J.L. MANKIEWICZ. EL TEATRO FILMADO.
Tanto si hablamos de su poderoso Julio César, como si nos referimos a cualquier otra de sus numerosas obras maestras, de todas las cosas que podrían decirse sobre J.L. Mankiewicz, sólo se me ocurren tres que no admitan discusión: su talento clásico, su inteligencia vanguardista y su amor pasional por el teatro.
Sobre las letras de Shakespeare y la filosofía de los grandes estudios que albergaban decorados donde todo era posible, Mankiewicz mantuvo su película alejada del péplum -tanto del original como del inflado para el espectáculo “colosalista” hollywoodense- en el que él mismo incluiría su descomunal Cleopatra, uno de sus títulos más célebres y controvertidos.
Pero eso forma parte de otra más de las conquistas del espectáculo por parte de la industria cinematográfica. Aquellos días de La caída del imperio romano, Espartaco y demás muestras del poder épico del cine -en lo que estrictamente a Roma se refiere- todavía quedaban lejanos en el horizonte.
Aquí, todavía en 1953, su visión del César -que nace ya reclamando a Plutarco antes de meterse de lleno en el terreno de Shakespeare- era poderosa y trágica como el teatro que la engendró, dramática y altiva, al ritmo de la grandiosa e imperial música de Miklós Rózsa, y vestida con la bonita y eficaz fotografía de Joseph Ruttenberg, capaz de sacar todo el partido a los monumentales decorados que nos conducían desde el interior de las villas romanas, hasta los rincones donde las sombras protegían a los seres ladinos y enjutos de los que precisamente aquel César tanto recelaba.
Esos fueron dos de los tres miembros del triunvirato sobre el que Mankiewicz sostuvo su magnífica crónica del emperador.
Veamos cuál fue el tercer miembro.
JULIO CÉSAR.
MARLON “MARCO ANTONIO” BRANDO.
Manckiewicz fue fiel a las páginas de Shakespeare cuando él mismo adapto la obra al guión, construyó el templo y sus oscuros rincones en los que sus aliados se ocultaron para traicionarlo, otorgó a cada intérprete -lo del casting de esta película no es de este mundo- una personalidad marcada a fuego, y así fue guiando al espectador por el camino a Roma que él mismo construyó, el que conducía al corazón del teatro romano hecho cine.
Así, una vez superadas todas las advertencias lanzadas por propios y extraños, Mankiewicz muestra el rostro esculpido en piedra de aquel que honra el cadáver del César, aquel que hizo oídos sordos a la visión del ciego que trató de salvarlo de los idus de marzo, de la república que pretendía hacer suya y de su propia sangre embrutecida y vertida a los pies de Pompeyo en un teatral y trágico destino.
Marlon Brando alza su figura como el magnífico y terrible espectro de la venganza, y dirige sus pasos hacia los habitantes de Roma para reinventar la palabra interpretación.
Posiblemente, esta película no es la cima de Mankiewicz, pero en mi opinión fue la ocasión en la que más claramente pudo demostrar sus tres rasgos más característicos. Su talento clásico queda patente en el planteamiento tradicional de los grandes estudios y producciones: puesta en escena, rodaje en decorados interiores y ambientación impecable.
Su amor pasional por el teatro se descubre mediante un reparto declamador, isabelino, británico y teatral que transforma en telón y tablas hasta el último tramo de celuloide.
Y por fin, lo que hace de la película algo imprescindible, es su inteligencia vanguardista, una inteligencia con la que hizo frente a todo el clasicismo y teatralidad del péplum Shakespeariano, respetando los cánones -no olvidemos que Roma no paga a traidores- situando convenientemente sobre el tablero a James Mason, John Gielgud, Greer Garson, Deborah Kerr, Edmond O’Brien y Louis Calhern y todos los, senadores, habitantes y soldados del pueblo romano para hacer sonreír a los peces gordos del negocio y conseguir al mismo tiempo un nivel inalcanzable.
Pero recordemos que la inteligencia de Mankiewicz es vanguardista, y como tal, viva, coleante y de colmillo goteante.
Por eso, tras el clásico, teatral y británico discurso de James Mason, Marlon Brando irrumpe en la escena, ese yankee en la corte del rey Arturo de dicción dudosa y rostro salvaje, se mete en la piel de Marco Antonio y arrolla al pueblo de Roma con la habilidad del más taimado político, seguido de cerca por la cámara narrativa de Mankiewicz, con una interpretación que John Huston definió como “un horno encendido en la oscuridad”.
Brando llora al César, se hace con un pueblo cuya mente tornadiza, débil y vehemente es maravillosamente captada mediante un montaje excepcional-la elocuencia de la cámara en esa secuencia es pasmosa- le vuela la cabeza a Roma, a las tablas isabelinas, al imperio y flema británicos, al sistema de producción americano y a la humanidad en general.
Aquí está la prueba, en esta secuencia que forma parte de la gloriosa historia del cine: https://www.youtube.com/watch?v=VpSa_AHfkDg&ab_channel=Postroyo
Cuando Brando termina su discurso, el cine renace para no volver a ser el mismo, Bruto ya no es un hombre de honor, César ya no existe, Roma le pertenece, Shakespeare aplaude desde su tumba y el espectador se desmaya sobre las tablas del teatro hecho cine.
Después, en una especie de segundo y tercer acto, la película transita entre la calma que precede a la tormenta, mientras los bandos de Bruto y Casio se preparan para la guerra contra Marco Antonio y Octavio, y el fantasma del César anuncia el destino de los traidores, y ya en el acto final, la muerte concede la pax romana y la venganza en la que el espectro de César, al fin, dormirá.
Amparado por la nostálgica belleza de los decorados nacidos en un cine que hoy sería imposible -para bien y para mal- Bruto, en la piel de un contenido y grandioso James Mason, baja el telón con su sentencia: “aplácate ahora, César. No deseé tu muerte tanto como la mía”.
Esto, que parece poco, lo es todo.
Es lo que el cine habría soñado ser, de no haberlo sido:
El hijo predilecto de la literatura y el teatro.
Feliz viaje de vuelta hacia la noche. #SHADOWSRULES
https://ok.ru/video/321172081286
David Salgado.
©24 sombras por segundo. Noviembre 2021.