Shiori Azuma. La sombra blanca.
El rostro de Shiori Azuma era pálido, inquietante y afilado como el filo del invierno.
Sus ojos eran como las heridas provocadas por un corte preciso y fatal. Dos fugaces y pequeños destellos de color perdidos en la profundidad de la sombra blanca que componía su cara, tal vez por eso precisamente así la llamaban en el pueblo: La sombra blanca.
Nadie supo jamás qué mantenía con vida a Shiori, pero todos creían saber dónde vivía y qué hacía para vivir. Más allá del último paso que nadie se había atrevido a dar jamás, en la profundidad del bosque, había un pantano de aguas oscuras en el que se hundía lentamente una casa de madera.
El interior del bosque que rodeaba la casa era negro, la madera de sus árboles se retorcía en ambas direcciones: sus ramas se alzaban hacia la luz y sus raíces se sumergían en las sombras. Shiori se comunicaba con la muerte que habitaba el bosque a través del rumor del agua y los crujidos de la madera.
Aquellos sonidos se mezclaban con los pasos de Shiori y los lamentos de los espíritus. Así, las voces oscuras y profundas del bosque, el agua y la muerte, se expandían a través del viento como una canción hipnótica y aterradora.
Nadie en el pueblo había visto jamás el hogar de Shiori, pero todos habían oído su voz.
Allí, sobre la nieve invernal teñida de rojo por las hojas caídas en otoño, entre la luz del sol y la sombra del agua, Shiori deambulaba entre los fantasmas que habitaban en el bosque. Allí, en aquella casa construida con la misma madera que se extendía bajo el agua sobre la que la casa naufragaba lentamente, Shiori ocultaba sus secretos.
Lo que ocurría allí solo la sombra blanca y la oscuridad lo sabían. Nadie más tenía derecho a saberlo.
Edwin Lee vivía al otro extremo del mundo por el que Shiori Azuma deambulaba. Todo el pueblo sabía quién era y qué diablos hacía para vivir. El alma de Edwin Lee era profundamente oscura, y sus negocios repugnantes.
Sin embargo, Edwin Lee no era uno de esos cabrones ignorantes, charlatanes y borrachos que terminan muertos a balazos en cualquier esquina por no haber cerrado la boca a tiempo. Edwin Lee era sencillamente un miserable sin escrúpulos.
Para él cualquier persona podría llegar a ser un negocio, y todo tipo de vida estaba en venta. Sencillamente, se limitaba a conseguir lo que en un momento dado alguien pudiese pretender comprar.
Así funcionaba su casa de variedades, aquella casa era lo único construido en aquel pueblo que podría distinguirse de una pocilga. Allí todo se vendía: desde whisky barato y los alimentos más nauseabundos, hasta los seres humanos más frescos. Los habitantes de aquel lugar se diferenciaban de Lee en tres cosas: él era un cabrón listo, valiente y aseado. Ellos eran unos cabrones estúpidos, cobardes y malolientes.
Por eso él vendía y se hacía rico, y ellos compraban mientras se empobrecían cada vez más.
La determinación que aporta la maldad era la clave del éxito que disfrazaba a Edwin Lee de gran hombre. Esa maldad determinante lo llevaba a emprender viajes al otro lado del mundo en busca de lo que nadie más podía ofrecer.
Lee sabía perfectamente que aquellos malditos miserables pagarían lo que fuese por violar a una mujer oriental.
En el pueblo a los pies de la montaña donde Shiori Azuma vivía, todos creían saber qué ocurría allí, todos sabían de dónde procedía aquella canción arrastrada por el viento, y cuando Lee les pagó, todos supieron indicarle el camino hacia la sombra blanca.
Cuando Edwin Lee partió de su maldito pueblo, el calor pegaba a la piel el sudor y expandía el olor a mierda que desprendían aquellos cerdos. Cuando llegó al pantano donde habitaba Shiori Azuma, el frío llenaba aquel lugar de una inquietante calma. Un extraño y agradable olor impregnaba el aire.
A lo largo del trayecto, Lee se había orientado siguiendo el sonido de la canción, pero llegó un momento en que la canción se descompuso y solo se oían los lamentos de la muerte, el rumor del agua y los crujidos de la madera. Aquellos crujidos se escuchaban cada vez con más intensidad, llegó un momento en que parecían incluso algo tangible.
Aturdido y motivado por igual, Lee llegó a la orilla del pantano.
Su miserable condición y determinación permanecieron intactas cuando examinó el lugar. El agua se removía inquieta y los crujidos de la madera expandiéndose elevaron el volumen a un nivel casi ensordecedor. El aire era denso y pesado, pero no cálido. El frío acechaba tras la oscuridad del bosque.
La casa se adentraba lentamente en el agua y los fantasmas se lamentaban con un lenguaje que Lee no tenía la menor intención de comprender. En su asqueroso pueblo ya había bastantes muertos, nadie querría comprar más.
No era aquello lo que Edwin Lee había venido a buscar a ese bosque retorcido y maldito.
Esperó tres días y tres noches sentado a la orilla del pantano, ignoró todo lo que el agua y el bosque le dijeron, y al amanecer del cuarto día, cuando la escasa luz del sol apenas había conseguido traspasar los sonidos de la madera, el resplandor de la sombra blanca iluminó la sonrisa siniestra de Lee. Allí, al otro lado del rumor del agua y tras los crujidos de la madera, el rostro pálido, inquietante y afilado como el filo del invierno clavó sus heridas en los ojos de Edwin Lee.
Shiori Azuma atravesó el pantano mientras el rumor del agua y los crujidos de la madera siguieron sus pasos. Los lamentos de los fantasmas resonaron por última vez y de pronto un silencio aterrador detuvo el tiempo. Lee sintió ante la presencia de Shiori como su sangre y su cuerpo se paralizaban.
Lo que escuchaba no era su corazón, era el rumor del agua recorriendo el cuerpo de Shiori y los crujidos de la madera en forma de latidos. Lee se refugió en su maldad, y su determinación le ayudó a sostener la mirada letal de Shiori Azuma.
Por fin, la sombra blanca habló: ¿Has venido a buscarme, Edwin Lee?
La voz de Shiori se expandió como el eco de una tormenta, su pregunta llegó al pueblo. Hay quien dice que muchos años después llegó al lugar del que Lee partió en su busca. Pero eso, nadie puede saberlo.
Tras formular la pregunta, el rumor del agua y los crujidos de la madera se adentraron en el cuerpo de Edwin Lee. Su mirada, alucinada y aterrada, se clavó en la casa mientras se hundía completamente en el pantano. El rumor del agua inundaba los ojos de Lee y los crujidos de la madera los envolvían fijando su vista en el rostro de Shiori Azuma.
Edwin Lee jamás volvió a parpadear, jamás salió del bosque y jamás pudo decirle ni una palabra a nadie.
La sombra blanca se desvaneció en el bosque para siempre, los lamentos de los fantasmas se convirtieron en silencio y nadie supo jamás qué ocurrió allí, pero quienes impulsados por su valor buscan la mirada inmóvil de Edwin Lee, creen escuchar al encontrarla el rumor del agua y los crujidos de la madera recorriendo sus ojos, manteniéndolos abiertos y fijos en algo que nadie podrá ver jamás.
Solo la sombra blanca y la oscuridad saben qué ven los ojos de Edwin Lee. Nadie más tiene derecho a saberlo.
Feliz viaje de vuelta hacia la noche. #SHADOWSRULES
©David Salgado. 2021.
©24 sombras por segundo. 2021.