LA GUERRA DE LOS MUNDOS.
WELLS, WELLES, HASKIN Y SPIELBERG.
La guerra de los mundos comenzó precisamente cuando el cine concebido como una visión terrorífica inició su vínculo con la ficción, con la ciencia-ficción concretamente. Las páginas iniciales de la novela de H.G. Wells, La guerra de los mundos (1898) avivaron la voz de Orson Welles, quien con su mascarada expandió el terror a través de las ondas radiofónicas; después, en la era dorada de la ciencia-ficción estadounidense, Byron Haskin hizo de la invasión alienígena un mítico espectáculo de colores y formas propias de la Serie B con su célebre pero más que cuestionable adaptación de 1953.

Mucho tiempo después, cuando La guerra de los mundos ya era un mito grabado en la memoria de la humanidad, Steven Spielberg llevó a cabo una excepcional por arriesgada adaptación de la novela que dio como resultado una película inmensa en todos los sentidos que, curiosamente, ha sido la más leal a las páginas que Wells concibió para el fin del mundo.
Es cierto que además de cumplir a la perfección su papel como mito del género, la película de Haskin resulta fascinante a nivel visual gracias a sus efectos especiales y el uso del color, propios del cine concebido a modo de espectáculo Pulp, pero padece los mismos puntos débiles que una gran parte de las producciones de la era atómica estadounidense: un guion que se desentiende de todo aquello que no cubran los arquetipos, carencia de ritmo en las secuencias que han de narrar la realidad, y unas interpretaciones que en el mejor de los casos resultan anodinas.
En el lado contrario del tiempo y el espacio que ocupa la visión de Haskin se sitúa Spielberg —a quien en pleno 2005 no le quedaba absolutamente nada por demostrar y no tenía la menor necesidad de arriesgar—, y sin embargo decidió abordar esta mítica batalla entre dos mundos renunciando a gran parte del espectáculo que cabría esperar, para llevar la ficción a su terreno y al mismo tiempo tomar una dirección radicalmente contraria a sus anteriores encuentros con los extraterrestres.
La guerra de los mundos según Spielberg se ciñe casi por completo al contenido de la obra de H.G. Wells, resulta tan excitante como el engaño radiofónico de Orson Welles, y —muy a propósito alejados de los colores de Byron Haskin— sus elementos cinematográficos se mantienen tan fieles como sorprendentemente distantes de las maneras habituales de su autor, al menos a simple vista.
Pero esta película viaja más allá de las evidencias…
SI VIS PACEM, PARA BELLUM.
ALIENS, ESTADOS UNIDOS Y FAMILIA.
Resulta algo muy significativo el que la tercera incursión de Spielberg en el universo alienígena se aparte radicalmente de la paz. En Encuentros en la tercera fase (1977) y E.T., el extraterrestre (1982), a pesar de sus momentos inquietantes construidos a la perfección, no existen hostilidades de ningún tipo por parte de los visitantes; de hecho ambas películas cumplen estrictamente con los cánones de Amblin, es decir, un dominio total de la narrativa cinematográfica al servicio del Blockbuster.
Así, los dos encuentros intergalácticos que Spielberg abordó antes de esta guerra de los mundos resultan mitos fascinantes, tanto para el público que pretenda aunar ciencia-ficción y cuestiones socio-filosóficas escudriñando esa tercera fase, como para aquellos que sepan hacia donde mirar cuando necesiten recuperar una parte de su infancia.
La paz entre la galaxia y el planeta tierra fue una de las premisas de aquellas dos películas, pero Steven Spielberg nunca ha sido el cineasta dócil que cierto público cree que es, por lo que no resulta extraño que decidiese declarar un ataque sin cuartel. En esta película se persigue la paz, pero hay que prepararse para la guerra.
Hay cuatro constantes en esta visión de La guerra de los mundos que se manifiestan progresivamente en los primeros compases de la película. La primera se manifiesta mediante uno de los recursos habituales del autor: el ciudadano estadounidense, el no tan buen chico que se ha dejado modelar por el mito fabricado por su país.
Tras la voz de un narrador que homenajea al Orson Welles radiofónico que declaró la guerra de los mundos, Spielberg muestra una serie de imágenes que mezclan la narrativa cinematográfica con el aspecto documental. Mediante la fotografía de Janusz Kaminski, —que con sus predominantes tonos grises y apagados de aspecto sucio parece evocar el cine estadounidense de los años setenta— vemos una introducción costumbrista que da paso al derroche narrativo habitual en Spielberg.


En lo que bien podría ser un plano subjetivo de los invasores que ya en ese momento observan el planeta sin ser vistos, la cámara sobrevuela la ciudad para entrar de lleno en uno de los iconos del American Way of Life: el obrero americano, en la piel —obviamente— de Tom Cruise, dando vida a Ray Ferrier, un estibador del puerto de Bayonne, una ciudad al borde del río Hudson, en el estado de Nueva Jersey.
Cruise (interesado en el proyecto de Spielberg desde el inicio y cuya compañía es una de las productoras de la película), domina su personaje y le aporta el dinamismo que le caracteriza. Desde su primera aparición, la dirección de Spielberg, el habitual entusiasmo de Cruise aportando ideas y personalidad a su personaje, y el guion de Josh Friedman y David Koepp —el trabajo de este último es especialmente meticuloso—, muestran a todas luces la primera de las constantes del director.
Ray Ferrier termina su jornada en el trabajo, baja de la grúa, y una vez a nivel del suelo elude a su jefe bromeando acerca de las normas sindicales mientras camina hacia su coche sin detenerse ni un solo instante. El coche no podía ser otro en esta serie de arquetipos patrióticos que un Ford Mustang como el que Steve McQueen convirtió en mito en Bullitt (Peter Yates, 1968). Demostrando una capacidad plena para economizar la narrativa, Spielberg despacha en pocos planos la presentación de un personaje en el que confluyen décadas de estereotipos estadounidenses.


Parece un comienzo intrascendente, pero Koepp, Cruise y Spielberg han reducido una parte gigantesca del cine de su país a una breve introducción en la que solo se han dicho unas frases breves que nada tienen que ver con la trama.
A continuación, la segunda constante en el cine de Spielberg: la familia.
La presencia de Mary Ann (Miranda Otto) en la película parece algo testimonial, pero en realidad forma parte de las costumbres fijas en el cine de Spielberg. Es cierto que este personaje apenas aparece fisicamente en la película, pero en este primer tramo actúa a modo de puente entre el interior del hogar (y la vida en general de Ray) y la relación con sus hijos, Rachel (Dakota Fanning) y Robbie (Justin Chatwing), y en el segundo y prolongado tramo ha de servir como la esperanza invisible que no solo mantiene unida a la familia, sino que es el punto final a alcanzar en esta carrera por la supervivencia.



Es habitual que Spielberg reciba críticas por su recurrente uso del divorcio o las crisis familiares y de pareja siempre proyectadas en catástrofes de dimensiones colosales y terribles consecuencias, ya sean de origen humano, natural o extraterrestre. Ocurre en Duel (1971), Jaws (1975), Parque Jurásico (1993)… y por supuesto, ocurre aquí, en esta guerra de los mundos que comienza con un retrato breve y certero del arquetipo estadounidense y su relación familiar perdida.
Pero lo cierto es que detractores aparte, la breve presencia de Mary Ann concede a la película la posibilidad de introducirse de lleno en el mundo de las Road Movies sin recurrir exclusivamente a una ruta suicida huyendo de la propia vida de los personajes, o al Survival —del que la película se nutrirá en buena medida—, pero que utilizará para que la familia que ya no forman Ray, Mary Ann, Rachel y Robbie se reúna de nuevo en un ocaso que puede resultar demasiado dócil teniendo en cuenta las circunstancias, pero Spielberg siempre juega con ciertas cartas marcadas…
En cualquier caso, esta presentación familiar resulta un magnífico ejemplo de cómo utilizar un objetivo para los personajes dentro de una historia que, a partir de ese momento, centra todos sus esfuerzos en ofrecer al espectador un cine desbordante de narrativa y entretenimiento, es decir, el cine de Steven Spielberg en sí mismo.
Tras la presentación familiar y los conflictos con sus hijos —de los que la ausencia de Robbie tras llevarse sin permiso el Mustang de su padre supone una estupenda metáfora— comienza la verdadera guerra de los mundos y con ella las dos últimas y definitivas constantes que han de acompañar a la familia: la paz a través de la guerra y los alienígenas desplegando su poder —en esta ocasión dentro del cine de su autor—, sin tregua, diálogo, ni otra motivación que la destrucción, la depredación y la conquista.
El aspecto gris de la película se acentúa con la llegada de una tormenta que no responde a ninguno de los fenómenos naturales que la humanidad conoce. «No oigo los truenos», dice Ray a Rachel cuando se esconden bajo una mesa para ponerse a salvo del miedo. Robbie regresa tras la aparición de los primeros fenómenos extraños, y Ray sale a la calle a investigar qué sucede y recuperar su coche. La verdadera acción todavía no ha comenzado y la familia ya se ha separado dos veces desde su reencuentro.



Ray se reúne con los vecinos en la calle, y Spielberg pulsa el detonador: el ataque de la guerra de los mundos comienza, y una serie de planos desbordantes de narrativa se suceden sin fin, uniendo sus fuerzas a la energía incontenible de Cruise, quien parece crear una simbiosis entre Ray y Ethan Hunt, el inagotable corredor de la saga Misión imposible. Los alienígenas atacan, Cruise corre sin tregua, Spielberg compone planos sin piedad y la ciudad cae bajo una capa de polvo gris que parece sumir al mundo en una variante extraterrestre del invierno.









Tras el caos inicial y con la familia reunida de nuevo, comienza la Road Movie y asoma el Survival mientras Ray, Rachel y Robbie fijan dos objetivos: unirse reparando la incomunicación que los ha separado y encontrarse de nuevo con Mary Ann. A bordo de uno de los coches supervivientes al ataque, los tres protagonistas huyen del caos y se hacen preguntas para las que nadie tiene respuesta.
Desde ese momento, la fotografía va entregando la aspereza gris y descolorida del día a la oscuridad de la noche en la que —si bien los colores se mantienen sobrios— asoman ciertos tintes de la saturación propia de la ciencia-ficción y el Pulp clásicos.
La carretera se consume, la noche cae y la guerra avanza. Spielberg somete sin piedad a la familia, que tratando de unirse no deja de enfrentarse a la separación, tanto emocional como física cuando, en su huida, cae en manos del terror.
La población —en otra de las analogías de Spielberg de las «diásporas» estadounidenses ante los ataques terroristas— vaga a la deriva entre la tierra y el río, buscando desesperadamente un vehículo que los lleve al Ferry, ahora convertido en una nueva tierra prometida. Allí, en una repentina distopía, Ray ha de salvar a su familia de la separación mediante la fuerza. Y allí, la Road Movie concluye para ceder completamente el (des)control al Survival y la aventura.










En los pasos previos a esta encrucijada —y más claramente en lo que resta de película— Spielberg carga todo el peso interpretativo en Cruise y Dakota Fanning (quien ya entonces era una excelente actriz), y deja un tanto de lado las obvias limitaciones de Justin Chatwin, al que encarga la misión de separar de nuevo a la familia. En este tramo, La guerra de los mundos se aproxima más que en ningún otro momento a sus orígenes, tanto literarios como al mítico poder de fascinación visual de la ciencia-ficción artesanal.




Así —y a pesar de que la película se distancia un tanto de la novela— la tierra se transforma en un campo teñido de los tonos clásicos dentro del género. La aventura en busca de la paz y la supervivencia no cesa ni baja el ritmo, y en medio de la batalla, surge de las ruinas una especie de predicador en el que Spielberg concentra varios personajes de la novela en favor, una vez más, de su economía narrativa.
Tim Robbins interpreta a Harlan Ogilvy, otro de los personajes arquetípicos que nacen al amparo de las distopías estadounidenses, y que en esta ocasión —además de entroncar su personaje con ciertos aspectos en absoluto casuales de su papel en Mystic River (Clint Eastwood, 2003)— sirve como fatídico y definitivo punto de inflexión para Ray, Rachel y el paso definitivo de la aventura a la trágica unión indisoluble de la familia ante el irónico peligro concentrado en el ser humano, a la postre más peligroso que los invasores que los persiguen.




Tras este encuentro determinante, La guerra de los mundos sigue su curso, entregada casi por completo al espectáculo y la supervivencia para llegar a un tramo final en el que el poder definitivo del universo ha de imponer la paz en esta guerra para la que, llegados a este punto, los humanos ya están preparados.
Ese poder no es otro que el destino, siempre irónico, que vence a los invasores mediante los habitantes más antiguos del planeta, que nada saben de la destrucción alienígena, la supervivencia humana o la familia de Ray, Rachel y Robbie, hecha pedazos y en constante reconstrucción, ante la puerta de Mary Ann una vez que la aventura llega a su fin.





Es cierto que Spielberg protege convenientemente esta guerra de los mundos de la sangre que cabría esperar ver en las víctimas, y que somete el final a los dictados melifluos de la épica estadounidense. Pero eso no tiene importancia ante otro ejemplo de cómo este director domina el oficio del cine de forma tan implacable, fascinante e indiscutible.
La guerra de los mundos bajo los preceptos de Steven Spielberg es una obra descomunal.
Película disponible en SKYSHOWTIME:
Feliz viaje de vuelta hacia la noche. #SHADOWSRULES
David Salgado.
©24 sombras por segundo. Diciembre 2025.
