth Fremantle, Quenn’s Gambit, como desde la dirección y las interpretaciones) de las figuras de Enrique e Isabel resulten clásicas a la par que totalmente innovadoras.
En manos de Jude Law, el rey se muestra como alguien que puede desencadenar su famoso carácter en cualquier momento, pero en esta película la furia permanece latente y al acecho, poniendo al rey en un jaque constante, siempre receloso y vigilante de todas las mentes que lo rodean, lo temen y, de un modo u otro, ansían su caída; Law asume por completo esta novedosa forma de plasmar la clásica personalidad del monarca, y crea una nueva imagen de un personaje repulsivo, desconfiado y cruel.







Por su parte, el extravagante rostro de Junia Ress se rinde por completo al servicio de la mítica reina, y asume un riesgo aún mayor que el de Law interpretando a su padre, pues si la sombra de Laughton y el mito del monarca son alargadas, las de las actrices que han hecho del mito real un referente cinematográfico son infinitas.
Ress parece apropiarse del poder y la furia contenidas en la interpretación de Jean Simmons en aquella Young Bess, y partiendo de los retratos del personaje original y el semblante de Cate Blanchett en Elizabeth (Shekhar Kapur, 1998), compone su propia crónica de un personaje al que dota de una sensacional furia contenida por una inteligencia desbordante, capaz de observar y calcular cualquier situación sin ser vista más allá de los ojos del rey y el pérfido y conspirador Obispo Stephen Gardiner (Simon Russell Beale).






El universo que rodea a los monarcas es un espacio poblado por rostros conocidos cuyas verdaderas pasiones, lealtades e intenciones son una constante variable en función de sus intereses. Así, la película se asienta en una sensacional galería de secundarios que con sus maquinaciones —a veces políticas, y otras veces basadas en la supervivencia— aportan ciertos tintes propios del Thriller a la historia original.
De entre todos estos personajes, cabe destacar muy especialmente el magnífico trabajo y caracterización del ya mencionado Obispo, Edward y Thomas Seymour (Eddie Marsan y Sam Riley, respectivamente), y el discreto pero impresionante trabajo de Patsy Ferran aportando su peculiar rostro a la Princesa Mary.




La otra gran baza de la película —además de los excelentes diseño de producción, vestuario y Atrezzo— es la fotografía de Hélène Louvart, que si bien en los exteriores muestra su eficacia de forma más sutil, en los interiores desarrolla plenamente su potencial pictórico, que no solo contribuye a recrear rigurosamente la época, sino que la belleza de su iluminación y composiciones sitúa al espectador ante una serie casi constante de lienzos cinematográficos entregados por completo al servicio de la narrativa.






Existe un factor inherente a la distribución de la película que puede llevar a engaño al público, pues la historia se anuncia como un «Thriller de terror psicológico», y si bien es cierto que las constantes conjuras y recelos ponen en peligro las vidas de algunos de los protagonistas, generando cierta tensión e incluso la sensación de terror ante la suerte que podrían correr, la película se centra casi exclusivamente en la soledad de Catherine Parr ante el constante filo de la espada y su férrea voluntad para hacer valer sus pensamientos.



Es cierto que existen dos momentos en la película en los que surge la posibilidad de adentrarse en ciertos caminos, siempre con la connivencia de aquel espectador dispuesto a dejarse llevar. En uno, la visión costumbrista de los muros exteriores del castillo y su entorno parece sugerir la entrada a un mundo feérico. En otro —más desarrollado a lo largo de una secuencia— lo que se inicia como una simple jornada festiva, torna más que sutilmente hacia el terreno del Folk-Horror y la mitología de los días en los que los bosques y sus deidades ostentaban el poder.


Se trata solo de unas pinceladas, no de algo que fije el rumbo de la película, pero esos detalles sutiles de magia y poesía sobrenatural están ahí, entre los renglones prosaicos de una historia nacida en el corazón de la teatralidad y el paroxismo del poder, las pasiones, ambiciones y traiciones isabelinas.
Firebrand es, al fin y al cabo, una criatura que se alimenta de los elementos sagrados del pasado y revive la historia sometiéndola a su voluntad. Algo así ha de contar forzosamente con ciertos poderes ocultos…
Película disponible en FILMIN:
https://www.filmin.es/pelicula/la-ultima-reina
Feliz viaje de vuelta hacia la noche. #SHADOWSRULES
David Salgado.
©24 sombras por segundo. Julio 2025.